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Cultura  |  06 diciembre de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Edición web

El lago del bosque

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El lago del bosque

Por Auria Plaza

Las dos niñas se alejan recogiendo flores silvestres y se adentran en el bosque; felices desconocen el conflicto que se está fraguando. En la casa la madre discute enojada con el esposo:

–No es posible que después de tantos años de sacrificios tú me vengas a decir que te marchas, que me abandonas. Hice todo por ti. Trabajé, atendí la casa, las niñas no te molestaban para que pudieras hacer tu vida. 

–Mujer, cálmate… Hagamos esto como personas civilizadas…

–…¿Civilizadas? –Las carcajadas histéricas de ella se introducen por cada hendidura de la casa y sin parar de reír continua– ¿Cómo te atreves a decir que lo único que te importan son tus hijas? Nunca tuviste tiempo para ellas. No le cambiaste un pañal, ni trasnochaste cuando estaban enfermas. Soy yo quien las llevo al colegio, a las clases de gimnasia, a los cumple de sus amiguitas.

–Por eso mismo –le contesta él con voz calmada– quiero recuperar el tiempo perdido, vivirán conmigo y tú las puedes tener en las vacaciones, sé lo mucho que las quieres.

–No tienes ningún derecho a separarlas de mí –dice ella enfurecida.

–La ley me ampara. Son mis hijas, no tuyas. Te hiciste cargo de ellas cuando su mamá murió y por eso te estaré eternamente agradecido.

La discusión se tornaba cada vez más acalorada, hasta que él, cambiando de actitud, con tono conciliador logra apaciguar a la mujer, quién después de exigir, suplicar, amenazar terminó llorando mansamente.

–Me lo debes todo –dijo– mirándolo compungida.

–Sé que estoy en deuda contigo, pero no por eso te voy a dejar mis hijas. Se van conmigo a la ciudad.

Estas últimas palabras las escucha cuando ya está saliendo de la casa. Se siente traicionada por ese hombre que ha amado, ama y seguirá amando. «Cómo puede decirme que se lleva a las niñas. Este si es un mal chiste… ja, ja, ja. Que se vaya él al infierno si quiere. Mis hijas no… Son mías y nadie va a venir a decirme lo contrario».

Apresura el paso, sabe dónde encontrarlas. Es el paseo preferido de las tres en los días calurosos. En el medio del bosque está el lago solitario. Nadie llega hasta allí excepto ellas. Es su propiedad. Mira a los pinos llorar. La resina que mana de los troncos son lágrimas derramadas por su dolor, que brillan como diamantes cuando los rayos de sol se filtran por entre el ramaje esmeralda y las iluminan. En cambio, ella se siente seca, con una rabia que le enciende las entrañas, el fuego sube hasta la cabeza, todo es turbio.

Quiere volar, llegar pronto. El calor se adensa entre los árboles. El aire se vuelve irrespirable. La maraña de la vegetación de unos troncos caídos, en el sendero descuidado, la hacen ralentizar la marcha. Salta como un animal herido entre el laberinto de cortezas y raíces que sobresalen sinuosas y retorcidas. Siempre ha vivido cerca de este bosque, nunca le gustó la ciudad, pero ahora se siente perdida.

Las sospechas de que él la traicionaba, hoy se trocaron en una certeza horrible y al pensar en ello empezó a reír con carcajadas tan violentas, que los pájaros en los árboles volaron asustados. 

–¡Estaba ciega! –murmura–  ahora… tengo que llegar donde mis hijas.

Las chiquilinas están arriba del bote amarrado en el pantalán, muy entretenidas no ven venir a la madre que les tiene prohibido acercarse al lago porque puede ser peligroso a pesar de que saben nadar. Con el corazón desbocado en parte por el esfuerzo, en parte por la furia, se detiene a arreglarse el vestido y el cabello lleno de hojas y alborotado. Se alisa la falda y con los dedos se peina. Mientras saluda aparentando calma desamarra la lancha. 

Una vez arriba besa a las nenas prende el motor y les dice:

–Vamos a dar un paseo

Las tres, en medio del lago con sus cabellos al viento, parecen náyades del bosque. Unas nubes presagiando tormenta le dan a la escena un tinte plomizo; el agua rodeada de tanto verde y sin la luz del sol se torna oscura.   La mujer no presta atención al parloteo de las niñas, su mente está ocupada por una idea fija: «Son mías, nadie me las va a quitar» y sin mediar palabras las atrae a sus brazos, las tiene un buen rato mientras balbucea palabras sin sentido. Ellas se quedan quietas, no dicen nada. Están asustadas y empiezan a temblar porque hace frío. La madre las sujeta fuertemente contra su pecho y con voz aquietada:

–Ya casi llegamos al pueblo. Vamos a tomar chocolate caliente con almojábanas –y dirigiéndose a la niña mayorcita:

–Vanesa dime ¿te gusta la novia de tu padre?

–No, no ¡yo no quiero otra mamá! ¡No quiero volver a verla!

Jennifer, la hermanita, rompe a sollozar y se abraza más fuerte a su mamá. Las tres lloran, el pueblo se ve cerca.

–Está bien. Tenemos que dejar de llorar, ¿qué va a pensar la gente? Nadie nos va a separar. Papá puede tener novia, pero ustedes siguen conmigo.

Elisa es una mujer muy conocida, nadie se extraña de verla con sus hijas. Siempre están las tres haciendo el mercado, en la heladería, de compras. No se dan cuenta de que hoy es un día distinto. Después de dejar las niñas en el café con sus humeantes tazas de chocolate y pedirle a la dueña que les ponga cuidado, algo también muy común en un pueblo, Elisa va directamente al banco, pide hablar con el gerente y anula la autorización de firma que tiene el esposo en la cuenta. Retira una suma grande de dinero. Luego va a una agencia de alquiler de autos y renta una casa rodante. Es verano y le deja saber al empleado que quiere hacer un viaje de vacaciones por el sur del país. Tiene que desaparecer por unos días y la mejor manera es irse a esconder en uno de esos lugares de acampar. Busca a las niñas. Ellas felices por la nueva aventura se olvidan del llanto y se despiden de la señora:

¡Nos vamos de vacaciones!

–¿se van solas? ¿Y su marido? 

–Él tiene otros planes y nosotras no cabemos en ello. Sus últimas palabras vuelan con el viento:

–Seremos solo las tres.

El Caimo, diciembre 2020

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