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Cultura  |  24 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

El maletín de Reminina

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios. Rufinista promoción bachiller del año 1970.

Aquella tarde en el patio, Gustavo Arce, se limitó a dar la orden de salir a trotar por las calles de Armenia. Miró su reloj, entró a la cafetería; tomó tinto y fumó su enésimo cigarrillo. Nada permitía sospechar lo ocurriría al terminar la clase.

Volteamos hacia la carrera 22, rumbo al Bosque y con dirección al barrio Granada. En minutos el grupo de rufinistas de 6C se alargó, y a medida que aumentaban las zancadas y las distancia entre ellos, terminó como trozos de un hilo, en parejas o tríos.

Su grupo de Lucas Yarumales marchó a la cabeza; subió entre pujos y sudores las faldas de la manga de don Pacho, hasta llegar al barrio Niágara. Con las camisetas empapadas en sudor cruzó el barrio Corbones, apretó el paso para aumentar la distancia, y dio frutos, porque quedaron cinco, Lucas el último, con el farolito. Por el barrio El Bosque, “el sabio” Jairo Muñoz, como siempre, galopó adelante rumbo a los Talleres del municipio, y de ahí, trotó por la vía principal para pasar por el barrio las Américas.

Lucas asumió que a todos bajaba el sudor por las nalgas y los testículos.

A la izquierda trepó la pequeña cuesta, bordeada en ese entonces por los matorrales que comunicaban con el inolvidable Estadio San José, y Lucas sobrepasó para quedar cuarto. Ya el sudor corrió libre pierna abajo hacia sus zapatillas croydon remendados con cañamo. Sin respiro continuó el trote por los andenes del Batallón Cisneros, y giró a la derecha, atento a la reacción de los delanteros; en la esquina de la droguería Pastrana (calle 21 carrera 26), resoplando aceleró las zancadas y empezó a recorrer las últimas cuadras que lo separaban del colegio.

Trotaba en tercer lugar. A cuatro metros de la pareja líder vislumbró la oportunidad y atacó. Muñoz y Oróstegui, entretenidos en comentar algo, reducían el trote. No dieron importancia al sobrepaso de Lucas, pensaban tal vez que con diez o doce zancadas a fondo le darían cacería. No pudieron. Cuando Lucas galopaba por el Bosque, miró atrás y notó el trote lento de sus seguidores. Entonces aceleró sus últimos trancos y logró, con la lengua afuera, arribar primero.

Esperaba encontrar a Gustavo Arce, sentado en el muro del patio, fumando todavía el cigarrillo más largo del mundo… Faltaban minutos para que sonara la campana de salida, y ya los rufinistas de otros salones empezaban a salir rumbo a sus casas.

Por seguridad, estaba prohibido subir al salón en forma individual. Gustavo Arce no aparecía; Lucas quiso sacar unas monedas del pantalón para comprar una gaseosa a Manito, el tendero apreciado por todos, y so pena de que el profesor lo regañara, subió al salón. Al verse solo, olvidó las monedas, y se le ocurrió la tontería que casi le cuesta la expulsión definitiva del colegio.

Su amistad con Reminina le hizo imaginar que podía jugarle una broma. Sabía que en su maletín guardaba las ropas y zapatos; lo tomó, y sabedor de que el tiempo apremiaba, fue a la ventana y lo colocó en una de las salientes externas del edificio, bajo uno de los ventanales de 6º. C, frente al sitio donde una vez estuvieron las antiguas casas de campo de Armenia, es decir, la calle 25.

Bajó al patio y se sentó a esperar el arribo de sus compañeros. Gustavo Arce salió de la vicerrectoría, cruzó el patio y se sentó al lado deLucas. Orostegui y el sabio Muñoz entraron conversando, pasaron bajo la campana y fueron hacia ellos. El resto llegó con minutos de diferencia, y subió al salón seguido por la mirada de Gustavo Arce. La algarabía, el olor a sudor, invadían el aula de 6º C.

De repente Álvaro Velásquez Ospina, Remina, preguntó agitado:

-¿Quién cogió mi maletín?-.Espero unos segundos-. ¿¡¡¡Estos malparidos, qué hicieron mi ropa!!!?-

Movió y agitó los brazos, gesticuló como loco. Debido al sudor abrió un ojo, cerró el otro, hizo “pucheros” a punto de llorar. Como nadie respondió, pasó el índice por la frente para quitarse el sudor, y amenazó:

-¡¡¡Hijueputas, me voy para la rectoría, malparidos!!!-.

Salió sin dar tiempo a Lucas para atajarlo, decirle que era una broma y mostrarle dónde lo escondió.

(Dagoberto Grimaldos no era ni mucho menos una pera en dulce. Lucas supo de inmediato que con aquella broma firmaba la orden de expulsión. Sopeso la situación y decidió callar y esperar lo inevitable).

Como una flecha, Reminina bajó al primer piso. Lucas, asomó al corredor y cuando lo vio entrar a la vice rectoría, pensó arrojarse de cabeza al patio. En el salón, aún sin entender a cabalidad lo que ocurría, varios compañeros empezaron a preguntar: ¿Qué paso? ¿Quién lo hizo? Reminina no paraba de madrear y contagiar a todos su disgusto. ¡Malparidos, devuelvan el hijueputa maletín!, gritaban casi todos. ¡Que el hijueputa que lo escondió diga donde lo metió! ¡Ahora verá el triple hijueputa problema! Lucas, cada vez más asustado, midió las consecuencias de su broma y tomando conciencia de lo que le esperaba, dejó que el fantasma del terror a la expulsión cerrara su boca y apretara sus labios.

En menos de un minuto, estaban los dos, Reminina y Dagoberto, en el salón.

Al verlos, el 6º C quedó frío, porque todos sabían lo que significaba la presencia repentina y huracanada de Dagoberto en cualquier salón, que su principio de autoridad era único y que en cuestiones de disciplina no transigía. Era un botafuego, un cañón cuya explosión tenía la capacidad de romper tímpanos, intimidar valientes, y poner a sudar de pánico al más imperturbable de los budas.

-Que aparezca el maletín de Velásquez- dijo en tono suave, y en milésimas de segundo, como tocado por rayo, escupió: ¡¡¡Pero ya!!!-.

Su rostro se transfiguró. Sus ojos refulgían centellas, el cabello peinado hacia atrás se desordenó, los cachetes se agitaron, y su cuerpo temblaba; parecía presa de una inusitada y atemorizante convulsión.

Quizás Gustavo Arce, conocedor de la iracundia de Dagoberto, decidió permanecer en el muro fumando, imperturbable, mesando sus cabellos canosos de vez en cuando, y mirando al cielo.

En medio del cansancio, el sudor y la sorpresa por tan inesperada visita, es posible que alguien noto la palidez en el rostro aterrorizado de Lucas; todos quedaron helados, petrificados, cuando los labios de Dagoberto, morados y temblorosos por ira, gritaron:

-¡¡¡Se van todos, y mañana vienen con los padres!!! ¡¡¡Con ellos vamos arreglar este asuntico!!! ¡¡¡Que nadie intente venir sin ellos!!!

Y no dijo más, salió y bajó a trancazos las escalas rumbo a la vice rectoría.

Los improperios, los gritos, los madrazos y maldiciones de sus compañeros no valieron para hacer confesar a Lucas. Se sentía perdido y como ya tenía antecedentes de indisciplina, se volvió una tumba fría, hermética. Salieron todos, y Gustavo Arce no apareció por ningún lado: fácil adivinar que tomó las de Villadiego.

Al otro día estuvo 6º C en estricta formación en el patio principal. Los padres de familia subieron al salón, y minutos después lo hizo Dagoberto Grimaldos. El sol mañanero pegó fuerte sobre las cabezas, las orejas y los brazos del grupo. Salieron los padres de la reunión, y 6º C aún en formación, para aliviar el cansancio cambiaba a intervalos la posición de las piernas. El calor subió su intensidad. Ninguno de los padres, al pasar, se dignó mirar al grupo 6º.C, que en silencio se daba cuenta de que nada bueno esperaba en casa; pensaban que los avergonzaban, y quedaron a la espera de la orden que no llegó, de subir al salón.

Según supieron después, Dagoberto comentó a los profesores lo ocurrido, y de común acuerdo con los profesores de la jornada de la tarde, decidieron para 6º. C escarmiento disciplinario.

El grupo estuvo al sol desde las siete de la mañana hasta las doce y media, de pie, y sin un minuto de descanso a la sombra, esperando que Grimaldos regresara a regañarlos. No lo hizo. Lo vieron asomar de vez en cuando a la puerta de la rectoría, quizá porque el ruido de las voces subía de volumen e interrumpía sus labores. Cuando salía, se paseaba frente a las filas, como revisando su alineación. No decía palabra, sólo miraba, sonreía burlón, y 6º C, en absoluto silencio sepulcral.

El resto de la jornada salió a descanso; pasaban y miraban; sabían que 6º C estaba sometido a escarnio, y que nadie debía atreverse a llevarles algo. La sed, el calor y el cansancio por tantas horas de pie, no fue disculpa para dar por terminado el castigo.

Sonó la campana. Salió la jornada de la mañana y cinco minutos después, cuando ya no se oía una mosca en el colegio, apareció Dagoberto Grimaldos por el hueco de su madriguera, y se dice madriguera porque lo veían como fiera al acecho.

-Pueden irse. Ustedes verán si la repiten-. Su tono sonó suave, satisfecho, como de quien recibe en el desierto un jugo de guanábana o naranjas maduras con hielo. Cuando Camilo, el vigilante, fue hacia la puerta para abrirla, y Dagoberto lo acompañó, alguien desde la calle empezó a golpearla y a decir:

-Profesor, profesor, afuera en el muro de la ventana hay un maletín-.

-Nadie se mueva- ordenó Dagoberto salió a la calle, y fue tras el hombre.

Cuando regresó lo vieron sonriendo, y como atontados, 6º C sonrió también.

-Camilo, suba al salón, asómese a la ventana, y me trae el maletín que está ahí-.

Dando tiempo a Camilo, Dagoberto entró a la rectoría y regresó en compañía de Germán Hurtado, el rector, quien hizo de testigo. 6º C no apartó los ojos de la escala por donde sabía que bajaría Camilo.

-Velásquez, ahí tiene su maletín. Y ustedes dicen cuándo quieren repetir la hazaña-.

Una vez en la calle se escucharon otra vez voces de protesta, puteos de compañeros decididos a castigar en el acto al culpable de semejante asoleada. Se miraban entre ellos intentando descubrir el mínimo asomo de sospecha, para proceder. Y Lucas, cada vez más seguro del peligro que corría y por no dejarse sorprender, gritó, puteó igual que sus compañeros.

Sólo cuando iba rezagado, camino de su casa, supo que estaba a salvo y que debía guardan eterno silencio. Miraba hacia atrás; no dejaba de pensar en lo que sucedería el día que lo descubrieran. Su permanencia en el colegio pendía de un hilo y no sería Lucas quien lo cortara con su confesión.

Septiembre 13 de 1972.

Luis Carlos Vélez Barrios. Rufinista 1970

Treinta años después, en la celebración de la fundación del colegio, cuando el terremoto del 99 lo condenó a demolición, Lucas Yarumales confesó: “Nunca pensé que me reuniría de nuevo con algunos compañeros de 6º C, del 70, aquí, en la parte antigua del colegio, y que luego de unos tragos, y no por causa de ellos, confesaría mi broma con el maletín de Álvaro Velásquez, Reminina. Vaya ironías de la vida: nada de lo que imaginé ocurrió. Recuerdo que un excompañero me golpeó suave la cabeza con uno de los lapiceros que regalaron como recordatorio; algunos, entre risas putearon alegres. Otro sentenció: Guevonadas que hicimos todos, no vale la pena, estamos celebrando, sigamos bebiendo. Y bebimos hasta tarde, en la vieja edificación cerveza y aguardiente. Ese día, y cuando esperaba reproches, recibí de mis compañeros chanzas y olvido por lo ocurrido; de Reminina, las cosas que recordamos sus amigos:

Sus inolvidables y sonoras carcajadas, mientras me preguntaba con humor:

-¿Y esta es la hora de confesar?, ¡este es mucho malpa…!”.

Y me dio uno de sus abrazos inolvidables, los mismos que daba a sus diez compañeros de equipo, cuando en el campeonato inter clases, nuestro 6º. C marcaba un gol”.

“Terminada la celebración, varios me preguntaron: Guevón, ¿no sería usted el que en clase del profesor Arias, prendió candela al tarro de la basura? Y me quedé pensando si algún día, el culpable aclara ese misterio, y confiesa, como yo, su historia”.

Fiestas del Colegio Rufino José Cuervo, año 2000.

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