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Cultura  |  14 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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JARDÍN DE OTOÑO

JARDÍN DE OTOÑO

Por Auria Plaza

–Negra, ya me voy –Avisa él desde el balcón.

–Estoy en el jardín –responde ella.

– ¿Necesitas algo?

Ella para sí «que no regreses» y dirigiéndose a él:

–Arroz chino, no tengo ganas de cocinar.

Es la rutina de todos los días. Se dispone a salir, viste informal, es muy cuidadoso en su arreglo y siempre tiene ese olor a limpio de Jean Marie Farina de Roger & Gallet. No sabe que ocurrió, se quedó mirando a su esposa que estaba trabajando en el jardín… «Parece escapada de un cuadro de Monet» –Pensó– El sol entre el ramaje la baña y en ese momento está acariciando los jazmines. Casi siente en su rostro sus finos dedos rozándolo.

Carlos no resiste el hechizo. Esa imagen le hizo despertar sentimientos adormecidos. Quiso sentirse cerca de Fabiola. Con su andar ágil, a pesar de sus sesenta y cinco años, deja el balcón y va donde está ella.

–Si te espero y vamos juntos…

–Ni siquiera sé a dónde vas –dijo ella.

–Eso no importa. Iremos a donde tú quieras.

Ella, sorprendida, se le queda mirando. Sólo salen para ir a misa y de vez en cuando a cumplir con los compromisos sociales. Ya ni televisión miran juntos, ella prefiere leer mientras él ve deportes. Nunca le pregunta a dónde va, cuando sale todos los días, después del desayuno. Ni le importa saber qué hace en las noches cuando llega tarde.

–Yo lo que quiero es desaparecer. Irme a un lugar donde no me conozcan. Ser otra. ¿Conoces un lugar así? –preguntó ella.

–Creí que estabas contenta con tu vida –protesto él– siempre haces lo que quieres.

–¡Lo que quiero! –Exclamó ella levantando la voz– Tendrías que decir más bien ¡Lo que se esperaba de mí!

–¿Qué? Jamás te exigí nada.

–¿Acaso me preguntaste alguna vez qué siento… qué pienso como mujer?...

–… ¿Como mujer? –interrumpió él– Tú nunca tenías tiempo. Los hijos para ti estaban primero.

–Amor –suspiró ella– lo que yo hubiera querido es que me amaras.

–Pero… ¿De dónde sacas que no te amo? Te he venido amando desde el día en que te conocí. ¡Nunca he dejado de amarte!

–Tus silencios… Ellos me hablaban de desamor. He aprendido a vivir sola, a no sufrir cuando venías tarde oliendo a perfume barato.

–Siempre estabas cansada. Mis caricias en público te molestaban y en la intimidad de la alcoba las recibías como si fuera una obligación.

–Nunca dijiste nada ¿Por qué no reclamaste?

–Creía que si no te molestaba con mis ímpetus y me amoldaba a tu estilo de querer era lo más parecido a la felicidad.

–Ya ni me acuerdo de cuando fuimos felices –dijo ella–. Tal vez los primeros años… de eso hace tanto.

–Qué tontos hemos sido. Todavía estamos a tiempo…

–… ¡A tiempo! –Grita con angustia Fabiola– ¿De qué?, ¿De seguir compartiendo esta soledad?

–No, no estamos solos. Nos tenemos el uno al otro…

–…Solo se tienen los que se aman –interrumpe ella.

–Estoy pensando que… Puedes rechazarme, estás en todo tu derecho.

Lo miraba incrédula; nunca lo había visto tan humilde. El vaciló, luego dio dos pasos, la abrazó fuertemente y con los ojos brillantes por las lágrimas le pregunto:

–¿Me perdonas? Te prometo que todo cambiará y que los años que nos quedan sólo viviré para hacerte feliz.

Ella, tan delicada siempre, se zafó del abrazo con brusquedad y una rabia que venía reprimiendo desde hace años. Rabia con ella misma, por haber vivido esa farsa de la familia perfecta, que lo fue hasta que se marcharon los hijos y de la que lo hacía objeto a él por ser tan ciego y no darse cuenta de que nada estaba bien.

Carlos, asombrado, se quedó mirando ese rostro hermoso enrojecido por la furia. Nunca la había visto así. El sombreo que ella llevaba puesto, para protegerse del sol, se había inclinado y dejaba escapar unos mechones de cabello, que él hubiera querido acomodarle detrás de la oreja; resistió la tentación. No era el momento para esos gestos. La tomó delicadamente:

–Ven sentémonos en ese banco.

El banco estaba debajo de una pérgola de clematis y mandevillas. Recuerda cuando mandó hacer la estructura metálica hace muchos años, a pedido de su esposa. Él mismo le trajo las plantas desde Fusagasugá.

–Ese fue uno de tus sueños –dijo, señalando con un gesto conciliador alrededor.

–Sí, el jardín. Al principio me acompañabas a los viveros. Contrataste a un jardinero para que me ayudara. Luego perdiste interés y me dejaste sola.

–Ya no me necesitabas. Era tu proyecto, te sentías tan orgullosa.

–¡Siempre lo mismo! Creías… Pensabas…

–Es verdad, qué equivocado he estado todos estos años.

Fabiola se quedó pensando y dirigiéndose a Carlos:

–Uno de mis sueños y el otro ¿Cuál era?

–Viajar… Eran los planes para cuando yo me jubilara.

Fabiola se levantó del banco, arrojó el sombrero con gesto brusco. «Tanto cuidarme del sol, de hacer lo que me enseñaron, ser una señora digna. Siempre lo he culpado a él de esta vida monótona, es hora de que acepte que yo también tuve la culpa. Las heroínas de las novelas como Madame Bovary y Ana Karenina me escandalizaban. La pasión y el placer sexual me han parecido indecentes». Con paso rápido y enérgico se dirige a la casa, siente dentro de sí un fuego desconocido, un deseo de vivir. Recuerda unos versos, no sabe de quién son o tal vez son producto de su imaginación: Quiero sentirme libre, libre de ataduras, libre de cadenas, volar sola tras el viento, volar sola tras mis sueños. ¡Viajaré! Sí… será una aventura en busca de mi misma, si me equivoco de camino, si me pierdo no importa. Como dice Saramago “Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido…”

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