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Columnistas  |  19 febrero de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Celina Colorado

A él le dolía la muela, a mí, el alma

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Celina Colorado

 

Estaba enseguida de mi casa. Era joven, no más de 35 años. Lloraba sin parar, gritaba, se revolcaba y movía sus piernas como si estuviera pedaleando. Las manos se cogían un lado de la cara. “Señor, señor, me duele mucho esta muela, haga algo, quíteme este dolor”, decía en lamentos el pobre hombre. La esposa del señor entró, sacó una bolsa de hielo envuelta en una toalla y se la puso en la cara, mientras le suministraba una pasta para el dolor. El hombre se apretaba el hielo contra la mandíbula, pero no cesaba de llorar. Se me rompía el alma. Llamamos una ambulancia y no vinieron. Acudimos a varios amigos odontólogos, y tampoco. Era domingo. Los vecinos salieron, con cara de misericordia y de pesar, pero impotentes. Llamamos a la Policía y al cabo de 15 minutos apareció una patrulla. El muchacho se asustó. El hielo y la pasta habían obrado algo. Los agentes le pidieron que se parara y se fuera caminando hasta el hospital, que ellos lo acompañaban. Estaba a unas 20 cuadras. Lo vimos incorporarse, con el hielo envuelto en la toalla apretándose en su cara, con la cabeza echada para un lado, la espalda al descubierto, con la delgadez de un hombre que lleva muchos días sin comer, a pata limpia, convertido en un nazareno que lleva su cruz a cuestas. Me partía el alma.

Hoy me pregunto si este pobre muchacho llegó al hospital. Si de verdad los policías lo llevaron al centro asistencial. Si en el hospital lo atendieron, a pesar de su pelo revuelto y cochino, de su olor nauseabundo, de sus patas hinchadas por la calentura del pavimento, de su aspecto total de indigente. ¿Cuántas personas de esta condición hay en Armenia? Un poco más de 1.000, dicen las estadísticas. Y, aunque no lo creamos, casi todas con dolores, de muelas, por supuesto, porque carecen de posibilidades de higiene, pero también con otros padecimientos, no solo físicos, sino también espirituales. Y nosotros, los ciudadanos de ‘bien’, practicando la indiferencia.

Qué impotencia tan grande sabernos seres humanos sin poder intervenir para corregir esta desigualdad social que nos agobia. En cada esquina un hombre o, a veces, una mujer tirada, entre cartones, dormidos por la droga y el hambre, y muchos soportando dolores inclementes como el hombre de la muela.

¿Cuándo vendrá un colombiano que sienta el dolor de muela del vecino, que le parta el alma y le carcoma la conciencia para que, desde su posición privilegiada, pueda extraer no solo la muela sino la infección que nos corroe?

 

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