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Cultura  |  12 julio de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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La jubilación del señor Tinoco

Por Libaniel Marulanda

Por el sólo hecho de romper la rutina, hasta una muerte era bien recibida en el Instituto. Y esa, como todas las muertes, estuvo comentadísima en los pasillos. En la cafetería, y con una rigurosa eficacia y prontitud, a la hora del deceso de Epaminondas Tinoco ya se sabía que Tulia lo vio pasearse frente a la ventanilla de la Tesorería, aunque él ya se había jubilado cuatro meses antes, sin que volviera al Instituto.

Eso era lo normal: rodear toda muerte de un funcionario de las más extrañas circunstancias. A veces era una mariposa negra, grande y fea, que colgada de una puerta presagiaba el deceso o, como sucedió con él, su fantasma deshaciendo los pasos. Y Tulia, con esa obsesiva manía de ponerle diminutivos a todos los nombres, repitiendo a cada momento que a las once de la mañana había visto a Tinoquito pasearse en frente de la Tesorería, y ella, que estaba en la ventanilla atendiendo público, pudo notar que estaba pálido y ojeroso.

Marco Antonio, el flaco de Supervisión, de enredado hablar, a quien todos en el Instituto señalaban como un perrito faldero de su jefe, con la misma facilidad con que delataba a los compañeros que llegaban tarde o se volaban, dejó entrever la posibilidad de que Epaminondas Tinoco estuviera implicado en un “chanchullo de alto turmequé”.

El difunto se dio el gusto póstumo de que a la funeraria fuera su máximo Jefe, erigido en supremo impugnador de la anterior administración, a quien no pudo conocer más que en las fotos que publicaba la prensa con la regularidad con que se iban descubriendo los deslices, peculados y maniobras de sus predecesores.

Del muerto siempre se dijo que era muy ahorrativo. No se estrenó un vestido ni siquiera el día que cumplió los veinticinco años de servicio y fue condecorado. En esa fecha, incluso, hubo presidente a bordo con motivo de los diversos actos con los que el Instituto celebró también los primeros veinticinco años de no alcanzar los objetivos para los que fue creado.

En opinión de muchos funcionarios, a Epaminondas Tinoco jamás lo vieron participar en un viernes cultural, jugar una mano de tute, o tomarse un trago. Siempre ocupó el cargo de Jefe de Sección DSA-16, con un buen sueldo. Solo, soltero y sin obligaciones conocidas, pagaba arriendo congelado en un barrio que en lo social se había ido desvalorizando hasta convertirse en zona negra.

Hasta el Jefe de la División de licitaciones y compras, con el aire de gravedad que le confería a todo cuanto expresara el hecho de tener, además de jerarquía, unos ingresos no declarados tan altos como de ignoto origen, dos amantes que se encontraron en el entierro, y un carro importado, una vez dijo que todo lo que se ponía el difunto le quedaba o muy grande o muy pequeño porque era de segunda, tal vez comprado en el mechero de la plaza España.

La secretaria del doctor Guarnizo, que tenía las piernas más bonitas del Instituto y una sobremaquillada cara de puta en decadencia, sostenía aquella tarde, luego del entierro, que a Epaminondas Tinoco los ladrones le habían hecho varios intentos y que no encontraron qué llevarse: que si tenía plata, estaba colocada a interés o en depósitos a término fijo, que nadie sabía a dónde iba a parar aquella que con toda certeza le sobraba del sueldo, que apenas saludaba entre dientes y que, encima de todo, apestaba con su axilosis .

El Instituto seguía discutiendo a viva voz la causa del deceso de Epaminondas Tinoco y poco a poco se formaron dos bandos: los que, al igual que Marco Antonio, el flaco de Supervisión, con la misma facilidad con que hacía sancionar a sus compañeros, insistiendo en la posibilidad de que el muerto hubiera estado implicado en un gigantesco fraude al Estado, y el otro grupo de funcionarios que opinaba que Epaminondas había pasado a mejor vida porque no fue capaz de acostumbrarse a la nueva rutina de ser pensionado. Siempre fue introvertido, taciturno y tacaño, coincidían al final de sus especulaciones los dos bandos que se formaban en los pasillos y en la cafetería del Instituto. Y era cierto: Epaminondas nunca contó nada ni confió en nadie y acaso nunca quiso a nadie y por eso al final de cuentas resultó desahogándose con la primera persona que encontró a mano: el médico que por azar lo atendió en su calidad de afiliado de la Caja de Pensión.

El médico, a quien le importaba más los pacientes particulares que se aglomeraban en su consultorio del norte, atendió en las horas en que no estaba ayudando a bien morir a los viejitos de la Caja de Pensión, tuvo que revestirse de paciencia y escuchar todo cuanto quiso contarle Epaminondas, como si no hubiera sido suficiente con tener que desplazarse en la desvencijada ambulancia hasta el sitio donde Epaminondas Tinoco, en calamitoso estado, había solicitado una consulta domiciliaria de urgencia.

Y por primera vez en muchos años, dijeron luego en el Instituto los empleados, el servicio domiciliario de la Caja de Pensión funcionó con una celeridad sólo comparable con la que se regó el chisme de la muerte de aquel.

Epaminondas Tinoco ya estaba cansado de hacer cola en la Caja de Pensión cada mes, no le importaban los reajustes a su pensión, no pretendía ocupar su tiempo escribiendo cartas a los periódicos o presidiendo juntas de acción comunal y de pensionados: durante treinta años había ahorrado más de la mitad de sus ingresos. Y esta suma, considerable para un empleado, unida a la liquidación de sus cesantías y otras arandelas, iba a permitirle terminar sus días muy bien, casi como si fuera rico. Todo esto le contó al médico y además le confió todos sus odios, acumulados durante veinticinco años con la misma paciencia que sus salarios, y los anhelos que durante su larguísimo transitar por los caminos tortuosos de la burocracia oficial, cultivó quincena tras quincena. Por último, le contó hasta sus fantasías sexuales y todo el placer que experimentó cuando hizo su primer retiro en treinta años del Banco de Ahorros, con el único fin de derrochar el dinero en un restaurante con servicio francés, con una damita de compañía de glosada conducta, obtenida en una casa que anunciaba estos generosos servicios en los avisos clasificados. Y después de los platos flameados y la asistencia sexual de la muchacha, que con verdadera vocación de servicio lo acompañó al sofisticado motel, en esa orgiástica noche en que quiso vengarse de la vida por los treinta años de abstinencia padecidos, llegó la trombosis. Por eso el médico tuvo que esforzarse tanto en comprender las frases, que con dificultad hilvanaba su paciente.

Ocho días después de que el enfermo abandonara la clínica de la Caja de Pensión en silla de ruedas, el médico se enteró por la prensa de que éste había ingerido una sobredosis de somníferos. Fue el menos sorprendido porque, al fin y al cabo, sólo él conoció el motivo que lo indujo a matarse, desde treinta años atrás, de hambre y privaciones de quincena en quincena con el único objeto de vivir con holgura cuando ya era tarde. Este final, analizado con frialdad desde su posición de médico de categoría, no sólo era la mejor opción sino que, además, no le importaba.

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