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Columnistas  |  18 abril de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edwin Vargas Bonilla

Escribir

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Edwin Vargas Bonilla

Edwin Vargas

De lo que más nos gusta escribir es justamente aquello de lo que más necesitamos escribir. Porque la escritura es una necesidad, no un lujo. Escribimos para comunicarle al sí mismo que habita en cada quien lo que se piensa, pues en realidad pocas veces se dice de manera explícita o se contempla en la imaginación por buen tiempo. Escribir abre la posibilidad al pensamiento de ubicarse en alguna parte para luego ser observado. Se escribe, entonces, de la misma manera en que Hansel y Grettel, cual palabras, arrojan por el camino migajas de pan con el fin de conocer el camino recorrido y no perderse en la espesura del bosque. Escribimos para sentirnos acompañados de nosotros mismos en la soledad de la existencia, pues podemos comprendernos —así sea un poquito— tras un riguroso ejercicio de introspección.

El primer lector que requerimos es aquel recóndito sí mismo. Por ello, escribimos primero para nosotros, para hacernos compañía, aun cuando no nos sintamos preparados para compartir la soledad de otros. Quizás, en algún momento, lo que escribamos logre la suficiente presencia para ponerse frente a otro yo y hacerle sentir que, aunque solo, hay al menos una voz que comparte su soledad. Escribir, pues, no comporta una actividad natural de multitudes o con pretensiones de alcance universal. Todo lo contrario. El primer alcance de nuestra escritura —y en la gran mayoría de los casos el único— es el yo. Y nuestros textos, como en el caso de Narciso, no son otra cosa sino charcas que reflejan tímidamente nuestro rostro y en las cuales podemos perdernos. Ese es uno de los grandes enigmas a resolver: el de la escritura íntima, privada, cuyo lector ideal se remite a la propia subjetividad, por lo que se requiere de un enorme esfuerzo para el autoconocimiento, según la máxima socrática.

A veces nos ponemos a pensar sobre qué escribir y de tanto pensar no escribimos. Damos y damos vueltas en la cama y sentimos que la cabeza gira más que el resto del cuerpo. Son tantísimas las cosas que vienen a la mente que se confunden las unas con las otras en un magma informe que no se logra descifrar. Lo cierto es que el corazón nos grita lo mucho que debemos decirnos, pero casi nunca hallamos las palabras para hacerlo. Por esta razón, escribir se convierte en una manera de honestidad con el ser íntimo que reclama comprensión, entendimiento, compañía, consuelo. Un ser íntimo que no cesa de moverse ni de cavilar ideas. Así que escribimos para poner estas ideas en relación y hacer algo con ellas, antes de que ellas nos vuelvan añicos. No sabemos si estemos o no haciendo cosa alguna que valga la pena, pero anhelamos con toda el alma que en algún momento trascienda para que otros, como nosotros, piensen y sientan.

La escritura comporta una pelea contra el sí mismo. Contra el cansancio y la pereza. Contra el afán de los muchos y enredosos compromisos en los que nos vemos inmersos. Por ello, escribir significa batallar contra ese otro yo que no desea hacerlo, que prefiere quedarse callado, llevando a cuestas el peso de una vida sin sentido. Escribimos para decirnos que la vida sólo tiene un sentido si cada quien se lo otorga, que no nos afanemos más en pretender hallar fuera de nosotros la satisfacción a la sed de autoafirmación haciendo aquello que nos desvía de lo que realmente queremos con intensidad. Por ese motivo, la escritura nos lleva a reconocer que nuestra vida no es igual a la de los otros, por lo que no puede resolverse de la misma manera, dadas las circunstancias distintas que la constituyen.

Una escritura que inquiera en el ser moral y lo confronte. Que no permita salir igual a como se ingresa. Escribir no para lograr el reconocimiento de los otros sino el reconocimiento de sí. No para alardear de un talento que quizá se tenga o no se tenga, sino para saberse hombre que necesita conocerse y que requiere tomar un lugar en el mundo desde donde se pueda construir felicidad, sentido vital, aquello que haga que valga la pena tanto sufrimiento y dificultad de vivir. Porque vivir es difícil. Si fuese fácil desaparecería la necesidad de escribir, pues no existiría la angustia que se constituye en el combustible de la expresión del ser, que busca en sus letras y papeles un aliciente para soportar el peso de la existencia.

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