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Armenia  |  18 noviembre de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Crónica: Hipódromo San Fernando, un espectáculo en las calles de Armenia

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Escrita por Luis Carlos Vélez Barrios.

Año 1968. Los fines de semana, cuatro esquinas de la calle Doce con carrera Dieciocho de Armenia, fueron sitio de reunión para apostadores, jinetes, curiosos y caballos carretilleros.

En el ambiente festivo reinaba la cerveza, los ponchos, ruanas, sombreros, estribos, aperos y enjalmas, e invadía de alegría tres de las esquinas: la fábrica de muebles, propiedad de Luis Enrique Pachón, el consultorio del doctor Luis Carlos Flórez, y la casa de tres pisos, despintada y vieja, en cuya planta baja funcionaba la pequeña tienda, sitio de reunión para la “barra” de estudiantes de distintos colegios. La cuarta esquina, un solar enmalezado, limitado por un barranco donde una casa antigua hacia malabares para no caer, hacía de caballeriza a los “ejemplares”, que poco a poco llegaban a “competir” en el “hipódromo de San Fernando” en Armenia.

Dueños de semovientes, carretilleros cubiertos de sombreros unos, cachuchas otros, camisas sudorosas y ponchos manchados, arribaban en medio del jolgorio general, para disfrutar su cuarto de hora de celebridad. A la vista de todos, hacían alarde de habilidad para acomodar sus “ejemplares”. Después de muchas órdenes, reversas y frenadas, desenganchan, dejaban el armatoste al cuidado del “vigilante” de turno, y marchaban orondos con sus “ejemplares” de la rienda, que dejaban atrás sus olores a orín y cagajón.

Seis mostrencos viejos, semidormidos, con las trompas invadidas de moscas y zancudos, causaban lástima, mientras esperaban impasibles el turno de competir. Los apostadores hacían alarde de sapiencia hípica: miraban, remiraban a los “ejemplares”, palmeaban las ancas, sujetaban remos anteriores y posteriores para opinar sobre la potencia y opciones de triunfo; preguntaban la edad, tipo de alimentación y trabajo. Recogida la información, hacían sus apuestas en solitario o en compañía, y como único fiador su palabra. La mayoría, entre ellos los estudiantes, apostaban una gaseosa o nada, “al negro”, “al de la oreja rota”, “al de la peladura” o “al cojitranco”.

“¡Déjenlos dormir!”, gritaba alguien posando de chistoso, mientras bebía cerveza recostado al enchinado de la tienda, y reía en compañía de quienes celebraban su ocurrencia.

Eran “ejemplares carretilleros”, de ojos apagados, que una vez liberados de los arreos, exponían al sol de las tres de la tarde las loras de sus costillares, la escasez de su pelambre y la flacidez de sus carnes. Del solar esquinero, abandonado y enmalezado, el muchachito de cachucha, descalzo y mocoso, escapaba de su puesto de vigilancia, para atisbar a los espectadores y escuchar sus comentarios.

La multitud alegre, mezclados sus olores corporales y opiniones, dividida en grupos de apostadores interesados en el monto puesto al azar; los “jueces”, empeñados en trazar mil veces con cal la línea de partida borrada, pedir en vano a los jinetes mantener al roano y al zaino quietos; y la barra de estudiantes, acostumbrados a sus charlas en la tienda, no alcanzaba a escuchar la voz aflautada del director hípico, que sudaba y se desgañitaba frenético.

“¡Van por parejas! ¡Que salga el roano con el zaino! ¡Escuchen, señores, que salgan primero! ¡Orden, señores, por favor, presten atención…¡Oigan, oigan!”.

Reinaba el caos, suspendido sólo para abrir paso a taxis, automóviles y buses urbanos que, desde el parque Sucre al ruido de sus bocinas, bajaban por la calle Doce entre rechiflas, golpes de chiquillos a sus latas, y terminaban su ruta en los cuatro costados de la antigua plaza de mercado.

Los trotes a comprar cerveza en la tienda, los gritos entre amigos, y el amague de los caballos a pararse en las patas traseras, obligaba a los transeúntes a detenerse y disfrutar el aire salpicado de gritos y olores, de fiesta sabatina, ofrecido por el “hipódromo” de San Fernando.

Qué caballos partían primero, era el problema para los organizadores; tocaba a los jinetes luchar para poner las sillas a los rocinantes que dolidos por las heridas de las costillas, pateaban espantando moscas, y ponían en peligro la integridad de los presentes.

Aquella vez, después de una hora en apuestas, acuerdos y opiniones, partió la primera carrera cuando ya la tarde oscurecía.

La noche anterior un vendaval había anegado el tramo de la vía sin pavimentar, que llevaba hasta la calle Segunda, límite actual del barrio Galán; el piso resbalaba, y en las charcas de las zanjas que bordeaban a lado y lado, flotaban trozos de madera, pequeños tarros de pintura vacíos, papeles y telas. Pequeños grupos de curiosos, bebiendo cerveza o charlando, buscaban acomodo en las orillas y a lo largo del camino hacia la meta.

Entre madrazos, voces de apostadores, jinetes, y la barra de estudiantes noveleros, salieron a pasitrote dos jumentos; más que correr, caminaban en cámara lenta, indiferentes a los gritos y risas de los espectadores.

Tras ellos los dueños, empeñados en el triunfo, sacudían ponchos, madreaban y palmeaban las ancas cubiertas de peladuras.

Los gritos de júbilo y las burlas alegraban a los espectadores, no a los dueños airados, ni a los impacientes apostadores.

La carrera Dieciocho era un pedregal cubierto de polvo en verano, y lodo en invierno. Sin dificultades respiratorias ni apuros, los mostrencos, animados por las voces de las personas asomadas a las ventanas, corrían hasta la calle Once; trotaban resoplando frente al solar donde varios estudiantes indiferentes jugaban fútbol, y a pasitrote dejaban atrás los barrancos y solares de la izquierda. El terreno empezaba a empinarse antes de la calle Diez, en cuyas esquinas se encontraban la gallera Bogotacito, y la tienda de los Agudelo.

Si a uno de los caballos le daba por trotar y tomaba una distancia de seis metros sobre su seguidor, el jinete del retrasado se apeaba a empujar y darle alcance; eso mejoraba la situación que, pasando de seria a cómica, conseguía que el animal se arranchara, y coceara sin distinción a derecha e izquierda, obligando al jinete a sujetar con fuerza las riendas o aferrarse al cuello del animal para no caer, en medio de los gritos de alarma de unos y otros.

Llegados a la calle Diez, se rezagaban los caballos; de nada valían los gritos en las ventanas. En la Octava, los trabajadores de la fábrica de tubos, azuzaban agitando chiros y sombreros; en la tienda San Fernando, varios apostadores borrachos, de rostros colorados y cerveza en mano, aplaudían tambaleantes en las puertas.

En la última casa, un jumento, luego de saltar en vano, intentó arrojar al piso a su jinete, jugaba sus arrestos y dejaba atrás a su contrincante, pero cinco pasos adelante, agotadas sus fuerzas, era rebasado.

Después de retrasos y adelantos y una que otra emparejada, los caballos llegaban a la esquina de calle Octava: un taller de mecánica (hoy mercado de frutas), donde empezaban (hoy casas del barrio Galán) los potreros cubiertos de maleza, que servían a los circos y gitanos para armar sus toldas, y los lotes de Bavaria, encerrados en mallas metálicas, que reunía sábados y días festivos a estudiantes y vagos para jugar futbol.

Ya resignados, jinetes y rocines, cruzaban frente a los potreros de tierra amarilla (hoy Sena y edificios del barrio Galán), desde donde se divisaban las paredes de cartón y los techos de guadua acanalada, de las casas que bordeaban las líneas del ferrocarril.

Al rocín puntero no le importaba el recorrido; se detenía, intentaba relinchar, afirmaba las patas y proseguía, marcando su paso con cagajón. El jinete sabía que su caballo no daría un paso más; se apeaba; valiéndose de los curiosos que merodeaban el camino a la meta, pasaba de boca en boca la noticia, que llegaba en segundos a los jueces. A pie desandaba el tramo, y una vez codo a codo, anca con anca, en charla resignada regresaban los jinetes al punto de salida.

Sin ganadores ni perdedores; tampoco sin segunda partida, el dinero de las apuestas era devuelto, y el director de la carrera anunciaba a los apostadores descontentos:

“Señoras y señores, oscurece y casi no se ve, no hay tiempo para una “válida” más, están cordialmente invitados para que asistan, dentro de ocho días, a otra carrera de caballos”.

Llegada la noche, volvía la normalidad a las esquinas de la calle Doce.

En la tienda, una hermosa ventera, hija del tendero, fiaba café a la barra de estudiantes del Rufino, San Luis, Instituto Técnico Industrial, San Solano, y otros colegios, que intercambiaban pronósticos para la próxima carrera.

 

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