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Cultura  |  24 octubre de 2021  |  12:20 AM |  Escrito por: Administrador web

Un trozo de historia patria no contada

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Un texto de Ofelia Arévalo Ariza. Hace parte del libro Literatura Herramienta de la Historia. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

La estación del tren estaba en movimiento. Gente de todas las edades apresuraban el paso o hasta corrían. El tren Armenia-Cali, estaba por salir. Sonó el pito dos veces anunciando que faltaban cinco minutos para partir. Más carreras y voces más altas pues la máquina de este tren –llamada locomotora- era de vapor y su pesado engranaje bastante ruidoso.

Mientras soltaba nubes de vapor, sonó la campana de la estación y luego el pito del tren “tuuuu tuuuuu”, que inició su marcha muy despacio, como si necesitara reunir fuerzas para arrastrar su pesada carga. Eran exactamente las 6:10 a.m. El tren jamás salía ni antes ni después. Era 25 de noviembre de 1958 y yo iniciaba mis vacaciones de la escuela; me esperaban seis horas treinta minutos de recorrido.

Yo conocía esta rutina, pues había ido con mi mamá varias veces a Cali. Aún hoy me parece oírla diciendo: “mañana hay que madrugar… Afánese pues mija que nos deja el tren…”. Hoy era diferente, hoy nuestro viaje iría hasta Buenaventura; lugar apenas conocido de nombre, al que nunca había ido, pero que sabíamos quedaba junto al mar, según contaba mi hermana quien vivía allá con su esposo y sus cinco hijos.

El largo tren tenía vagones para carga y otros para pasajeros. Los de pasajeros se clasificaban de acuerdo al costo de su tiquete. Los de primera, tenían sillas abollonadas y quedaban cerca de la máquina; los de tercera, y más baratos, quedaban más atrás y sus sillas eran de madera, parecidos a las sillas de los parques de hoy, en pares; es decir quedaban espaldar con espaldar.

En cada vagón había una doble hilera, separada por un pasillo donde los niños correteaban, hasta que la mamá los llamaba; vendedores internos del tren que ofrecían “mecato” y gaseosa, el menú del vagón restaurante. Igual pasaban los tiqueteros, señores de traje azul y quepis que antes de cada parada, revisaban los tiquetes y con algo parecido a un alicate le hacían un hueco, o cobraban si usted no tenía tiquete.

paradas eran: La Tebaida, Vallejuelo -allí vendían bizcochuelos-, Caicedonia, Zarzal –donde ofrecían Coclí, como si fuera sudado de gallina, eso decía mi mamá-Bugalagrande, Buga -y allí era el manjar blanco, colaciones, desamargados-, Tuluá, Palmira; y así, en cada parada se le iban a uno los ojos detrás de los canastos o bandejas que acercaban, hombres y mujeres vendedores, desde el andén hasta las ventanillas. También servía el pasillo para poner las maletas, cajas de cartón y costales que como equipaje cargaba cada pasajero o familia y que, por cierto, a nadie se le ocurría cobrar por transportarlo.

Además, algo muy importante para viajar en tren sin pasar malos ratos: mantenga las ventanillas cerradas. ¿La razón?, el combustible utilizado por la locomotora era carbón mineral y claro, junto con la estela de humo de su chimenea, salía ripio de carbón que no caía tanto en los primeros vagones, los de primera, pero sí eran compañía permanente en la cabeza y en los ojos de los viajeros de los vagones de atrás, o sea, en los de tercera.

¡Ah! Y no tengo idea de cuáles eran los de segunda porque sólo hoy, escribiendo este relato, se me ocurrió la pregunta.

a Cali y entre mi mamá y yo y algún alma caritativa, bajamos el maletín de la ropa y una enorme caja de cartón - o al menos así la veía yo- con plátanos y yucas, para colaborar con la comida. Preguntamos por el tren de Buenaventura y nos lo mostraron en el mismo andén, un poco más adelante y corra porque sale a la 1:00 de la tarde.

Y, sí; corrimos arrastrando la caja, y nos subimos a los de tercera. Me angustiaba un poco no ir a comprar el tiquete, pero mi mamá me miró, sonrió y me dijo: “No mija, se lo compramos a un tiquetero apenas nos pregunten”.

la campana de la estación, pitó el tren y partió. Al poco tiempo ya no había campos blancos de algodón ni cañaduzales, propios del Valle, sino sembrados desconocidos, porque tampoco era café. Subimos a la Cumbre, único caserío que pasábamos; bajamos, y ya todo lo que veíamos era el río Dagua, y no exactamente su rivera, pues corría algunos metros más abajo del trazado de la carrilera. Del otro lado del rio, sólo montaña.

No había pueblos como en la primera parte del viaje. Pasamos muchos túneles, creo que son 17 (digo que son, porque este Ferrocarril Del Pacífico sigue prestando servicios de carga entre estas dos ciudades). Oscureció y a las 7:30 de la noche, nos detuvimos. Habíamos llegado a Buenaventura. Habíamos viajado 13 horas, Armenia-Buenventura.

siempre, alguien nos ayudó con la caja de cartón. Fue una sensación un tanto extraña, pues las personas que estaban a nuestro alrededor, eran de raza negra y aquí en el Quindío, recordemos era 1958, eran sumamente escasos los negros que veíamos.

Pero bueno, en algo parecido a un bar, un señor nos miró medio extrañado cuando le pedimos nos prestara el teléfono, pero dijo que sí. Le pasé un papelito con el número y al momentico me pasó la bocina, era una cuñada de mi hermana quien me preguntó dónde estábamos, miré al señor del mostrador sin saber qué decir y le pasé el teléfono; oí la explicación, dimos las gracias y nos paramos en el andén; después apareció mi hermana con su esposo y nos fuimos a la casa.

En la mañana, desde el pequeño corredor, vi a lo lejos el mar. Quedamos ahí mirando, hasta que mi hermana, con una canasta en la mano nos dijo: “vamos a mercar que aquí se compra el diario”. Fue nuestro primer acercamiento a muchos productos del mar, bastante intimidantes para uno que de Nicuro, Bocachico y Bagre no había pasado y eso que en Semana Santa.

Unos días después fuimos donde doña Sixta, una amiga de mi hermana y allí me quedé mirando lo que me pareció un mundo de niñitos – creo que eran como nueve o diez-, desde pocos meses hasta ocho o diez años. Todos eran diferentes, así que yo no entendía mucho el asunto, pero doña Sixta a todos, les ponía cuidado y hasta mandó a dos a la escuela.

Cuando nos fuimos, claro que pregunté el porqué de ese grupo de niños si no era una escuela; además, ninguno le dijo mamá o abuela, le decían tía. Mi hermana me dijo que ella sólo los cuidaba porque las mamás trabajaban y que allá, en Buenaventura, a las personas mayores les decían tías o tíos.

días fuimos al parque y vimos más de cerca el mar y percibimos su olor diferente al de cordillera y cafetales. Nos quedamos asombradas del tamaño de los barcos y supimos qué es un “práctico”, una marea, y la diferencia entre una canoa y una lancha. Vimos casas construidas sobre palos, como a dos metros del piso que se veía era pantano y nos explicaron el por qué.

Para salir o entrar a una callecita empinada donde estaba la casa, debíamos caminar unas dos cuadras de una calle famosa, “La Pilota”, que hoy ya no existe como tal. Era el camino en la mañana para ir a mercar a la plaza Pueblo Nuevo, y siempre pensé que, como había música, se parecían a los cafés, que había alrededor de la galería en Armenia -sólo recuerdo el nombre de uno: Café La Montaña-, sitios a donde las niñas no podíamos ni mirar de reojo, y que eran paso obligado cuando, con mi mamá, salíamos de misa de 12 en San Francisco; cruzábamos la calle 15 y entrábamos a la galería a mercar. Sin embargo, la noche que veníamos de donde doña Sixta en Buenaventura, vi que seguían abiertos y parecían de fiesta; pregunté y me dijeron que sí, que ellos eran de muchas fiestas… y ya.

años después, porque mi hermana se quedó viviendo allá, entendí, cuánto significaban las señoras que cuidaban los hijos de las chicas que “trabajaban” en la “Pilota” y en otras “casas de negocio” –como les decían- ubicadas en la carretera a la salida del puerto.

En esos años las mujeres jóvenes de esta región no se iban para Japón, Italia, Chile, Méjico, o islas del Caribe, no señor, se iban para Buenaventura, a “La Pilota” y a la carretera donde llegaban todos los “embarcados” del mundo, a buscar rumba, diversión y mujeres y a pagar con dólares u otras monedas extranjeras.

Muchas terminaban embarazándose de estos viajeros del mundo; algunos les enviaban dinero que jamás alcanzaba y entonces seguían en su trabajo, lo que impedía estar al cuidado permanente de sus hijos y bueno… allí estaba “doña Sixta” y supongo que muchas Sixtas más, a quienes pagaban por cuidarlos. No sé cómo serían las otras Sixtas, la que yo conocí, se encariñaba de estos niños.

Y pasaban muchas cosas con ellos: mamás que desaparecían por tiempos, luego volvían y se los llevaban para otras ciudades o países, otras que morían y aparecían los familiares por el niño, o a los meses llegaba el papá embarcado y se enteraba de la muerte de esa mamá y simplemente desaparecían, o los que establecían el compromiso de seguir con la manutención como fue el caso que conocí.

papá peruano que dejó a su hija con ella, mantuvo pendiente de la niña, vino a su graduación de bachillerato y se la llevó. Nelly, nombre de la niña, siempre se comunicó y le compartió sus logros. Diferente fue un niño de ojos rasgados a quien sólo recuerdo por el apodo que lo describía: “El Chino”. La mamá murió, pero nadie, aparte de Doña Sixta, estuvo con él acompañándolo a crecer. Ella enfermó y fue él, ya un hombre hecho y derecho, quien la cuidó, acompañó hasta el final… y es quien, máximo cada mes, lleva flores a su tumba.

Hoy, reflexiono en cuánto ganaban estas cuidadoras que en más de una vez se convertían, no en madres sustitutas, sino en verdaderas madres. No lo eran por amor o desengaño sino por un compromiso elegido, por el que nunca fue mucho dinero el que recibían, pero si mucho el afecto y familia que retornaban. Me pregunto: ¿la necesidad y las costumbres generan leyes?

¿Son estas historias las que generaron las normas sobre Madres Comunitarias, cuando tanto se habla de protección familiar por parte del Estado? ¿Cuántos años pasaron entre “el hacer”, dictado no sólo por la necesidad, sino también por el corazón, y dictar reglas y normas legales que hoy conocemos para regular esta actividad? ¿Funcionan mejor que los cuidados de las doñas Sixtas que existieron antes y después de 1958, hasta los años 80s, época en que creo recordar inició toda la legislación al respecto?

Hablamos de Historia Patria y uno se pregunta: Todas estas doñas Sixtas, que cuidaron a no sé cuántos niños ¿no estaban construyendo patria? Porque vaya uno a saber, de estos niños indefensos, ¿cuántos son hoy ciudadanos honestos, gracias a esa vida familiar que encontraron con ellas en momentos tan difíciles?

Por eso creo que esta es una Historia Patria no contada, pero realmente vivida y… ¿sufrida?, por personas comunes y corrientes, bien lejos de los hacedores de leyes.

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