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Cultura  |  03 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

De la tienda puerto nuevo al colegio Rufino J. Cuervo de Armenia.

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Un texto de José Gabriel Rebellon. Cincuentenario Rufinistas 1970-2000, Armenia Quindío

Un imberbe rufinista quiso contarnos un trozo de su vida; de aquellos años juveniles en donde el dinero era escaso y había que trabajar en la legalidad, para obtener recursos y vivir aceptablemente.

Le correspondió vivir esa época de la adolescencia en una tienda. Se llamaba Puerto nuevo, en recuerdo de un tango que gustaba a quien la fundó, Luciano Rebellon. Estaba ubicada en una esquina de la carrera 12 con calle 20, frente del cuartel de la policía nacional de Armenia.

Era un sitio estratégico, dirán los sabuesos comerciantes de hoy, donde primaba para ellos el lugar que garantizaba el tráfico de personas, visibilidad, y un vecino fundamental: la plaza de Bolívar.

Antes era garantía de seguridad para los vecinos tener policías cerca; hoy es alto riesgo.

Comentaba el fulano de esta narración que la tienda ofrecía a su clientela: alimentos básicos, licores, comidas preparadas, carbón y petróleo, ollas y recipientes, gaseosas, cervezas y aguardiente blanco y amarillo, y variedad de cacharros.

Sobresalían las ventas de café con buñuelo, gaseosas con pan y salchichón, pony malta con leche, cigarrillos pielroja, caribe y sucre sin filtro.

Los clientes escuchaban música en un viejo radio, en la única frecuencia a.m. donde Caracol predominaba por tener, entre otros programas, a la 1.30 de la tarde al montañero paisa de Guillermo Zuluaga con las “aventuras de Montecristo”, el mejor humorista de Colombia.

Los domingos su audiencia se vestía de patria, con programación de bambucos, torbellinos, pasillos y guabinas.

Todelar, la competencia radial, era líder en radionovelas. En la noche los Chaparrines, cómicos campeches peruanos, hacían de las suyas.

La tienda tenía dos empleados: Luciano, el anciano dueño y Argemiro, el joven sobrino.

El horario, todos los días de año desde las 6 a.m. hasta las 8.p.m., en extenuantes jornadas laborales comentarán ahora, normal en este tipo de negocios del ayer.

El dicho popular se tenía que cumplir: “el que tenga tienda que la atienda o si no, que la venda”.

La remuneración de don Luciano y Argemiro consistía en repartir una mínima parte de las utilidades por las ventas, y dejar el resto para comprar de contado y con mesura aquello que necesitara la clientela, pues don Luciano no era amante de las deudas.

Desde los 10 años Argemiro laboró en esta miscelánea en donde le correspondió vivir en improvisada habitación, en la trastienda o deposito, donde tendían dos catres plegadizos como dormitorio. La ropa se mandaba a lavar. Aquel “apartamento” constaba, además, de baño completo y cocineta. El vestuario se guardada en baúles de cedro negro.

Estas condiciones eran suficientes porque consideraban que poseían lo necesario para vivir.

Para Argemiro fue maravilloso este ritmo de vida toda vez que, a la temprana edad de once años quedó huérfano de madre. Al padre no le conoció. Luciano su tío materno, fue todo en uno para Argemiro: hizo de padre putativo, compañero, amigo y familia.

Argemiro no pudo hacer cosa distinta que repartir su tiempo en ir de puerto nuevo al Rufino, atender la tienda y hacer tareas del colegio en las noches.

Los juegos, las charlas con los amigos, el deporte y la diversión quedaron relegados para el futuro incierto.

Una adolescencia especial tuvo el rufinista que, por fortuna, terminó sus seis años secundarios sin repetir alguno, aunque validó materias todos los años.

La tienda quebró por exceso de confianza en la honorabilidad y cumplimiento en el pago de los fiados entregados a la clientela y se cerró cuando el ayudante del viejo Luciano cursaba sexto de bachillerato.

Entonces, el alumno rufinista tuvo que emplearse como ayudante de Juancho, el fontanero, y terminó haciéndose fuerte en arreglar canales y goteras en techos, destapar cañerías en salones de belleza, y lo relacionado con reparaciones de sanitarios, lavaplatos y lavaderos en varias viviendas de Armenia. Confiesa Argemiro que en estos oficios perdió lo poco que tenía de soberbio.

Luego, en junio de 1971, el bachiller rufinista ingresó a una gran empresa comercializadora en donde laboró 32 años, hizo meritoria trayectoria laboral, conoció a su esposa entre las empleadas, y logró la anhelada pensión.

El actor de este relato agradece a su anterior empresa las experiencias vividas, la formación de una nueva mentalidad, espiritualidad y personalidad, y llegar a comprender que todo lo que sucede se debe aceptar, valorar y superar.

Reconocimiento especial, expresa Argemiro, para la tienda Puerto nuevo de don Luciano y el colegio Rufino J. Cuervo de Armenia, recintos donde fundamentó su responsabilidad.

Argemiro nunca dejó de ser tendero. Anheló ser maestro, pomposamente se dice ahora, docente. Incluso, para tal fin, cursó varios semestres de Bioquímica en la Universidad del Quindío.

Por eso entiende que lo mejor, en la vida, siempre es lo que sucede.

 

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