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Cultura  |  19 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Que no calle el cantor…

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Nota de la redacción: El cantante argentino Roberto Mancini, cuya voz ha estado presente en la memoria y nostalgia de la Armenia tanguera, falleció el 19 de enero de 2018 en Buenos Aires. Por tal motivo, ante su aniversario, El Quindiano reproduce en una crónica de largo aliento escrita por nuestro colaborador, el músico y cronista Libaniel Marulanda.

Tercera parte

Que no calle el cantor…

El cantor emprendió el viaje de retorno a Buenos Aires y pasaron muchos tangos antes de que yo volviera a establecer contacto con él. Cumplido también en mi caso el anhelado “veinte años no es nada”, el advenimiento del internet propició el redescubrimiento de Roberto y sus cosas. A través de los comentarios de los socios del Tango Club supe también que las afecciones de sus cuerdas vocales, que le valieron una primera operación en Bogotá en las postrimerías del restaurante Morfi Chupi, nunca fueron superadas del todo. De otro lado, las noticias y comentarios que el centenar de socios, desperdigados por el mundo, colgaban en la red llegó a ser tan abundante que era imposible leerlos. Era tal el exceso de información que terminé por aislarme durante un tiempo del club, aunque seguí en contacto eventual con él.

Empezando febrero de 2013 se me cumplió la ilusión primordial de todo tangófilo foráneo: conocer Buenos Aires. Aquellos que fuimos (como en la glosa de Celedonio Flórez) acunados en tangos de canción materna pa llamar al sueño, la conocemos sin conocerla porque a fuerza de oír y oír, nuestra memoria es un pentagrama donde todas sus calles son notas. Con esa pasión antigua la ciudad se ofrece a nuestros sentidos tal como la presentíamos. Realizado el primer deseo, el segundo no podía ser otro que el abrazo del reencuentro con el maestro y la impajaritable actualización de nuestros cuadernos, como en el colegio, como debe hacerse cuando los recuerdos son fiesta antes que lamentos. Desde meses antes estaba armado de todos los datos para ubicarlo; así que con Beatriz, mi mujer, romántica bogotana seducida por el tango, comenzó la búsqueda.

Las visitas a las cabinas telefónicas se hicieron compulsivas. El cantor no contestaba. El cantor no atendía mensajes. Los enviados al correo electrónico tampoco obtenían respuesta. De ahí que al cabo de ocho días resolví entregarle la libra de café, un par de mis libros y un disco compacto de mi autoría a uno de los miembros de la Academia Nacional del Tango, el poeta Héctor Negro. Nos reunimos justo en el primer piso del histórico edificio, donde está situado el café Tortoni, al que le escribió la letra que musicalizó la extinta Eladia Blázquez. Sentirse desdeñado por una persona que siempre se ha considerado tan cercana a nuestra historia particular y a los afectos surgidos al compás del tiempo y los vericuetos de la música, deja en el alma un sabor amargo mate y un resignado encogerse de hombros.

Igual que la hermandad tangófila colombiana, una vez conocida o, mejor, “corroborada” Buenos Aires, ya de regreso siempre quedará ladrándonos la esperanza de volver, aunque la propia existencia nos demuestre que, igual que en el registro de los paseos, las mejores fotos son las que salen borrosas o no se tomaron. Quince días son tiempo precario cuando se pretende transitar por aquellos lugares que recrearon poetas, músicos y orquestas en radios y rocolas de bar, esa multitud de recuerdos que los de abajo comenzamos por bautizar con el nombre de “melodía”, desde una lejana juventud. Para la época del regreso a casa, en Calarcá, descubrí una emisora que transmitía en señal digital. ¡Oh sorpresa!, que consigue crecer como un feliz asombro, proporcional a nuestra ignorancia: era justo la emisora del Tango club de Mancini, dedicada a la difusión de “melodía”.

Tras seis meses de audiente fidelidad, armado de valor un día volví a escribirle a Roberto. Comencé por hacerle un recuento del frustrado encuentro. Y entonces supe la verdad y las razones de su silencio durante los días en Buenos Aires. Ilustré el email con las fotos de obligada exhibición para el turista que atraviesa la Nueve de Julio, le pone un cigarrillo al mudo en La Chacarita, compra libros viejos en San Telmo, posa junto a Borges, Alfonsina y Carlitos en el Tortoni y cena en la Esquina de Homero Manzi. En algunos correos, leídos por venturosa casualidad, me había enterado de la sugerencia de un fan: hacer una cadena de oración para pedirle al de arriba su intervención en la cura de una dolencia del gran timonel del Tango club. Con su proverbial celeridad contestó el dolido interrogante:

“¿Cómo estás muchachón? Mirá: el panorama es que padecí un cáncer en la cuerda vocal derecha… y ante esa eventualidad, en razón de que la ‘bomba cobalto’ y su radiación no lograron erradicarlo tuvieron que extirparme la laringe y la tiroides. Tengo traqueotomía; la voz no existe más, puesto que erradicaron todo en esa zona incluso por prevención. Hablo con un aparato especial que apoyo en mi garganta y al vibrar por simpatía reproduce un sonido como de robot. Ese es el tema y es el motivo por el que me entretengo con la muchachada del club que en su carácter de gratos amigos me acompaña y contiene. Abrazote, querido Libaniel, y está tu lugar en el Tangoclub”. Aunque natura calló su voz, el registro fonográfico de doscientas interpretaciones en miles de vinilos, nunca dejará que se calle el cantor.

Perpetuando su tangografía, Tangoclub de Buenos Aires transmite una interpretación suya cada diez minutos, sin comerciales. Oyéndola fue como tras tantos años me enteré del nutrido catálogo grabado desde su adolescencia, cuando debutó con Miguel Caló. ¿Y qué me contó de su radialismo? “Bueno, se me ocurrió hace años, cuando pergeñé la posibilidad de poder crearla, y la llamé Tangoclub como a casi todo lo que ‘barajo’... El nombre surge a partir del programa en que actuábamos con De Ángelis en LR1 Radio El Mundo de Buenos Aires y su ‘Cadena Azul y Blanca’ que irradiaba a pleno país, ‘El Glostora Tangoclub’, que era como una catedral del tango por aquellos años; todas las noches 20:15 horas.

Y ahí va, como yo, a veces funciona y a veces duerme”. Su voz, grabada antes del temible suceso, identifica la radio frecuencia. Premedité el final de esta crónica y de este libro, (1) que se propone reunir mis memorias de militancia musical, para el 15 de septiembre de 2015, día del cumpleaños número 77 de Roberto. Y lo que son las notas del tango de la vida: le puse el sentido y necesario mensaje a Mancini y horas después me contestó con la noticia de la muerte, ese mismo día, del poeta Héctor Negro, a los ochenta y un años. Cabe agregar que este artista pertenecía, igual que otro poeta recién fallecido, Horacio Ferrer, a la Academia Nacional del Tango, situada en los altos del Café Tortoni. Así las cosas, procedo conforme al propósito de registrar, en Fa sostenido mayor (con todos los bemoles), el ingreso mío al universo tanguero, mediante la cálida complicidad del cantor que me invitó a trasponer el umbral.

Me refiero aquí al libro “Momentos Memorables de Militancia Musical”, publicado por la Biblioteca de Autores Quindianos.

Nota del autor: Me siento en el deber no dejar inconclusas estas notas, ante la muerte, tiempo después, de mi querido amigo cantor, por lo cual he decidido escribir una cuarta y definitiva parte.

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