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Editorial  |  07 diciembre de 2017  |  12:00 AM

El café es el paisaje mismo

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El turismo en el Quindío tiene dos motores fundamentales: el café y el paisaje, como en el Caribe, cuyo motor son las playas y el mar. Fueron las fincas cafeteras, la arquitectura de sus casas y sus beneficiaderos, los recuerdos de la gesta colonizadora, las tradiciones y particularidades de un mundo nacido en los siglos XIX y XX los responsables del encanto y el embrujo que hallaron los primeros visitantes con pasaporte de turistas. Vinieron buscando el café y se toparon con el más maravilloso paisaje de los míticos Andes del Quindío.

Fueron los elementos de esas fincas, las tradiciones como los corrales de gallinas y otras aves, la huerta, las mulas de carga y sus aperos, la arriería y todos los utensilios que quedaron en las casas campesinas como recuerdos de una época, los que hicieron, con el cultivo del grano, que encontráramos en el turismo una alternativa de diversificación económica en la finca cafetera. Esto no se puede olvidar, hay que tratar de conservarlo, y para eso está la declaratoria de Paisaje Cultural Cafetero.

Pero mucho más allá, el turista se topó en el Quindío con la gente, hombres y mujeres de hablar cantadito y de una hospitalidad y una amabilidad sin par en el país. Y se agregó, repetimos, el paisaje, ese verde de todos los colores que empalaga en cualquier lugar de estas montañas.

Y es que los caminos veredales del Quindío están adornados de heliconias de colores rojos, naranjas o azules, que se confunden con un pájaro altivo entre unas hojas de plátano pequeño. El turista se tropieza con besitos de novia, flores como una maleza que tapizan con rapidez las laderas y los patios de las fincas y las casas urbanas. En los barrancos lucen las orquídeas ibaguenses que ofrecen un espectáculo de colores blancos, amarillos, rojos y anaranjados. En el paisaje cafetero se recrean los siete cueros, árboles que dejan brotar flores fucsias y lilas; los guayacanes que mágicamente transforman todas sus hojas en flores amarillas o rosadas, que se esparcen en el suelo formando una alfombra embrujada que nadie se atreve a pisar. Los riscos de viento del Quindío están preñados de café y saturados de sol y viento, de pájaros y atardeceres anaranjados donde se transparentan chapoleras de piel canela y trenzas negras.

 

A este paisaje se le suman otros atractivos: El Parque Nacional del Café, (Montenegro) donde la exuberancia, la tradición y el paisaje se conjugan con la diversión; el Parque Nacional de la Cultura Agropecuaria –Panaca-, (Quimbaya) un espacio inmenso, pedagógico, que pone al hombre común en la cotidianidad del campo y sus animales convirtiendo al turista en un granjero completo por un día. En el parque de Cocora, (Salento) donde está el árbol nacional, la Palma de Cera del Quindío; el Jardín Botánico y Mariposario (Calarcá), donde hay una magia que vuela en colores de diversidad. Y mil atractivos más, así como grandes y cómodos hoteles, que nada tienen que envidiarle a las grandes ciudades de América Latina.

Le podemos agregar muchos más atractivos a la oferta turística de la región, pero en todo caso el café tiene que seguir siendo el adalid de este negocio y los empresarios del sector tienen que pensar cada vez más en este producto como un atractivo natural que no puede acabarse, porque de suceder así, podría dar al traste con las proyecciones turísticas de la región, porque el café es el paisaje mismo.

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