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Cultura  |  25 abril de 2021  |  12:32 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

El libro perdido en Circasia

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios. Circasia, diciembre 10/2020

El saludo del hombre que salió apresurado por la puerta tomó por sorpresa a su amigo…

Se conocen hace años pero llevaban meses sin conversar. Después de breve información en la puerta, el amigo supo que debido a la pandemia Diego Valencia Barco cerró por insostenible la pizzería con vista a la cafetería La Selecta, y para mantener su espíritu de lucha, la trasladó a la parte posterior de iglesia de la Virgen de Las mercedes de Circasia, frente al lote donde la parroquia construirá la sacristía.

A la entrada de la casa de puertas de color naranja cuelga un aviso: El libro perdido.

Diego es todero, jovial, dicharachero, dueño de mil anécdotas e historias sobre varios autores; sabe que “hasta morir” llevará dentro el espíritu del librero que no renuncia al olor a viejo de los libros de segunda, y al sueño de establecer con el apoyo de su familia, “un sitio de tertulia reconocido por todos”, dice, “para compartir, entre tinto y tinto, largas tardes y noches de lecturas y charlas con mis amigos, y los amigos de mis amigos”.

Antes, en la pizzería clausurada instaló junto al mostrador, y como invitación a la lectura, “una muestrica”, un armario con estantes repletos de “libros baratos, de segunda que ninguno de mis clientes leyó”, dice, pero, “uno que otro compró para leer en su casa”.

Mientras el amigo entraba a El libro perdido recordó apartes de las respuestas de Diego en la antigua pizzería, a sus preguntas sobre su afición a los libros de segunda:

“Mis inicios con la lectura tuvieron que ver con las tiras cómicas que narraban la conquista del oeste americano, y venían muy bien editadas. También porque mi padre, Alfonso Valencia, compraba todos los días El Espectador, que en esa época publicaba una revista coleccionable llamada El Magazín Dominical de El Espectador, y contenía cuentos, ensayos, poesía de escritores consagrados, y de jóvenes que apenas incursionaban en la publicación con sus escritos… Una vez leía el magazín, pasaba a la lectura de las noticias buenas y de otras no tan buenas, y a los editoriales. En el magazín leí La tercera resignación, primer cuento de Gabriel García Márquez publicado por El Espectador”.

Una vez traspasaron la puerta y subieron los tres escalones de madera, la librería se abrió a la vista del amigo: en estantes de madera los libros dejaron leer en sus lomos de colores y en tinta dorada o negra infinidad de títulos y nombres de autores universales, conocidos o menos conocidos. Sobre la chambrana de madera, más libros de distintas editoriales, y entre aquella, la ventana que mira a la calle y el primer estante repleto: una mesa y cuatro sillas invitaron a los amigos a tomar asiento…

“A los diez o doce años unos vecinos que compraban y leían libros de Dostoweski, Tolstoi, Balzac, Maupassant, Chéjov, me enseñaron a jugar ajedrez, y de tanto verlos leer me aficioné a la lectura, y por ellos conocí y leí literatura colombiana: La vorágine, María, poesías de Rafael Pombo, José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, de quien me interesó su vida errante por países latinoamericanos, y despertó mi afición a buscar biografías de los escritores, donde cuentan sus métodos de trabajo, ideas o temas para desarrollar sus textos, y las rutinas que adoptan para escribir”.

Diego contó que el nombre de la librería lo debía a una de sus hermanas:

“Por muchos años busqué un libro de ensayos, La canción del caminante, de Silvio Villegas, que me impactó en la juventud. Y mi hermana, en las conversaciones que teníamos, me preguntaba: ¿Qué hubo del libro perdido? Tiempo después, cuando dejamos el negocio de pizzería en la plaza y ya tenía los libros suficientes para abrir la biblioteca que soñé de muchacho, recuerdo que una noche, en una reunión familiar, al momento de consultar qué nombre llevaría la librería, mi hermana dijo de una: “póngalo el libro perdido, y sin pensarlo más, acordamos que ése era el preciso”.

Desde el fondo de librería, los amigos percibieron el olor propio de las pizzerías. Diego hizo una seña, y dijo a la encargada que en segundos estuvo junto a la mesa:

“Por favor, Valentina, una pizza, usted sabe cómo es…, la especial, la “combinada” para mis amigos…”, y continuó:

“La mayoría de los libros que ve en los estantes son aportes de amigos, que son muchos, personas amigas de la lectura a quienes los cambios de vivienda o viajes los obliga a vender o regalar parte o todas sus bibliotecas. Otros los encargué; todavía los encargo a los vendedores en Bogotá con quienes mantengo contacto. O cuando viajo por allá”.

El interés del amigo por conocer aspectos interesantes de El libro perdido, lo llevó a recibir variadas y precisas respuestas a sus preguntas:

“El libro que más vendo es El principito…será porque lo tengo en edición rústica y cuesta poco… En la pizzería guardé por años cuatrocientos libros en una pieza, y exhibí en los estantes junto al salón, unos pocos que vendí o cambié por otros… Calculo que hoy tengo tres o cuatro mil títulos… Aprecio mucho la colección Crisol de Aguilar. Son escasos y pagan muy bien por ellos… En segundo bachillerato leí Las mil y una noches, y comentaba fragmentos de ellas en el Círculo literario cuando estudié en el Colegio libre, de acá, de Circasia. También leí La comedia humana, de Balzac; Los miserables, de Víctor Hugo; de Emilio Zola, La taberna; también leí los primeros números de la revista Selecciones, comprados por mi papá… Tengo varias novedades, en especial un cuaderno empastado, con dibujos ilustrativos de geometría y álgebra, sin enmendaduras, escrito por María Patiño López; un Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana, en tres tomos, escrito bajo la dirección de Claudio Santos Gonzáles, que muchos calculan impreso en 1928”.

Respecto a las preguntas sobre su familia, Diego se mostró reservado para dar nombres, y parco en los detalles:

“Tengo dos hermanos y hermanas, de siete que éramos. Mi papá era de Aguadas y mi madre, Mariela Barco, de acá, de Circasia… Mi papá era dicharachero, creo que le heredé la vena parlanchina; erudito, autodidacta, y mi madre, circasiana, se encargaba del hogar y rezar más o menos… Ambos campesinos, que temerosos de la violencia que representaban Sangrenegra, Chispas, Efraín Gonzáles en las veredas, dejaron el campo y se establecieron en este pueblo”.

La encargada coloca la pizza dividida en porciones sobre la mesa; se marcha y regresa con dos platos pequeños y cubiertos. Entre olores gastronómicos y degustación, Diego continúa su charla variada, a veces la repetitiva de quien improvisa, aclara o amplia, olvida o recuerda, y que por informal se vuelve entretenida:

“La biblioteca está conformada por libros de segunda. Me inclino por comerciar artículos antiguos; creo que también me gusta el papel del anticuario: coleccionar antigüedades, averiguar su origen… Tengo otros elementos curiosos: una máquina de escribir Remington de 120 años, un alambique grande. Me gusta todo tipo de música pero prefiero el jazz latino, bossa nova, son cubano, bolero, danzón, y la popular. Colecciono y compro fotos antiguas. Me llaman la atención los cuadros del pintor primitivista…”. Hace un alto para buscar en su memoria… “Ah, ya recuerdo, Román Roncancio”.

La bandeja con las porciones quedó limpia, y Diego resumió:

“Desde joven soñé con crear este lugar para tertulias con mis amigos, fomentar el turismo. Por ahora, El libro perdido cuenta con la biblioteca de viejo y nuevo, sección de gastronomía donde se prepara comida criolla, algunos platos internacionales, y según como avancen las cosas, y lo permita esta crisis, seguir en la lucha, porque no bajo la guardia. El libro perdido es mi respuesta y la de mi familia, a la pandemia”.

Diego invitó al amigo a recorrer varias alcobas de la casona familiar a medias iluminadas y decoradas con cuadros y fotos antiguas, (construida en un lote de cincuenta metros de fondo y siete de frente) para que observara y tomara fotografías a los libros e instrumentos que guarda como tesoros, y para clarificar y ampliar los que considera el inicio de su afición de anticuario, dijo frases en seguidilla:

“El alambique lo adquirí durante un viaje a España en 2015. El diccionario hizo parte del lote de libros que compré como una oferta de ocasión que no dejé pasar. La máquina Remington, que tiene ciento veinte años y pesa cuarenta kilos, la compré al sacerdote Gustavo Bedoya, de aquí, de Circasia. En ella escribió sus libros relacionados con sicología. Me parece que el sacerdote tiene noventa años; eso dicen, no sé… El cuadro de Guayasamín, lo compré en Bogotá a un hermano del pintor (hace una pausa, y para disipar dudas, asegura). Tengo en mi poder el certificado notarial de Quito, sobre su autenticidad… La calculadora que funciona con ábaco la compré en el año 2000 en Bogotá a un pariente, Heriberto Valencia, de profesión contador. Lo conservo como recuerdo de familia”.

Al pasar frente a la cocina mayor donde se encuentra la escala de ocho peldaños que lleva al lugar que adecua y denominará El jardín de los helechos, Diego dio un vistazo a la barra del mini-bar ubicado donde antes estuvo el patio interior de la casona. La joven encargada del horno para las pizzas, que tras la barra lavaba con cuidado la bandeja y los cubiertos, saludó otra vez, y Diego entró a destajo en explicaciones y reflexiones generales que consideró oportunas para ilustrar a su amigo:

“El muchacho es excelente barista… usted sabe que no debemos bajar la guardia, pero tampoco dejar de trabajar… hay que emplear a la gente para ayudarnos y apoyar la lucha contra el desempleo…Brindo a quienes vienen de tertulia: bebidas derivadas del café, vinos, y pizzas en las que utilizo desde que inició la pandemia, la llamada “masa-madre” o levadura de trigo antigua. Déjeme comentarle que se dice que su receta data de cuatrocientos años, que su fermentación hasta el punto ideal, tarda nueve meses. La masa-madre natural es un fermento que se puede conseguir con todos los cereales, y viene a ser la levadura más antigua del mundo. Fue descubierta por las mujeres. Se dice que por descuido o casualidad dejaron fermentar un poco de harina con agua, y al añadirla a otros cereales para hacer pan y comerlo, descubrieron que crecía, tenía otra textura, alveolada, más firme, y al mismo tiempo le aportaba buen sabor. Después se supo de sus bondades alimenticias, que contenía valores glucémico y gluten bajos, y el proteico aumentaba. Los ingredientes no son costosos, y fáciles de conseguir: masa-madre, harina, agua, humedad. A esta mezcla le agrego champiñones, piña, pimentones, carne, jamón ibérico, salame, quesos mozarela, todo al gusto de la clientela”.

Diego pidió a la joven que preparara otra pizza de varios sabores, y continuó:

“Mi clientela, mientras se prepara la pizza que solicitan, tiene la oportunidad de disfrutar unos vinitos, escoger qué variedad de tinto tomar, o jugar ajedrez, dominó o parqués, en las mesas o en las alcobas que acondicioné como nichos con asientos cómodos”.

A la pregunta sobre los efectos de la pandemia en la rama de la gastronomía, Diego puso de relieve la situación de incertidumbre general:

“En Circasia sé que a muchos amigos del sector comercial les toca luchar, reinventar y ahorrar para los días difíciles. Hablo de quienes aún dan la pelea y se niegan a cerrar porque guardan la esperanza de que la situación mejore. Amigo: es la esperanza la que nos sostiene en pie, y que la vacunación sea rápida y total, de lo contrario, y teniendo en cuenta la indisciplina de las mayorías, el futuro no será alentador. Ojalá nuestra lucha no sea estéril”.

En la puerta de salida Diego miró al interior de la librería y pidió esperar un momento, y el amigo aprovechó para comentar:

“Diego, me dicen que la situación del comercio es difícil no sólo en Circasia. Tengo noticias de amigos comerciantes en otros municipios como Salento y Filandia que tuvieron que cerrar o están a punto de quebrar. Me dicen que mitad del comercio está cerrado. Sus dueños se sostienen por su vocación de servicio. La pandemia puso a prueba sus arrestos, y cada día luchan para no dejarse vencer. Diego, en Circasia, si hago un cálculo optimista, opino que el comercio funciona más o menos. Noto que los fines de semana el turismo ayuda un poco. Otros amigos me dicen que sus negocios de telas, verduras y tiendas aguantan y se sostienen, pero no van mejor; en los cafés con billares también recortan personal, y aparte del administrador y el garitero, una o dos empleadas atienden los salones; Diego, a muchos como usted les importa no bajar la guardia ante las dificultades”.

Le encargada se acercó y puso en manos del amigo, y como obsequio, una bolsa con la pizza “combinada”, y Diego concluyó:

“Acá en Circasia comentan que en marzo del otro año, y con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer, las mujeres del municipio quieren unirse al evento Arte y gastronomía, como una experiencia visual que permita a los turistas disfrutar y conocer nuestra región y sus mujeres artistas. Por tanto están organizando una programación que incluya la exposición de sus pinturas, dibujos, grabados y escultura; películas sobre su quehacer artístico; talleres de artes plásticas para la comunidad orientadas por mujeres. Si el comentario es cierto me parece formidable, y desde ya me preparo para acogerlas y apoyarlas. Por acá lo espero con sus amigos. Amigo, por ellas y con ellas, El libro perdido irá con todo”.

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