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Cultura  |  21 febrero de 2021  |  12:01 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Pipistrello

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Por Juan Felipe Gómez

El olor a formol me impedía concentrarme en las palabras del padre Giuliano. A mi lado, Katisa dibujaba seres estrambóticos, pequeños monstruos de tinta azul. ¿A quién se le ocurría programar una clase de italiano a las seis de la tarde en el edificio de medicina?

Era una materia electiva. ¿Una buena elección para complementar mi carrera? En realidad me inscribí por Katisa, a quien sí parecían interesarle los idiomas y aprendía fácil aunque no prestara mucha atención. Ella estaba terminando sociología y yo iba a la mitad de derecho. Nos conocimos en el sendero ecológico con mucho humo y vino barato de por medio. Desde entonces empezamos a salir y antes de empezar el nuevo semestre me convenció de tomar la clase de italiano. Es la oportunidad de aprender otro idioma con un nativo, me dijo.

El padre Giuliano oficiaba misas, dictaba clases de italiano y francés, y jugaba fútbol en el equipo de veteranos de la universidad. Cuando llegaba al salón me era imposible dejar de verlo como una figura del medio campo en la Italia del 90. Katisa y yo lo habíamos visto jugar un par de veces desde las gradas de la cancha mientras compartíamos un porro. Lo vi poner algunos buenos pases. Ella decía que era mejor enseñando y por eso siempre me hacía llegar temprano a su clase.

Las materias electivas tenían la característica de concentrar una buena muestra de la fauna universitaria en una misma aula, más si se trataba de un idioma con el que se pudiera presumir. Yupis locuaces, jipis desharrapados, gafufas sexys, fumones apáticos; todos llegábamos en parejas o tríos y éramos recibidos por el natural ciao del padre Giuliano al que muchos no respondíamos por temor al ridículo.

Esa noche tenía el peso en los ojos de varias horas repasando códigos para un examen parcial. No seas flojo, me dijo Katisa cuando la llamé para decirle que tal vez no iría a italiano. Me convenció. A lo que si me negué fue a fumar marihuana antes de entrar. El sopor de la hierba y el olor a formol seguro me hubieran tumbado sobre el pupitre.

El padre Giuliano hacía en el tablero una lista de nombres animales cuando decidí salir a tomar aire. Katisa seguía concentrada en sus dibujos. A esa hora en el edificio solo quedaban algunos practicantes de enfermería y medicina. En el pasillo el olor a formol era más intenso. Caminé hasta un balcón en la parte trasera del edificio. Desde allí se podía ver hacia el salón y, apenas caía en la cuenta, hacia la morgue en el piso de abajo. Me acerqué a la orilla del balcón y por entre las aspas del aparato de ventilación, apagado a esa hora, alcancé a ver una hilera de camillas con cuerpos cubiertos por sábanas. Uno de los practicantes pasaba descubriendo ligeramente los cadáveres hasta que se detuvo en una camilla. Era algo que normalmente no querría ver, pero cuando el practicante corrió la sábana y se movió para apuntar algo, me esforcé para observar los detalles de ese cuerpo. Mujer, a juzgar por el cabello largo; piel amoratada, me pareció. El practicante se acomodó de frente al resquicio por donde yo estaba mirando y descubrió el cuerpo por completo. Mujer, efectivamente, rolliza, senos desproporcionados y pubis oscuro, alcancé a distinguir. Me acerqué más y tropecé con una matera. Temí ser descubierto. Pero el balcón estaba oscuro y sabía que de adentro hacia afuera era muy poco lo que se veía. Incluso desde el salón donde estábamos con el padre Giuliano, con sus grandes ventanales, nadie me vería.

El practicante, cuyo rostro no podía distinguir por la distancia y el tapabocas que llevaba puesto, se calzó unos guantes y se dispuso a examinar el cuerpo. No vi que tuviera instrumentos quirúrgicos a mano, así que supuse que no habría cortes ni nada de eso. Empezó por la cabeza. Con ambas manos hacía presión en distintos puntos. ¿Si toco, duele?, suelen preguntar los médicos, recordé. No había médico, ni paciente, no era una consulta. Solo un practicante palpando un cuerpo sin vida, reconociendo las marcas de la muerte, aprendiendo. Mientras arriba un grupo con diferentes aspiraciones intentábamos aprender a comunicarnos en otro idioma, abajo el practicante trataba con la muerte. Las cosas de la universidad, de la vida, pensé. En unos años sería un abogado y seguramente tendría que conocer casos en que alguien sería culpable de asesinato. ¿Habría sido asesinada, o sería muerte natural?, me pregunté sobre esa mujer. Levanté la mirada y vi en el salón al grupo con el que yo intentaba aprender italiano. El padre Giuliano se paseaba entre las filas, tal vez contando alguna anécdota de la juventud en su pueblo natal. Como cura seguramente también habría tenido que atender cosas de la muerte: aplicación de santos oleos, misas de réquiem y esos asuntos luctuosos. ¿Exorcismos? No, eso no tiene que ver con la muerte, sino con el diablo, o con espíritus. En todo caso algo misterioso.

Vi a Katisa pararse e ir hacía el tablero. ¿La habría castigado el padre Giuliano por no prestar atención? Tal vez sus dibujos, esos pequeños seres deformes que llenaban las páginas de su libreta de apuntes, habían sacado de quicio al padre y ahora ella tendría que repetir, frente a todo el grupo, los nombres de los animales escritos en el tablero. También podía ser que le hubiera pedido el favor de dibujar algún animal.

Bajé la mirada hacia la morgue. El practicante ya no estaba, pero el cuerpo seguía descubierto. El muchacho se habría movido para alcanzar algún instrumento. ¿Ahora sí iba a abrir la piel? Me concentré un par de minutos en mirar el cuerpo. El practicante no volvía. Era probable que solo estuviera a algunos pasos de la camilla, pero mi campo de visión a través de ese espacio entre las aspas de la ventilación era limitado. Iba a dar un paso atrás para regresar al salón cuando lo vi aparecer de nuevo. Ya no llevaba el tapabocas, ni los guantes. Rodeó la camilla y se echó sobre el cuerpo. Me pareció que sollozaba.

Adivina cuál es pipistrello, me dijo Katisa y puso su libreta sobre mi pupitre cuando regresé al salón. Había una página con cuatro dibujos de animales. La miré con los ojos demasiado abiertos. Quería contarle lo que había visto pero se adelantó señalándome una de las figuras.

—Signore, e il tuo turno —escuché al padre Giuliano acercándose a mi pupitre.

En el tablero, frente al listado de nombres de animales, había también algunos dibujos y líneas que unían unos con otros. Tomé un marcador rojo y, después de mirar a Katisa, completé el ejercicio de manera mecánica, trazando una línea que me pareció interminable y produciendo un leve silbido que me estremeció hasta que el padre Giuliano puso una mano en mi hombro y me dijo que sería mejor buscar la forma de cambiar el horario y el salón para la clase.

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