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Cultura  |  15 febrero de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Piedrecillas en el estanque

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Circula por estos días la revista cultural Conjuro, de la fundación Carteros de la Noche.

El siguiente texto hace parte de la edición que será presentada este jueves a las 6:30 p.m. en la Librería La Casa.

 

Por Ángel Castaño Guzmán

Parto de preguntas polémicas y aguafiestas: ¿importa hablar de la literatura quindiana? Afino la puntería: ¿salvo la procedencia geográfica –un completo azar– hay asuntos comunes en las propuestas estéticas de los escritores locales? ¿Qué une, por ejemplo, las novelas líricas y citadinas de Omar García Ramírez con los juegos textuales de Carlos Villegas? ¿Qué secreto hilo enlaza la palabra cortante de Carmelina Soto con los renglones blancos de Margel Londoño? Los artefactos verbales –si importan y valen la pena– son un universo de sentido, la transcripción de una mirada particular de la realidad. Cada autor, en consecuencia, es su propia patria y al tiempo su exilio. Desde luego, no pretendo –ni más faltaba– responder las preguntas de arriba: las lanzo sobre la piel del estanque solo para verlas brincar y al final hundirse en un silencioso ¡plop!

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Al carecer de las condiciones materiales, sociales y culturales para vivir de lo escrito en la pantalla del computador o en la agenda de apuntes, los escritores quindianos no son profesionales. Y al no serlo no han escrito grandes libros. Hacen cosas ajenas por completo a la escritura para pagar a fin de mes las facturas del agua, de la luz y del aguardiente. Si existe la literatura quindiana –pongamos ese tema en el refrigerador– es, la verdad, una de brillos aislados y promesas marchitas, a medio camino. Varios motivos hay, de distinta índole. Verbigracia, la vida cultural en las ciudades intermedias colombianas no suele ser muy nutrida. Y ella –los debates en los periódicos, los concursos, la industria editorial, es decir, aquellas dosis necesarias de estímulo intelectual para no caer en el marasmo y la molicie de ser dios de una aldea–, como lo explicó en alguna parte Rafael Gutiérrez Girardot, son aire para el ahogado. La secuela directa de esto es el provincianismo estético, un asunto no referido a los textos sino a la actitud frente al debate y la controversia. Acá los letrados publican libros de mínimos tirajes, casi siempre financiados o por ellos mismos o con los dineros de los entes estales. Dichos volúmenes no pasan, antes de ir a la imprenta, un examen serio y detallado. A lo sumo lo leen los amigos de la cantina o del café y estos, por obvias razones, no dudan en sacar el arsenal de ditirambos. Los literatos comarcanos creen delito de lesa majestad la crítica desfavorable: lo normal en el Quindío es medir las dimensiones del ombligo y presumir de la calidad de nuestras letras. Esto, no hay duda, crea un espejismo: nuestros autores escriben del carajo. Semejante actitud resulta a la postre tan nociva como su reverso de la moneda, la de creer que todo lo de aquí es malo. Un consejo simple: para comentar las cualidades de un libro es de buen recibo leerlo. La crítica por sospecha –elogiosa o no– es un mal no menor.

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En los años cuarenta, los cuentistas de mostrar eran los del Gran Caldas. En los suplementos literarios de la prensa nacional se publicaban con regularidad las ficciones de Adel López Gómez, Eduardo Arias Suárez y Antonio Cardona Jaramillo, los tres nacidos en linderos quindianos. ¿Por qué ninguno ocupa hoy un lugar consolidado en los panoramas del cuento colombiano? ¿Ignorancia de los encargados de hacerlos o quizá los textos de ellos –y de Humberto Jaramillo Ángel y otros– han perdido la capacidad de estremecer estéticamente a los lectores actuales? En la ficción breve es el trabajo de Libaniel Marulanda Velázquez, ganador de varios concursos regionales y nacionales, el más cercano a la categoría de obra: retrata tipos sociales, cultiva una prosa singular y una manera personal de narrar. A veces roza la caricatura fácil y en otras se deja llevar por cierta retórica zurda. De la microscópica poco tengo para decir: Umberto Senegal, Carlos Villegas, José Raúl Jaramillo Restrepo han procurado –con irregular éxito– hacer de los paisajes en granos de arroz su veta escritural. La excentricidad y el experimento son sus marcas de fábrica y por lo mismo sus libros quedan restringidos a las periferias.

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¿Y la poesía? ¿No se hinchan de helio los pechos de los alcaldes, de los directores de bibliotecas y funcionarios de las dependencias de cultura y turismo de los doce municipios al hablar de nuestros poetas y citar mal sus líneas? ¿No hay en Calarcá una calle con retratos de brocha gorda de bardos y portaliras? Leer en detalle y sin apasionamiento micro-chovinista los libros "Quindío vive en su poesía, antología poética del siglo" y el reciente “Tempora, poetas jóvenes del Quindío” dibuja certezas: la lírica quindiana es de momentos, de poemas y no de poetas, de voces consolidadas. Uno encuentra destellos en Luis Vidales – la refrescante ironía de “Suenan timbres”–, en Julio Alfonso Cáceres –pirotecnia metafórica–, en Carmelina Soto –verbo quemante–, en Elías Mejía –irreverencia juguetona–, en Carlos Castrillón –lucidez de monje–, en Omar García –altisonancia urbana y roquera–, en Gustavo Rubio –conceptos encabalgados en versos de deliberada disonancia–en Yeni Zulena Millán y Angélica Beltrán, ambas en búsqueda de la madurez. Juan Aurelio García –rítmico desparpajo– y Elmer Calderón –imágenes cosechadas en el silencio de la sencillez– son para mí los dos mejores poetas vivos de la comarca. Talvez aquí proliferen los versificadores, no así los poetas. Y quizá esta circunstancia se deba a la transformación de la poesía en una pasarela de egos y cocteles.

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En las páginas de los periódicos departamentales –por su carácter de laboratorio del estilo– el lector curioso encontrará lo mejor de las letras locales. Francisco Umbral llamó “Periodismo de arte” a la columna semanal escrita con el garbo y la soltura de Montaigne. El magisterio de Luis Tejada se siente en muchos de los diaristas quindianos: la inteligente frescura y el esmero en la prosa. Todavía las cuartillas de Euclides Jaramillo Arango, de Rodolfo Jaramillo Ángel, de Héctor Rojas Castro, de Julio Alfonso Cáceres, de Adel López Gómez, de Dionisio, de Catón, pueden despertar interés y agrado.

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La novela, por sus características formales, es un género de madurez social. Para el florecimiento de una novelística se requieren escritores profesionales. Muy difícilmente un país o una región contará con un acervo interesante de novelas si sus artífices le dedican ratos los fines de semana. A pesar de la temprana aparición de la primera obra de este tipo –“Montañera”, 1916, de Arturo Suárez–, la novela en el Quindío ha sido una rara avis. Esta piedrecilla tiene tallados los nombres y títulos de Omar García Ramírez y “Metal-riff para una sirena varada”, de José Nodier Solórzano y “La secreta”, de Susana Henao y “Los hijos del agua”. Los tres volúmenes han ganado su espacio en el ambiente editorial en virtud de haber seducido jurados ajenos a la aldea y cosechado tímidos aplausos allende La Línea.

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