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Cultura  |  10 octubre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

María, paro de vencedores (crimen de Estado)

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Un texto de Luis Carlos Vélez. Hace parte del libro Literatura Herramienta de la Historia. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

Las botas militares que tengo puestas tienen esta historia:

Mi compadre Plutarco partió para Medellín a estudiar, y no volví a tener noticias suyas; de pronto llegó a la puerta de mi rancho con dos muchachos, al parecer labriegos: vestían camisa ancha remangada y manchada; pantalón a la pantorrilla y alpargatas. Mi compadre vestía de paisano, faja y botas militares. Dijo: “Compadre, vengo a pedirle que me ayude a tejer una barbacoa de ramas para cargar hasta Rionegro, el cadáver de mi general”.

Yo no sabía quién era el muerto ni me importaba, pero mi compadre aseguró que si corríamos con suerte, iba a recompensarme. Mi mujer no quería que fuera a esa aventura; yo estaba en deuda: apadrinó a mi hijo; no tanto por la recompensa, acepté. Mi compadre dijo que si no apurábamos, las tropas de O´Leary, que habían salido para Marinilla y Rionegro, podían regresar a Santuario y matarnos.

Los cuatro armamos la barbacoa. Lloviznaba por la trocha que según mi compadre, nos llevaría a la casa en donde dejaron el cadáver. Acordamos que por turnos cargaríamos la barbacoa. Estaba oscuro pero podíamos ver la trocha. Caminamos rápido. Mi compadre, adelante. Todos en silencio.

Clareaba cuando dijo: “Aquí es”, y llegamos al rancho de bahareque. En el corredor: varias sillas de montar estropeadas, mochilas despedazadas, y manchas de sangre en las paredes y el piso; una jaula aplastada, abierta, sin pájaros; en la mesa, migas de pan y debajo de ella un perro muerto a balazos. Entramos empapados de sudor. Sobre un baúl enorme, recostado a unos morrales, el cadáver de un militar con el cráneo destrozado. Mi compadre dijo: “¡Es mi general!”; los muchachos y yo quedamos en suspenso. El muerto era muy joven; le faltaban varios dedos de la mano derecha.

En el suelo, varios soldados muertos; los que parecían jefes, con guerreras adornadas; otros con uniformes de reclutas; muchos aparejos de labranza, enjalmas en mal estado, un balde con agua tinta en sangre; olía a pólvora y a unturas. Pregunté a Plutarco el nombre del general muerto. Mientras escampaba, empezó a contar que el muerto se llamaba José María Córdova; apenas un niño ganó el derecho a estudiar en la academia militar de Medellín con un tal ingeniero Caldas, a quien Morillo mató después en el patíbulo. Terminada su instrucción militar en los llanos con el general francés Serviéz, participó en las batallas del Pantano de Vargas, Boyacá, y muchas más, donde siempre combatió al frente de sus tropas.

Me pregunté por qué mi compadre sabía la vida del muerto. Acomodamos el cadáver. No era muy alto; blanco y tenía los ojos cerrados. Estaba muy frío. Le quitamos las botas, pero le dejamos la ropa como mortaja; con su faja militar le cubrimos la cara. Afuera seguía lloviznando. Esperamos un rato y mi compadre dijo: “Vámonos, ya nos mojamos y de pronto regresan esos desgraciados monárquicos”. Uno de los muchachos, que tenía como quince años, aseguró: “Y esos, ya sabemos quiénes son”.

Mi compadre añadió: “Hipólito, ellos quieren que Bolívar sea rey. Bolívar, al conocer a mi general, que apenas iniciaba su carrera, escribió a Santander que si en el futuro no resultaba un excelente oficial, se llevaría un chasco. Y no se equivocó porque años después lo llamó “El bravo entre los bravos de Colombia”. Antes de la batalla de Ayacucho, Córdova paseó a caballo frente a sus tropas, agitó el sombrero y gritó: “División, armas a discreción, de frente, paso de vencedores”; su temeridad inspiró a sus tropas, y ganaron la batalla. En el mismo campo el general Antonio José de Sucre lo ascendió a general de división, y a sus veinticuatro años llegó al tope del escalafón militar.

Yo ni para qué preguntar si la historia del general me estaba gustando. Todo lo que sabía era que a Bolívar le decían Libertador y se daba mañas para hacer fusilar y ahorcar a muchos de sus amigos, que pensaba le diputarían el poder. Uno en el campo, arando a mañana y tarde, pocas cosas sabe de peleas y generales. Antes de levantar la barbacoa, mi compadre destapó la cara del general; lo miró largo rato, lo vi muy triste y guardé silencio lo mismo que los muchachos.

Levantamos la barbacoa; marchamos por otra trocha hasta salir a un sendero no tan ancho como un camino real; la suerte nos acompañó: escampó, y nadie venía ni una bestia siquiera; la luna salió y las ramas, movidas por el viento, parecían fantasmas; sólo se oían búhos y grillos. Al rato paramos a descansar porque el muerto pesaba mucho, y mi compadre aprovechó:

“Hermógenes Maza y mi general Córdova mataron doscientos realistas en la costa. Cuando Bolívar supo que Maza ordenó al verdugo, un negro de machete, que cercenara sobre la borda del barco la cabeza a cada realista, y el rio Magdalena se tenía de rojo, les prohibió derramar más sangre”.

Mi compadre Plutarco pensó un rato; luego: “¿Adivinen qué hicieron después para cumplir la orden?”.

“Maza obedeció a su modo a Bolívar: en adelante metió en costales, y por parejas, a todos los realistas capturados, y los tiró al río. Después, Córdova y Maza en carta a Bolívar, dijeron que mataban realistas sin derramar sangre. Sólo escapó Juan Sordo, porque en la escuela fue profesor del general Maza”.

Al fin llegamos a la entrada de Marinilla. Mi compadre dijo: “Debemos hallar dónde ocultarnos”. Buscamos hasta que uno de los muchachos, Hipólito, dijo: “Allá, adelante, al otro lado de la cerca, junto a la maleza, veo un zanjón”. Apuramos el paso y arrastrando la barbacoa, nos metimos a la zanja. “Quédense aquí mientras busco en dónde dejar a mí general”, dijo mi compadre, y se fue. Como ninguno sentía miedo, aprovechamos para ver otra vez la cara al muerto. Me atreví a preguntarles si sabían por qué habían matado al general.

Los muchachos, siempre tan callados, al fin empezaron a hablaron uno después de otro, y por ellos supe que también lo llamaban “mi general”:

“Cuando mi general Córdova se le rebeló a Bolívar, nos mandó reclutar, ¿cierto Clemente…?”, dijo Hipólito.

Los nombrados empezaron a comentar en orden, y yo a callar:

“Yo tenía miedo y sólo esperé que empezara el combate para correr”, dijo Clemente.

“Los otros, los del gobierno, mandaron al coronel Montoya a negociar”, dijo Hipólito.

“Montoya dijo a mi general que no podía vencer porque las tropas del gobierno eran superiores”.

“Montoya se fue cuando mi general le contestó que no era imposible morir”.

Los muchachos, animados por la ausencia de mi compadre, no se respetaron el orden y empezaron a quitarse la palabra:

“Días antes mi general descubrió la traición de su oficial Miguel Ramírez, quien sin resistir dejó pasar al enemigo por el puente sobre el rio Balseadero. El jefe de los enemigos, un inglés, O´Leary, gritó a mi general que se rindiera para no matarnos...”, alcanzó a decir Hipólito, porque Clemente agregó: “El general contestó que Córdova no se entrega a un vil extranjero, mercenario y asalariado; primero sucumbe”. Empezó el combate y desde la cañada escuché los gritos y el ruido de los fusiles”, dijo Hipólito.

Clemente me dijo: “Cuando terminó el combate, las tropas del gobierno se fueron y casi al anochecer salí de mi escondite. Entonces vi venir a su compadre Plutarco acompañado de Hipólito”.

“Llegamos a la casa donde estaba mi general Córdova muerto”, dijo Hipólito. “Perdimos la batalla, dijo su compadre…”, interrumpió Clemente. “Estábamos los tres en medio de los muertos; las tropas del gobierno se habían llevado prisioneros a los vivos y heridos…”, dijo Hipólito. “Después su compadre nos ordenó venir con él donde usted”, atajó Clemente..

Iba a preguntar cómo se alistó mi compadre en las filas de Córdova, pero mi compadre llego de pronto, y disgustado por el desorden, grito: “¡Nos callamos, y nos vamos!”. Y eso hicimos.

Cantaban los gallos; continuamos a pasitrote con la barbacoa. Llegamos a una casa abandonada y descargamos a mi general. Como estaba oscuro creo que nadie del pueblo se dio cuenta. A nuestro paso las vacas mugían, los gallos cantaban; por entre la niebla oscura que se movía sobre los techos y los árboles, subía el humo de las chimeneas. A las volandas cruzamos potreros, saltamos cercas, y antes del amanecer volvimos al camino.

Mi compadre ordenó: “Dejémoslo aquí, y mañana regresamos a sepultarlo”.

Libres del peso del general, mi compadre habló: “Mí general Córdova estuvo en el puente de Boyacá. No tenía veinte años cuando fue ascendido”.

Después ordenó ocultarnos en un bosque cercano para comer de los morrales. “Vamos, falta poco para que amanezca”, dijo, y caminamos rápido, después, despacio. Como quería saber más del general, dije: Entonces el muerto que cargamos era malo. Mi compadre se paró enojado; se metió bajo la ceiba distante de la casa donde dejamos al general, lo seguimos y nos sentamos sin decir palabra. Miramos al camino: estaba solitario. “Quienes fueron cobardes en los campos de batalla, empezaron a envidiar a mi general”, dijo mi compadre. “Se enamoró de Manuela Morales. Pensó pedir la baja a Bolívar para casarse, pero como andaba de campaña en campaña, de combate en combate, ella se casó con otro. Al morir don Crisanto, su padre, mi general cedió parte de su herencia a sus hermanas, y pagó a su madre, doña Pascuala Muñoz, dos tercios de su sueldo, y mi general quedó viviendo a ración. Después se enamoró de Fanny Anderson, hija de un cónsul inglés y estuvo por casarse, pero se rebeló contra Bolívar”. Con esto, y lo oído a los muchachos, las piezas de la historia encajaban. Cobré simpatía al general muerto, y pregunté: Y eso, ¿por qué se rebeló?

Mi compadre dijo: “Bolívar cambió el título de Libertador por Dictador y quiso dejar el de Ciudadano por el de Monarca”; no pudo seguir porque divisamos en el camino a quien por su gorra descubrimos que era gobiernista, y arreaba dos mulas cargadas con cuatro arcones. Al pasar, no lejos del árbol donde estábamos, sin detenerse ni mirarnos, dijo: “Usías, buena mañana les dé Dios”.

Pensé que mi compadre saldría a matarlo, pero dijo: “Buen día, su señoría”; y lo dejó pasar de largo. “Es un gobiernista pero habla como un realista. Hay que matarlo”; dijeron en voz baja Hipólito y Clemente.

Yo también estaba por matarlo, pero mi compadre ordenó: “No hay necesidad. Puede ser comerciante o emigrante. Por su forma de hablar o vestimenta no hay que a matar a nadie… esperemos un poco y lo seguimos”.

Lo seguimos buen trecho, callados, vigilantes. Él avanzaba sin mirar atrás, unas veces silbando, otras hablando a las mulas, hasta que se paró mear y nos vio. Mi compadre dijo de repente: “Conozco al traidor. Ya sé quién es… ¡Vamos por él! Es gobiernista, pero no español. Primero dejémoslo que hable…”.

Cuando lo tuvimos al lado, el supuesto malvado empezó: “Por si no lo saben hubo combate en Santuario. El general Córdova fue muerto por las tropas del general Daniel Florencio O´Leary…”.

“¿Cómo lo sabe? cuéntenos algo”, dijo mi compadre. Empezamos a caminar al paso lento de sus mulas, y él a decir que había llegado a Santuario dos días antes; que sorprendido por las tropas de O´Leary, fue obligado, como otros muleros, a transportar el avituallamiento, y cargar a la espalda a los oficiales para que pudieran pasar un lodazal.

Mi compadre callaba. “De combates no sé nada, pero la vida me puso ojos y oídos para ver la derrota de Córdova y cómo lo mataron”, dijo el mulero. Mi compadre se las ingenió: “Vamos buen hombre, no tengamos prisa; empieza a calentar el sol. Vamos, metámonos debajo de aquel árbol y nos hablas de Córdova, el maldito rebelde”. El mulero se mostró feliz al oír llamar rebelde a Córdova, y nosotros de que cayera en la trampa; aceptó y fue su perdición, porque llevó lejos del árbol sus mulas; las sujetó a unas ramas y continuó:

“Los espías contaron al general O´Leary que Córdova había llegado a Santuario con sus tropas mojadas y enlodadas, y acamparon no lejos de la capilla. Me escurrí a un matorral cercano al campamento enemigo, y pude oír a Córdova que bajo un roble, planeaba con sus oficiales la estrategia. Tan cerca estaba de ellos que podía sentir el calor de las fogatas y el olor del tasajo”.

Luego echo a caminar hacia las mulas; soltó los arcones; uno de los muchachos, Hipólito, fue en su ayuda pero lo rechazó con dureza: “No permito manos extrañas sobre mis valijas”. Quitó los arreos y con su cuerpo impidió que viéramos el arcón que acababa de abrir. Sacó una botella. “Hay que celebrar vuestras mercedes. El vino es amigo que anima la conversación”.

Nos miramos; mi compadre arrugó la frente: “Este, unas veces habla como criollo, y otras…Hagamos que siga soltando la lengua y…”.

El mulero corrió hacia nosotros; no parábamos de mirar los arcones; se quitó la gorra. Bebimos y el mulero contó: “Córdova tenía pocos hombres; lo hirieron y su ordenanza lo bajó del caballo para llevarlo a la casa que hacía de cuartel. Castelli ordenó cese de fuegos e intimó rendición. O´Leary con otros oficiales discutió a Castelli y partió con sus hombres tras un oficial de Córdova que se batía en retirada. Salí del escondite; me presenté a dos oficiales ingleses y fui con ellos a la puerta de la casa en donde se encontraba Córdova”.

Otra vez bebimos. Mi compadre apretaba las manos y temí que lo matara, pero noté que fingía no saber nada de lo que decía el mulero. Los tres cruzábamos miradas disimuladas a la espera de que mi compadre Plutarco ordenara actuar. El mulero dijo que estaba presente cuando Córdova pidió hablar con O´Leary, y que Murray, que ya salía, tropezó en la puerta con Hand, quien sable en mano y furioso, le preguntó: “¿Dónde está Córdova?”; Murray contestó que adentro. Hand juró matar a Córdova, pero Murray le dijo que no manchara sus manos con la sangre de un hombre herido y rendido. Hand le respondió que sí lo mataría, y a quien se opusiera.

Hipólito y Clemente se enderezaron y mi compadre preguntó: “¿Qué palabras dijo? Trate de recordar” y el mulero continuó:

“Hand entró y yo desde la puerta le escuché a medias: “¿Quién es Córdova aquí?”. El general respondió: “Yo soy Córdova”. Avancé un paso adentro para oír mejor. Hand gritó: “¡Tome usted!”, y lo vi descargar el sable sobre la cabeza de Córdova, que cayó de la cama. “Por qué me hieres”, preguntó Córdova y con un segundo golpe le destrozó la mano y varios dedos. Con un tercer golpe lo hirió en el cráneo, y Hand salió. Juro que me aparté mudo de espanto. El general estaba bañado en sangre. Llegaron centinelas y me ordenaron salir. Ya afuera escuché que Murray y otros oficiales preguntaban a Hand: “¿En dónde está el general Córdova?” y éste les mostró el sable ensangrentado”.

Miré a mi compadre y no sabía cómo hacía para contener la rabia, porque dijo: “¿Cuál era el nombre completo del asesino?”.

“Un soldado de O´Leary me dijo que se llamaba Ruperto Hand. Por último, me obligaron a ir en el desfile de vencedores, para contemplar la agonía de Córdova. Muerto Córdova, O´Leary lanzó una proclama ante el cadáver. Aproveché y escapé con mis mulas hasta donde ahora estamos”.

Mi compadre le gritó: “¡Considérese muerto, canalla!”. El mulero miró asustado, y empezó a tartamudear; intentó correr pero mi compadre nos ordenó sujetarlo; se soltó la faja, él mismo lo amarró, y dijo: “Revisen los arcones”, y preguntó a todos: “¿Lo matamos?” El mulero en su afán por defenderse, gritó: “¡Le juro que soy inocente! Señores, les cuento todo: Al saber de la rebelión de Córdova contra Bolívar, me alisté en las tropas de Córdova, bajo el mando de Miguel Ramírez, el mismo a quien Córdova ordenó dejar pasar a O´Leary, que era el edecán de Bolívar, por el puente del Balseadero. La estrategia de Córdova consistía en que una vez O´Leary cruzara con sus hombres, Ramírez derribaría el puente para separarlo del resto de su ejército y atacarlo. Ramírez se vendió y me obligó a cargar sobre las espaldas a O´Leary, para que pudiera cruzar el lodazal. Traté de escapar para avisar al general Córdova, pero rodeado de enemigos vi frustrada mi intención”.

“Traigan los arcones”, dijo mi compadre. Luego, acusó al mulero: “¡Usted, maldito mulero, cargó a O´Leary! ¡¿Y ahora lo traiciona contando lo que hizo?!”. El mulero rogó: “¡No tengo culpa! ¡O´Leary me ofreció tomar como pago algunas cosas de los muertos; atrapé las mulas, empaqué y escapé, señores! ¡No quiero más combates, sólo misericordia, señores!”.

Acto seguido revisamos los arcones y mi compadre preguntó: “¿Cuál es la pena según las ordenanzas militares, para quien además de traidor es ladrón? ¡Quiten las riendas a las mulas. Átenlas, trencen con ellas una soga y vamos a la cañada!”.

Él mismo hizo el nudo y pasó la cuerda por la rama del árbol. Lo subió al mulero a la mula, la palmeó, y la rama traqueó a cada sacudida del mulero. Todos nos quedamos en silencio hasta que el mulero no se movió más. Después fuimos por la mula. Ya en camino mi compadre buscó en su faja varias monedas para Hipólito y Clemente, y les ordenó marcharse rápido. Al quedar solos, arreamos hasta mi rancho las mulas que cargaban los arcones.

Al otro día, tomé un trozo de carbón, y regresé con mi compadre Plutarco a sepultar al general. Le quitó las botas y las cambió por mis alpargatas. Tuve que aceptar, ¿qué más hacía? él mandaba. Después pusimos en la tumba una cruz con el nombre José María Córdova. Plutarco dijo: “Compadre Remigio, te ordeno guardar silencio; ganaste la recompensa”, y no dije nada. ¿Qué más hacía si él mandaba?

De regreso, y feliz con mis botas, cuando pasábamos por el borde la cañada, ordenó paramos a divisar al fondo el cuerpo del mulero que todavía estaba ahí, girando lento, a la sombra del árbol.

Luis Carlos Vélez Barrios
Febrero 4 de 2008

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