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Cultura  |  20 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

La alegría de leer

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La alegría de leer

Por Auria Plaza

Desde que murió mi madre empecé a vagar, permanecía en cualquier punto de la geografía, sin sosiego ni interés por nada ni nadie. Cuando no podía más con el tedio, escogía otro pueblo, otra ciudad que, quizás, lograra sorprenderme o tan sólo atraer mi atención.

De improviso, el único miembro de mi familia falleció, me dejó en herencia una finca, de la cual conservaba dos imágenes: su paisaje y la enorme cantidad de libros atesorados en la biblioteca. Ésta me impulsó a quedarme por un tiempo en el lugar. Podría vender la propiedad, después de leer lo que me interesara. Mientras tanto debía hacer algo y me decidí por una de las tantas cosas del campo: recoger la leche del ordeño de la zona.

La labor era sencilla, los campesinos todas las mañanas la traían a la orilla de la carretera en baldes y yo, con un jarro, medía la cantidad de botellas que iba traspasando a las cantinas. Les daba un recibo como comprobante y los sábados era el día de pago. Al terminar el recorrido la llevaba a la enfriadora de la finca adonde venían a buscarla los de la pasteurizadora en un carro-tanque.

Como me parecía muy aburrido lo de medir, empecé a traer conmigo un muchacho, hijo de la cocinera, para reemplazarme mientras yo, cómodo y calentito dentro del camión, leía y expedía los recibos. Se fueron deslizando los días, las semanas. Empecé a tomarle aprecio a Eusebio. Una mañana me preguntó:

–Patroncito, ¿qué es lo que tienen esos libros?

–Palabras –le respondí simplemente.

Al mediodía, cuando terminamos de recoger la leche, le ordené que, en lugar de ir colgado atrás, se sentara a mi lado y mientras yo conducía le contaría acerca de los libros. Esa noche elegí Las aventuras del Capitán Alatriste. Era tanto el entusiasmo por las historias que escuchaba, que luego de poner a enfriar la leche, lo invité a continuar la charla y almorzamos juntos en la cocina. A su mamá no le gustó mucho la familiaridad del chico conmigo y así me lo expresó:

–Patrón, el Eusebio debe comer con los trabajadores, no es bueno darle tanta confianza.

Cuando íbamos por el Sol de Breda, me pidió permiso para entrar a la biblioteca. Después de las cuatro, al finalizar sus labores, vino y me consultó la ubicación de los libros de Pérez–Reverte.

–Éste es el siguiente, ¿verdad? –señalando El oro del rey

–Sí –le contesté ¿Quieres leerlo?

–Leo remal –me dijo en un susurro y colorado hasta las orejas.

–Eso tiene arreglo. A partir de hoy vas a leer por una hora en voz alta. Yo te voy corrigiendo… ya verás, pronto leerás muy bien y no vas a necesitar que sea yo quien te cuente estas historias.

No tardó mucho en leer con la entonación y el ritmo preciso. La cabina del camión lechero se convirtió, no sólo en espacio de lectura, sino de discusiones, pues sentía la necesidad de alimentar el hambre propia de una inteligencia innata, de enseñarle a pensar. El cielo puro en el horizonte nos cubría como un manto.

Eusebio era muy diestro en su oficio, las muchachas salían al camino a ponerle conversación, sin embargo, él no se demoraba. Al principio pensé que había alguna chica a quien quería impresionar, pues últimamente se le veía muy acicalado. Su pantalón blanco de dril y su camisa de algodón bien planchados. Dejó de usar las botas pantaneras, las cambió por zapatos deportivos. Se le veía muy cómodo y feliz.

En cambio, yo, estaba intranquilo, mi vida alterada; me sentía Aschenbach, con menos años, y en lugar del joven polaco, a mi lado tenía este adolescente de ojos claros y cabeza rubia a quien quería acariciar. Nunca hasta ahora me había sentido atraído por los de mi mismo sexo.

Al principio este sentimiento lo creí cariño, como afecto cuasi fraternal; un miedo no consciente me llevó a querer auto-engañarme. En las noches peleaba con mi insomnio, su imagen y su voz se prendía a mi pánico de que amaneciera, y con la luz del día se hiciera más evidente esta pasión contenida. Cuando al fin lograba dormirme tenía sueños eróticos, las sábanas amanecían húmedas.

Levantado antes de despuntar el alba, intranquilo me ponía a leer, hasta que la luz violácea, teñida con amarillos y rojos de la mañana, me volvía a la realidad. Con el anuncio de una nueva jornada, una parte de mí me siseaba quedarme, enviar a otro; pero el deseo de verlo se iba apoderando de mi voluntad y yo entregado a ese anhelo.

Cansado de esta lucha cotidiana decidí irme a vivir a la ciudad. Finalizada la tarea diaria y antes de llegar a casa, estacioné el vehículo y le comuniqué mi determinación.

–Me ausentaré por un tiempo.

–¿Por eso quiso que aprendiera a manejar? –me interrogó Eusebio con una voz quebrada por el llanto en donde se confundía rabia y angustia.

–Sí. Además, es lo mejor para ti. Te pagaré lo suficiente. Ya no tendrás que hacer trabajo de campo. Te quedará tiempo para estudiar.

Todo en la cabina del camión había cambiado, esa alegre atmósfera de la que siempre estaba impregnada ahora se tornaba triste. Como cuando el azul limpio del cielo se empieza a cargar de celajes oscuros anunciando tormenta.

–¡No!... Si se va, me lleva con usted. Lo quise desde el primer día, a pesar de no tener ninguna posibilidad… Cuando me mandó a subirme en la parte delantera del camión fue como un sueño. ¡Un campesino como yo! Siempre he sido distinto, por eso dejé de ir a la escuela. Pero no voy a seguir negando lo que soy, lo que siento.

Sus manos buscaron las mías que fueron prestas al encuentro, se golpearon los dientes en el choque apasionado del primer beso. Éramos torpes, pero nos invadía el mismo hechizo. Descubrimos que nuestras pieles se necesitaban y que nuestros espíritus aspiraban a unirse, sin preocuparnos de lo que pudiera separarnos. Recordé los versos de García Lorca:

“Tú nunca entenderás lo que te quiero/porque duermes en mí y estás dormido/Yo te oculto llorando, perseguido/por una voz de penetrante acero”.

La cabina del camión lechero volvió a ser ese lugar de calma, se fueron los nubarrones, el viento tibio nos envolvió; los rayos del sol iluminaron sus cabellos, mis dedos volaron en alas de ese deseo tantas veces contenido y, entretejiéndolos con sus rizos exclamé:

– No va a ser fácil…

–Sí, lo sé. Compré este libro de poesías en el pueblo –entregándome un pequeño libro que llevaba escondido entre la piel y su camisa–, agregó: lo leeremos juntos esta noche.

Nota Este cuento fue publicado en la Antología Relata 2015

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