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Cultura  |  01 diciembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El nuevo libro de Juan Aurelio García: Vanas gentes, o el álbum de los poetas sin poesía

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Por Nelson Romero Guzmán

 

Vanas gentes, de Juan Aurelio García es, ante todo, un libro escrito por un lector sobre los poetas y, por supuesto, sobre la poesía. Se le advierte al lector rastreador de asombros que en sus páginas no encontrará la imagen sorprendente, el adjetivo que da vida (y sí el que mata), ni la metáfora que sacude por su capacidad de epifanía o plasticidad. Se trata más bien de un libro solitario, díscolo, en contravía con la idea que se tiene del poeta y de la poesía, un fuera de lugar necesario en la tradición poética más reciente, que puede ser Colombia u otro contexto en la era de la globalización de la cultura. Por tanto, un trabajo de escritura del desconcierto del poeta y de la poesía. No ensalza el lenguaje y más bien lo derriba de sus abstracciones y de su pretendida belleza. Juan Aurelio García se nos presenta como un poeta desdoblado en un lector callejero que asiste a recitales de poesía, donde el único público asistente son los mismos poetas y las sillas vacías. En el texto final, que hace las veces de epílogo, escrito a manera de noticia, nos informa Juan Aurelio que ahora él es un famoso y consagrado lector, muy al contrario de quien escribe un libro de poemas para declararse un famoso y consagrado poeta. Me congratulo con ese riesgo de asumir el revés de la escritura de un género literario al que se le ha endilgado la más alta exigencia del lenguaje.

Estos textos ejercen la crítica literaria a su manera, no dicha con las categorías teóricas de un canon crítico construido desde la academia, sino desde las frases comunes; incluso la escritura de los mismos (poemas) reemplaza con frecuencia la metáfora por el refrán. En tal sentido, no se trata de un libro sin arte, siendo su autor un gran poeta, sino de una obra intencional, de una creación deliberada a través de la cual asistimos al desenmascaramiento social de la figura del poeta, quien cada vez más —y con más fuerza en nuestros tiempos banales— se confunde con la figura de un burócrata o de un lotero. El libro empieza con una cita irónica del poeta del renacimiento español Francisco de Quevedo, para decirnos que la banalidad en la poesía tiene un largo recorrido, con orientaciones distintas en cada época y en cada contexto, pero en el fondo es la misma expresión de la poesía como fruto vano y vacío. La alusión la completa otra cita, ya en el contexto de la poesía colombiana actual, por cuenta de Álvaro Mutis, que hace referencia a la gente vana dada a la mentira. Esas gentes vanas son los poetas, los lectores, los gremios, los recitales, los grupos, los de plataforma de redes sociales, en fin, el poeta absorbido por el capital de la cultura, por el deseo de figurar en la sociedad en desmedro del arte, realizando el rito sacrificial de la poesía para erigir al poeta entre comillas. Juan Aurelio desenmascara a estos personajes huecos. En nuestros tiempos, lo grave es que al poeta le preocupa menos la poesía —eso lo sabemos y lo callamos—, convirtiéndose en la figura del cínico, del delincuente de la poesía, el que la asalta en su buen nombre y luego se presenta ante la sociedad, ya no tomando como modelos grupos tradicionales como “Mito” en Colombia, sino en gremios cercanos a los círculos sociales, como en el caso de los Círculos de Poesía, donde la banalidad es evidente.

Cada época en cada contexto literario ha hecho altos en el camino para señalar cómo la banalidad, o mejor, lo vano, hace una loca carrera en manos de unos pseudopoetas, para apoderarse de los escenarios artísticos, queriendo hacer masiva la plataforma desde donde han actuado o actúan. Esta preocupación, para citar un ejemplo, corrió por cuenta del poeta galés Dylan Thomas, quien poco antes de su fallecimiento en 1953, dejó reunidos unos textos, del cual el titulado «Cómo llegar a ser poeta» (1950) da cuenta de estas prácticas. El propósito de Thomas en esta historia, como es de suponerse, resulta claro e intencional: “Yo no considero la Poesía como un Arte ni Oficio, ni como la expresión rítmica y verbal de una necesidad o premura espirituales, sino simplemente como el medio para un fin social”. A partir de esta premisa, desenmascara y clasifica a los poetas de su tiempo, quienes ven en la poesía no un arte —que no les interesa— sino un fin para un posicionamiento social, personal y económico, incluso para ascender a cargos burocráticos. Entre los tipos de poetas que nos presenta Thomas, están los poetas funcionarios, con certificado de “líricos”; entre éstos se encuentra “el poeta delgadito, de aspecto más que imberbe” y “el poeta de gran papada y poblada pelambrera”. Además, el poeta galés ofrece los métodos utilizados por estos gremios para llegar a ser poetas, que buscan convertir la poesía en empresa de alto rendimiento. Estas clasificaciones crean, a su vez, cierto tipo de poesía, entre ellas, la poesía como forma de chantaje. En esa clasificación se oculta, tal vez, el poeta, quizá el verdadero o el auténtico: “el que tan sólo escribe porque quiere escribir, a quien publicar o dejar de publicar no le preocupa en absoluto, y que puede enfrentarse tranquilamente con la pobreza y el anonimato, de ése pocas cosas de valor puedo decir. Este no es un hombre de negocios. La posteridad no es rentable”. En fin, las oficinas de El Poetastro podrán ser convertidas por el Estado en parques nacionales, dice Dylan Thomas.

A esa línea de la ironía y del sarcasmo del poeta galés, se vincula el registro del libro Vanas gentes de Juan Aurelio García, quien dialoga abiertamente con el contexto de la poesía colombiana actual. Este poeta nacido en Armenia, Quindío, nos presente su propia visión de las cosas, con arreglo a un lenguaje que por sí mismo lo denuncia. La novedad corre por cuenta de un lector-autor que escribe sobre las vanas gentes y que propone su propia clasificación. Son textos que van de la mano de la ironía y el sarcasmo, como quedó dicho, lo cual le permite presentar ciertos tipos o retratos morales de poetas y los sórdidos escenarios físicos y sociales en los que cumplen con su artificioso papel de embaucadores. Considero un trabajo necesario y novedoso el de Juan Aurelio, detenerse a jugar con las máscaras, incluyendo la suya propia, sin importarle si su libro se cataloga en los preconceptos de bueno o malo, pues no es su propósito empotrarse como poeta, ni como antipoeta, sino como lector anónimo, común y corriente, y crítico a su vez de los amaneramientos del falso escritor de autopropaganda de su Club.

Paso a ejemplificar, desde varias citas del libro de Juan Aurelio, algunos de los sarcasmos que tipifican a sus personajes convocados. El poema «En plata franca» retrata al poeta burócrata, de vida laboriosa, encerrado entre las formalidades de una oficina, de quien “se rumora que escribe y es poeta”, por lo que todos sus allegados lo convierten en objeto de burla, pues no es el prototipo social del artista que describe León de Greiff en su poema «Tergiversaciones», como ese que ven de pelo largo, barbado y de “alta pipa”. El poeta burócrata de Juan Aurelio tampoco es el fingido o el falso, sino quien asume la poesía como un lugar en la vida cotidiana y así lo acepta en medio de “su dicción algo nerviosa”:

 

Hablando en plata franca

de Laureano el compañero de oficina

hay que decir que es un burócrata

 

Por los pasillos

entre algo de guasa y risas maliciosas

se rumora que escribe y es poeta

y él, un poco acorralado

cuando se lo preguntan

intenta defenderse con decoro

pero su dicción algo nerviosa

lo termina delatando

 

A su turno le sigue el poeta vergonzante, quien sin tapujos se muestra ante el mundo y se autoproclama:

 

A su modo tienen algo de malditos:

lo que es a la poesía, no la buscan

pero la poesía sí los busca a ellos

como si se hubieran escapado del hogar

como si hubieran roto con la madre

 

Otro prototipo es el poeta saqueador, el que vive de la sangre ajena y, por tanto, ejerce el vampirismo:

 

Un escritor que deambula

y deja insinuar a su pesar

su aleta de tiburón

no es que se note

pero él sí puede estar

tomando nota en la conversa

 

Maravillado de su hallazgo

se lanzará después a transcribirlo

en su portátil

 

Otros que abundan son los poetas loteros, prototipo del poeta dolido, el que se hace a su séquito, a su propia clientela; es normal verlo deambular por la ciudad vendiendo sus poemas. Más simuladores son los poetas agremiados:

 

No todo es adversidad

al ofrecer de mesa en mesa sus poemas

Nunca falta aquella gente

que se sale del paso

y le sabe deslizar una moneda

o un billete

 

Otro es el escritor de escritorio, aquel que convierte su casa en caverna, opta por el encierro y palidece, “hibernando en su cuarto / o en sí mismo”.

Con todo, el libro de Juan Aurelio es luminoso por el lado de lo oscuro, una moneda lanzada al vacío que al caer se reconoce más por su sello que por su cara. Fue una gracia leerlo y asistir a la crucifixión del poeta en el Gólgota de su propia soledad. Es un libro para incomodar, dirigido a los poetas y a los lectores cómodos. Me gusta porque aquí el lector toma venganza al burlarse de los poetas que se burlan de la poesía o la convierten en fácil moneda.

 

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