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Columnistas  |  08 julio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

MEDICINA PARA SANAR EL RENCOR

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ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

El padre de Facundo Cabral abandonó el hogar antes de que el cantautor naciera. Tiempo después, la madre de Cabral fue echada de la casa junto a sus pequeños hijos, por eso más tarde escribiría “no soy de aquí ni soy de allá”.

Una noche, terminado un concierto, Facundo recibió la visita inesperada de su padre. “Lo reconocí porque era igual a la foto que mi madre siempre había guardado, pero con el pelo cano”, contaba Cabral.

Un día Cabral dijo sobre su padre: “Mi padre agotó el odio en mí, lo odie profundamente, había dejado sola a mi madre con siete hijos en un desierto insoportable. Murieron cuatro de hambre y frío en ese tiempo. Sobrevivimos de milagro tres”.

En ese momento, por su cabeza pasaron muchas cosas, pero recordó las palabras de su madre: “Vos que caminas tanto, algún día te vas a encontrar con tu padre. ¡No cometas el error de juzgarlo! Recuerda el mandamiento: honrarás al padre y a la madre. ¡Segundo!, ese hombre que vas a tener enfrente es el hombre que más amó, más ama y más ha amado tu madre. Tercero, lo que corresponde es que le des un abrazo y las gracias porque por él estás gozando las maravillas de Dios en el mundo.”

Facundo contaba: “Por eso cuando vi a mi padre nos acercamos, nos abrazamos y fuimos grandes amigos hasta el final de sus días. Aquella vez me liberé, dije: ‘Mi Dios, qué maravilloso es vivir sin odio”. Me costó años perdonar y pude hacerlo en un segundo. Y me sentí tan bien”.

Cuando somos víctimas de mezquinos, lo mejor es evitar los reclamos. Tampoco es conveniente guardar rencores. La clave es ignorarlos y mostrar que se está por encima de ellos. Los rencores no dejan nada bueno, son una espina para quien los guarda. Estos pesan y, con el tiempo, solo producen enfermedades.

Recuerdo que una vez mi padre llegó a la casa con contusiones. Uno de mis hermanos le preguntó que le había pasado, él comentó que un ciclista distraído lo había atropellado. Cuando le pregunté, por qué no lo había denunciado a las autoridades, él me contestó: “- No, ni siquiera lo miré para no sentir rabia ni rencor...

Olvidar lo que nos hacen, agregó, es bueno para la salud y nos permite decir con tranquilidad: Padre nuestro: “... perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...”

Uno de los personajes más valiosos de la Armenia de antaño era el sacerdote Londoño. Sobre él, le escuché a Alberto Gutiérrez lo siguiente: “El padre Londoño era de mediana estatura, obeso y con un sentido del humor extraordinario. Los taxistas lo recogían y no le cobraban las carreras; las gentes lo buscaban para recibir sus consejos. En cierta ocasión, un feligrés le pidió que lo escuchara en confesión, el padre accedió de manera amable: - Padre, yo le tengo rencor a fulano, me ha hecho demasiado daño - dijo el parroquiano. Debes perdonar como Cristo lo hizo. El rencor solo perjudica a quien lo siente - replicó de manera bondadosa el sacerdote. ¿Cómo puedo perdonarlo, cuando perjudicó a mi hermana, insultó a mi madre e hirió a mi padre? - agregó airado el feligrés. Ante esa narración, el padre entre desconcertado e imaginativo le dijo: “Vea hijo, hagamos una cosa: repartámonos ese rencor, porque es imposible que entre los dos no seamos capaces de perdonar a ese miserable.” El parroquiano nunca olvidó la lección implícita en la ingeniosa frase del padre Londoño, y se encargó de difundir la anécdota entre sus amigos.

“No hace falta saber cómo perdonar. Basta estar dispuesto a hacerlo. Del cómo ya se ocupará el universo.” (frase tomada del portal: “www.mantra.com.ar/)

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