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Cultura  |  25 noviembre de 2018  |  01:04 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Olor a ceiba del parque Sucre

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Olor a ceiba del parque Sucre

Un relato escrito por Luis Carlos Vélez Barrios.

Atardecía. Con un helado en la mano, y en camino a la esquina de la calle trece con trece, percibí olores distintos al que, en su época de ramas sin hojas, regala la ceiba del parque Sucre, y no pude evitar la añoranza.

Por la cercanía en época de exámenes finales, los estudiantes del Rufino, el Oficial de Señoritas, la Normal Departamental, el Instituto Técnico Industrial, y otros colegios públicos, se reunían a estudiar en el parque hasta altas horas de la noche. Algunos llegaban temprano para buscar sitio. A las siete de la noche era difícil hallar una banca desocupada.

Uno que otro estudiante del San Luis Rey o del San José, las Capuchinas, o Bethlemitas, asomaba por allí.

Muchos se distinguían por el escudo estampado en sus camisetas blancas de educación física. El resto aparecía con traje informal; ellos: cabello engominado partido a un lado, camisas o camisetas estampadas, con imágenes de cantantes o grupos musicales de moda, abiertas en el tercer botón para mostrar pectorales velludos o lampiños, cadenas y cristos de bronce. Correa ancha con remaches o estoperoles llamativos y manillas. El pantalón de terlenka ceñido a la cintura y las piernas, abierto en campana después de las rodillas. Los zapatos de colegio, sandalias, o botas “carramplón” de tacón metálico para impresionar “sardinas”, pisar ruidoso, o sacar chispas al pavimento. Muchos cabellos largos, ideas y sueños sueltos o sujetos con balacas.

Para las “sardinas”: falda azul plisada, camisa y medias tobilleras blancas, botines negros. Las tirantas de sus uniformes, colgando a cada lado de las caderas. Otras, aprovechaban para realzar sus encantos con faldas apretadas o novedosos yines, blusas escotadas, labios pintados, y miradas coquetas o desdeñosas.

Abundaban los enamoramientos repentinos, ocasionales. Las parejas de “ennoviados” llegaban temprano, para tener oportunidad de escoger el escaño más solitario. Abandonaban sus libros allí, o al cuidado de sus compañeros, y olvidados de los exámenes, paseaban alrededor del parque, bajo las luces escasas, y aprovechaban el descuido de sus compañeros para escapar al barcito estrecho y oscuro, cercano al parque, y al ritmo de baladas de la Nueva Ola interpretadas por el Dúo Dinámico, Alberto Vásquez, César Costa, Enrique Gúzman, Angélica María, Rocío Dúrcal, Leonardo Favio, Palito Ortega, Adamo, Sandro, y la pléyade de cantantes del Club del Clan patrocinados por Alfonso Lizarazo y Estudio 15: Óscar Golden, Los Spekers, Álvaro Román, Lyda Zamora, Vicky, Oscar Golden, Harold, Los Yetis, Juan Nicolás Estela, bailaban amacizados, hacían promesas, cruzaban miradas, y saboreaban besos con sabor a chicle.

Los no “ennoviados”, sin excepción, comentaban entre risas el paso desgranado de las beldades; los más osados coqueteaban, suspiraban y lanzaban piropos “zanahorios” o subidos de tono. Los tímidos se contentaban con callar y perseguir con sus ojos ávidos y bocas abiertas, el paso de las estudiantes que llegaban solas o en grupos. Las novias uniformadas miraban con rabia a las “atrevidas”, codeaban y celaban a sus enamorados, y por instantes fingían indiferencia.

-“Qué, cuidado se le van los ojos”.

La rabia iba en aumento y el pellizco aparecía:

“No, pues, se le va a caer la baba”.

Al tope de la ofensa, el tono de la voz manifestaba el deseo de estrujar o de “revolcar” al novio:

“No, ahora verá, será que se va tras esa…”.

La más “tranquila” se miraba de arriba abajo, y decidida a todo invitaba al novio absorto, a comparar sus encantos con los de coqueta:

“No sé qué le ve, mijo…”.

Ellos fingían no darse cuenta del desfile y miraban de reojo.

En los primeros años de la fundación, por orden del padre Castaño, las fondas de “vida alegre” funcionaban lejos del pueblo. Sobre el barranco donde terminaba Armenia, vecino al parque, tuvo asiento el barrio Anaime, y en él una de las zonas de tolerancia. No era raro que encopetados rezanderos extraviaran el camino para visitar, después de la misa de mediodía y con camándula en los bolsillos, las casas de citas. La feligresía ponía el grito en el cielo. El padre Castaño pedía en vano a Piquillo que con la caja rodante, a la que bastaba tirar de una cuerda para mover la calavera pintada, asustará a la clientela de los “sitios de perdición”. El “espanto” surtió efecto por varios días y la romería prosiguió.

Después de repetidos sermones y reuniones con prestantes damas encontró otra solución: Victoriano Villegas, inspector de policía en septiembre de 1910, inició y aportó parte de su sueldo para la construcción del parque, que fue centro de esparcimiento musical para los cuyabros que subían por la calle Real y la de Encima, para asistir a la retreta que el maestro Rafael Moncada ofrecía en las tardes. Los estudiantes sembraron eucaliptos, mangos. Se dice que Juan Crisóstomo Rivera, padre de Alberto “Toto” Rivera (dueño de la vieja camioneta de estacas conocida como “El caimán, y fundador del equipo de fútbol “Chiripas”), sembró la ceiba en 1928. Esto hizo que los “antros de diversión” se batieran en retirada a otros lugares. Años después, muerto el padre Castaño y olvidados sus sermones, “los antros” recordaron el camino, y regresaron al barrio Junín, que comprendía las casas de la calle trece entre carreras catorce y diez y ocho, y parte trasera del templo de San Francisco de Asís.

Era raro un estudiante fumador en los escaños del parque, pero abundaban los compradores de “mecato” y gaseosa en la tienda de puertas verdes de don Pablo, un anciano aficionado a la caza, a gastar chanzas y coquetear a los muchachos que, después de cobrarles menos, decía “saque usted”, se hacía el de la vista gorda, y permitía que robaran dulces de los frascos bocones puestos en la vitrina. En los altos de la tienda funcionaba el Colegio Los Ángeles.

Al frente del colegio, en La muñeca, del político Darío Leyva Troncoso, en la esquina de la carrera trece con trece se compraban luisas, maracuchos, cuajadas y panes, o uno bajaba una cuadra por la carrera trece a comprar los helados de las hermanas en edad madura, que para evitar un robo, atendían por la “ventanita de Sofía” de su casa, o en la heladería Americana, calle trece frente al parque. Otros preferían tomar kumis con cuca, o saborear gelatina blanca o negra en la tienda de don Agapito, anciano delgado, sonrosado, de bigote escaso y canoso, trabajador y coqueto, malgeniado con quien tardaba en hacer su pedido y experto en equivocarse, a favor o en contra, con los vueltos. Su establecimiento amplio, diagonal a la Oficina de Registro, calle trece con carrera catorce, contaba con mesas y sillas, vitrinas con golosinas.

Al pasar las horas aumentaba el número y el espectáculo nocturno de estudiantes absortos, caminando, gritando, repartiendo abrazos y propuestas en cotilleos a las “sardinas”, que no interrumpía el recogimiento de las monjas capuchinas.

Escogidos los escaños en donde estudiar, alternaban el silencio que reinaba por minutos. Sólo el ruido de los autos y bocinas distraían la atención de los estudiantes, que apartaban sus ojos de los libros y cuadernos.

Vecino al parque Sucre, en un sector del barrio Junín, calle trece entre carreras quince y diez y ocho, funcionaban cantinas, ventas de chicha y casas de citas. A este sitio acudían alcaldes, políticos y bancarios, hacendados, artistas, prohombres, en búsqueda de las Lotero, hermanas de un político perdonavidas y conservador. Atendían a su distinguida clientela en una casa majestuosa de bahareque y zaguán, que llevaba a salones de sillas y mesas de madera por corredores y restaurante, y pequeñas alcobas donde desfogar las pasiones. En las noches había baile y sonaban hasta el amanecer, tangos, boleros, y música colombiana.

Se cuenta que la clerecía organizó otro movimiento cívico en la ciudad para “arrancar de raíz” estos sitios.

Los estudiantes, después de horas memorizando posibles “cascaritas” de sus profesores y fogueos en grupo, aprovechaban para descrestar a los estudiantes de grupos inferiores, cercanos a sus escaños haciendo en voz alta preguntas tipo “cañazos filosóficos”:

¿Qué representaba la cultura para los aristócratas?

El apuro por contestar hacía que la respuesta sonara como al unísono de un coro:

“El patrimonio de la clase ociosa, desocupada”.

¿Cuál la premisa básica de Parménides?

“El ser es, el no-ser no es”.

¿Qué quiso decir Heráclito:

“Nada es, todo deviene”

“La afirmación del ser como momento del flujo universal y no como ser absoluto”.

¿Quién descubrió los fundamentos de la educación?

“Protágoras”.

Los cañonazos filosóficos, al estilo de Gonzalo Arango y sus “Nadaístas”, no paraban.

Entre charlas, chistes y palabras de amor se despedían y dividían los grupos en solitarios o “ennoviados, para caminar las pocas cuadras, hasta sus casas. En esa época el humo de la marihuana no opacaba el olor a ceiba del parque Sucre.

Anochecía. Los nuevos visitantes dejaban su charla, abandonaban los escaños. Miré en mi mano el palo del helado, y descubrí que no era defensa contra las figuras oscuras que acechaban junto a los árboles. Pasé frente al busto en miniatura de Antonio José de Sucre, el héroe de Ayacucho, y abandoné el parque.

después, caminaba hacia el parque, y justo en la esquina de la carrera catorce con catorce, donde vivió el “Mocho Jaramillo, divisé el ramaje del árbol gigantesco, y surgió la idea de dedicar unas líneas a la “sardina” del colegio Oficial cuyo nombre no olvido, y que a la sombra y olor de la ceiba, estudió conmigo en el escaño.

 

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