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Cultura  |  16 septiembre de 2019  |  12:07 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Crónica: Ángel María, ilustra y lustra

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Crónica: Ángel María, ilustra y lustra

Escrita por Luis Carlos Vélez.

Si bien una servilleta basta para escribir una canción, fue insuficiente para apuntar los nombres, sitios e historias, que Ángel María Hernández Montes recordó.

La acera que llevaba al sitio de encuentro con Hugo Cardona Fernández (“Pildorita”), adornada con bolsas de tomate, papa criolla y otras verduras, pedía un Milet quindiano que llevara al lienzo, la lucha diaria por sobrevivir de los vendedores . Hugo Cardona no aparecía por lado alguno. Álvaro el relojero jugaba domino con “El paisa”, el folclórico vendedor de dulces, que llevaba sombrero alón, bigote poblado, poncho blanco entramado de hilos verdes, y colgados en el pecho cuatro o cinco crucifijos, cadenas y camándulas.

A la pregunta sobre el paradero de Ángel María, Álvaro respondió: “Por ahí debe estar…”.

“El paisa” interrumpió: “No hace nada estaba por aquí, debe estar dando una vuelta… dé una vueltica y vuelve”.

Mi vista cruzó la calle hasta el sitio donde una vez funcionó el café Bengala. Hugo hizo señas de incertidumbre; a saltos cortos llegó a la puerta de la panadería Bimbi. Miramos a un lado y otro, tratando de distinguir entre la gente al evasivo embellecedor de calzado.

Pildorita, preocupado, preguntó aquí y allá. Sus gestos continuaron mientras decía:

“Muy raro. Quedamos de vernos en la cafetería a las once en punto”.

Pasaron dos minutos y por fin Ángel María, un hombre entrado en años, plantó al frente su elevada estatura, sus cajas para trabajar. El brillo de sus zapatos cafés de suela ancha, la pulcritud del vestido: camisa a cuadros azules y blancos, pantalón caqui; el reloj grande de pulso café, sus cabellos color arena con línea de corte a la derecha.

Su mano grande saludó con la fuerza sostenida de una tenaza; sus ojos con asomo de cansancio, miraron expectantes.

Los pasos fueron hasta el fondo de la cafetería, en busca de la mesa cercana a la cocina. Puesta la servilleta doblada y el lapicero a la espera, hubo tiempo para pedir dos tintos, un pintado. Ángel María empezó su trabajo. Tomó la punta del zapato, lo colocó sobre la plantilla inclinada de la otra caja, observó el color. Hugo Cardona preguntó:

“¿Cuántos años tiene usted, Ángel María?”. Descubrí que había revelado el propósito del encuentro y la entrevista sería a la limón.

“¿Mi edad? Los dos últimos números de mi estatura. Ochenta y dos. Tengo tantos años que cuando vine a Armenia la carrera diez y ocho estaba sin pavimentar, y era doble vía. Los fines de semana el carro tanque de agua lavaba las calles; usaban cepillos de más de un metro de ancho. La carrera diez y nueve era un camino, y a los lados, solares con cercas de alambre, hondonadas y matorrales. Pongan cuidado cómo trabajo”.

Retiró los cordones, los colgó al hombro. Empapó en agua el cepillo de dientes con mango recortado, que utiliza para limpiar el cuero, las costuras, y con una espátula pequeña retiró el barro entre el cuero y la suela.

“Nací en Neira, la capital del corcho. Pongan cuidado para que aprendan”.

Cubrió su dedo del corazón con una tira larga de tela, que ajustó al dedo rígido. Le dio vueltas al resto de tela y apretó con la mano; escarbó en el cajón de apoyo hasta encontrar el cepillo apropiado que pasó dos veces por la palma de la mano; humedeció la tira con agua, untó con cuidado betún una y otra vez en cada tramo, en todo resquicio.

“Recuerden que el agua es para que el betún dé brillo”.

Las frases largas ricas en historias desconocidas, respondieron a las preguntas cortas y a dos voces; fue fácil deducir que su baúl de recuerdos no guardaba números ni fechas precisas. En adelante bastaron tres o cuatro palabras para que Ángel María adivinara hacía donde encaminar sus recuerdos.

“Crecí en el campo. Mis padres, Luis Felipe Hernández y Ana Rosa Montes, fueron campesinos humildes. Tuvieron nueve hijos. Mi padre fue agregado de una finquita. Para ayudar en la casa trabajé en graneros, llevé portacomidas, hice mandados a los vecinos y aprendí que trabajar es duro, que trabajar para la comida de la casa es lo mejor de la vida… me llamo Ángel María Hernández Montes; claro que hace tiempo el periodista Bigotes, Germán Gutiérrez Peláez, me bautizó Angelasio…”.

Un golpecito en la suela indica cambio de zapato. Como un ritual, la primera observación y el limpiado se repite. Otro toquecito.

“Soy soltero, vivo en el barrio La Adiela, donde mi hija Gabriela; por la cancha, junto al guadual. El día más malo hago quince mil pesos, el bueno treinta… me aburrí en Neira y como sabía que aquí en Armenia vivía Mercedes, una hermana de mi mamá, ahorré para el pasaje y viajé. Mi tía vivía por Bosques de Viena. Había una ruta de buses de Transportes Camilo Isaza Cadavid, del barrio Niágara a Bosques. Tengo dos hermanos: Bernardino, que juega billar a tres bandas y arregla tacos, y Gabriel que es artesano”.

Otro golpecito.

“Fui defensa, pero hice goles de cabeza y tiro libre. Pata brava. Jugué en Águila Imperial, Real Buenavista, Deportes Caldas, y Alianza, que patrocinaba Clímaco de la Pava, que tuvo una laminadora en el edificio El Chispero. Don Clímaco ya murió”.

Bajó del cajón el segundo zapato. Un retazo de bayetilla que fuera rojo, brillante y de color indefinido, golpeó rápido la punta, los costados y el talón del zapato. Gotas de sudor asomaron a su frente, que llegadas a las cejas, sopló con vigor.

“¿Música? Me gusta la música de mi niñez, la que escuchaban en las madrugadas mis padres en un radiecito, Los tangos, las rancheras. Canciones de Los Cuyos, Los Visconti, Javier Solís, y…ah, esa que dice: No es que me dé pena, el llegar a ser viejo… y pensar que la muerte, muy pronto me ha de llegar… La pena de mi viejo, sí. La canta Rodolfo”.

Terminado el golpeteo lustrador, volvió a cubrir el dedo con la tira de tela, para aplicar betún y repetir el proceso por segunda y última vez.

“Estudié hasta quinto de primaria, el resto me lo enseñó la vida: trabajar, ser honrado, respetar a los demás. Me gusta leer los periódicos, y cuando terminan las noticias de Telecafé, como dicen, apagó la vela y a dormir, porque madrugo a las seis”.

Poco a poco metió con cuidado sus herramientas a la caja. Noté que empezaba a entrar la clientela a Bimbi, que el espacio en la servilleta se agotaba. La mente de Ángel María entró en una especie de pulsada entre los recuerdos y el olvido. Acordé otra lustrada para el domingo.

Hugo Cardona salió adelante y esperó en la puerta. Ángel María siguió mis pasos. En la puerta acomodó la caja para sentarse. Otro apretón de manos, y “hasta luego”. Hugo miraba arriba y abajo. A la pregunta de si esperaba algo, contestó:

“Uno nunca deja de ser periodista; aunque no tengo quien me escuche ni lea, siempre espero a que en cualquier hora y lugar asome la noticia. Esos gajes se vuelven costumbre, no se olvidan, con ellos me entierran”.

El domingo a las once de la mañana, sentado en una butaca alta, con otro reloj de pulso, otros zapatos, y dentro del vestido impecable Ángel María resolvía un crucigrama. “El paisa” jugaba ajedrez. Dos o tres vendedores ambulantes ofrecían bolsas de verduras. A la libreta le sobraban páginas en blanco. En la cafetería Bimbi, faltaban mesas desocupadas, Ángel María guardó el crucigrama, cedió la butaca, empezó a lustrar.

“Anoche le eché cabeza. Calculo que llegué aquí a los veinte años. Duré una semana sin trabajo. Como mi primo salía todos los días a embolar por las calles de Armenia, me iba con él, me paraba a verlo embolar. Me dieron trabajo en una finca y ganaba dos con cincuenta a la semana, siempre con la idea de ir por mis padres; ahorré lo que podía, los traje, y murieron a mi lado. Un sábado, mi tía Mercedes me notó aburrido y le dijo a mi primo que me enseñara, que ella me regalaba la caja de embolar. Y así fue. Mi primo Carlos hacía recorridos y yo me paraba en la puerta del café La Cigarra, de don Lincoln Marín, frente al Ley. Por la primera embolada me pagaron dos pesos. Imagínese, con una me ganaba lo de una semana en el campo. De tanto verme, don Lincoln terminó por dejarme entrar. Para agradecerle me ofrecí a ayudarle al maquinista, a barrer y trapear el salón todos los días al mediodía y por la noche”.

Entre limpiar, embetunar, conversar, pasó el tiempo; Ángel María estaba por terminar su lustrada.

“Empecé a ir de La Cigarra a El Polo, en la calle diez y ocho. Cuando don Lincoln me dijo que podía dejar la caja en la bodega me di cuenta que me tenía estimación, pero cuando me pidió que le cuidara la casa porque se iba de paseo, por ocho días a Medellín con su familia, supe que reconocía mi honradez. Después puso La Cigarra una cuadra más abajo, por donde estuvo la escuela Alejandro Suárez, ahí al frente de donde queda Telearmenia; yo lo seguí pero el trabajo se puso malo… tanto que don Lincoln tuvo que alquilar una parte al peluquero, quien me dijo que me asomara por el café Bengala…”.

Ante un intento de interrupción para que descansara, Ángel María respondió:

“Espere, espere, yo le cuento y verá…, espera y vera que ya me estoy acordando en forma…”, y dio el último toque a la punta del zapato.

“Me fui para El Bengala, que tenía un solo billar. En esa época don Emilio Valencia compró el café, y me pagaba por asear el salón. El café era un rancho viejo. Don Emilio le alquilo a un señor de Calarcá; por un hueco que mandó a abrir en la pared, sacó el banqueo, para ampliar el local y colocar más mesas de billar. Don Emilio le regaló el café a un hermano. ¿Cómo era que llamaba…?”.

Ángel María calló, siguió buscando en sus recuerdos el nombre que olvidaba.

“Le dijo al hermano, no le ayudo como quisiera, pero le cedo el café para que trabaje por sus hijos. ¿Cómo era que llamaba? Bueno, ese hermano murió en el alud de Armero. El terremoto del noventa y nueve me cogió en El Bengala. Escuché un ruido por debajo de la tierra, y después, corra que corra todo mundo. No me emborrachaba ni amanecía en la calle. De joven tomaba aguardiente, pero a las doce de la noche me iba. Tampoco cogí un taco ni me gustaba el billar. Tuve como clientes a Clímaco Uribe, Bigotes, Henry Pineda, a muchos periodistas, políticos, Juan Zuluaga, Silvio Ceballos; al “Mocho Jaramillo” le cobraba media embolada. No creo en políticos, pero voto por el que me convence con buenas propuestas. Creo en Dios y María Santísima”.

El olor a cocido que salía de la cocina, y la entrada de los primeros clientes avisaron la cercanía del mediodía.

“Usted no cree, pero me gusta hacer favores a los que uno sabe que necesitan, pero les da pena pedir. Nunca me acosté con hambre. Bendigo mi trabajo. Del Armenia de ayer recuerdo sus fiestas, los desfiles de la familia Castañeda, las casetas La Bomba y Matecaña, los amigos con los que bajaba por la diez y ocho visitando cafés y otros sitios… los cafés La Estrella, El Destapado de don Humberto Arcila. Los almacenes de discos, Sadiscos, de William Gonzáles, Hesco de Hernando Escobar, Emporio Musical. Vi al primer hombre en la luna en un televisor grande que pusieron en una ventana del segundo piso del Banco Cafetero. Don Armando, el dueño de Bimbi, también me estima mucho”.

Ángel María se negó a recibir el pago por su trabajo.

Se levantó y como despedida, dijo:

“¡Antes de que se me olvide, el nombre del hermano de Emilio Valencia, era Arnulfo!”.

Luis Carlos Vélez Barrios

Armenia, septiembre 13/19

Integrante de tertulias Comfenalco, La Estación, y Biblioteca Municipal.

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