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Cultura  |  20 febrero de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

CUENTO DEL DOMINGO: A la captura del chucho

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Por Mario Augusto Castro Beltrán

Era un bóxer tan grande como un ternero de seis meses. Así me lo imaginaba yo cuando oía la noticia de que se había escapado y que su dueño, el señor Contreras, ofrecía una recompensa de doscientos pesos para la persona que fuera capaz de atraparlo y traérselo a su casa. Es una paradoja: yo nunca había visto a ese can, pero aún lo tengo presente en mi mente como si ayer mismo lo hubiera notado luego de haberlo visto durante media vida. Pudo ser, quizás, que, sin darme cuenta, lo hubiera visto en alguna ocasión que jamás he podido recordar. Lo cierto es que por aquellos días en que Hércules se escapó de la cadena de su amo, sentí la sensación de que tenía que refugiarme en algún sitio, pues no podía correr con el riesgo de que el inmenso perro se presentara a la vuelta de la esquina de la cuadra de mi casa, me gruñera un par de segundos, se dejara venir sobre mí y procediera a despedazarme sin contemplaciones. Y esa sensación de refugiarme se hizo más intensa en mí desde el momento mismo en que oí decir que Hércules sufría de hidrofobia. Pero yo no sabía lo que era la hidrofobia; solo lo vine a saber años más tarde, cuando alguna vez leí en la prensa que habían muerto tres personas en la capital a causa de las mordeduras que les había propinado un perro callejero invadido por ese terrible mal, y que una más se encontraba al borde de la muerte debido a que una de las muertas la había atacado con tal virulencia que había acabado por trasmitirle la maléfica enfermedad, antes de morir. En aquella ocasión, sentados sobre un billar del bar de mi padre, él me explicó lo que era y me aclaró, además, que también era conocida con el nombre de rabia. Pese a que no lo sabía, la palabra hidrofobia me asustó por sí misma; me sonó como a susto, me sonó como a espanto, me sonó como a la Patasola, como a un endriago, como a duende, como a bruja. En esas yo contaba con seis, siete años de edad. La sensación del peligro que podría correr yo con el gran can suelto, se aquilató más aún cuando mi hermano Julián me contó que el bóxer era un animal con el cuerpo del mismísimo león, pero con una cabeza distinta y con una jeta negra a cuyos lados colgaban dos largos y negros pliegues semejantes a las orejeras de los caballos de tiro. Ahí fue cuando me escondí todavía mucho más. Me escondí en mi casa, si bien es verdad que antes consideré que quedaba bien resguardado con apenas moverme del bar de mi padre a la casa y de esta a aquel, cuantas veces lo quisiera. Y hasta llegué a meterme varias veces debajo la cama doble de mis padres, cuando escuché decir que Hércules era un animal tan espectacular como que había sido visto saltando por encima de la estatua del Libertador, una vez que había escapado de las amarras de su dueño. Eso deben entendérmelo, muchachos, pues la magnitud de aquel salto sensacional era tal, que basta con saber que la testa del monumento estaba a cuatro metros del suelo. Y no solo eso: fue que cuando Hércules escapó lo hizo saltando primeramente desde uno de los balcones de la casa del señor Contreras, y eso que ese balcón estaba en un segundo piso, más alto inclusive que la mollera del Padre de la Patria. Tres días más tarde, ya me sentí libre de peligro cuando supe que Hércules había sido atrapado y conducido a la casa de su amo, quien argumentó que de allí ya no se volvería a escapar porque lo habría de tener atado a una cadena siete veces más gruesa que la que el animal había despedazado cuando tomó las de Villadiego. Luego de mucho tiempo supimos en el pueblo que lo de la cadena había sido una mentira, pues, hasta que el inmenso perro murió bajo el ataque despiadado de un centenar de gatos enfurecidos —por una serie de sospechas de hombres vigilantes de lo que hace y no hace el vecino—, se concluyó que nunca había sido encadenado por el dueño, quien incluso dormía con Hércules en la misma cama. Fue Julián quien me llevó la buena nueva de que el chucho había sido capturado, y fue él mismo quien me contó lo que había sucedido después de que se había escapado. Sucedió que cuando la gente más atrevida y temeraria del pueblo se enteró de lo de la recompensa ofrecida por el señor Contreras, se movió en dirección al sitio hacia donde se había encaminado el bóxer, media hora antes. No fueron muchos los hombres que a la larga se apuntaron para tal tarea, mas lo que si fraguaron fue andar en grupos de cuatro o cinco, pues en el fondo nadie se atrevió a confiar en que el can sería cogido por las buenas; cada uno pensaba que si el animal se había escapado como lo hizo y ahora andaba por los campos libre de ataduras y de encierros, no se rendiría con facilidad y saldría a relucir garras y dientes con tal de defender su nueva condición de libertad. Dicen que antes de ser capturado, Hércules hizo correr tras de sí a más de uno de sus perseguidores; dicen quienes lo vieron que echaba espumarajos por la boca y en modo principal por las comisuras de sus belfos; que gruñía como un tigre de la India; que corría como un gatopardo y que saltaba como un primate por encima de las copas de los árboles más altos, y que por las noches lanzaba impresionantes aullidos, como un lobo triste, como una loba esteparia que ha perdido a sus crías, y que sus voces parecían provenir de mil sitios diferentes. La persecución cesó a las siete de la noche del primer día, y a las seis de la tarde del segundo, y durante estos dos días todo el pueblo estuvo al tanto de cada pormenor; falsas noticias llegaban a cada momento, y decían que ya, que ya lo habían cogido, y minutos después que no, que no era cierto, y esto sucedió tantas veces que al final, cuando ya se le aprehendió, la gente dudó de la noticia. En las horas de la tarde del día en que se escabulló de la casa de su amo, se fue creando un mito en derredor del portentoso perro, al punto de que muchos comenzaron a creer que el mismísimo demonio se había apoderado de su cuerpo. El único personaje que siempre se atrevió a andar solo en la búsqueda fue el mismo señor Contreras, quien, al ver que el tiempo transcurría y nada que se le atrapaba, iba aumentando de cincuenta en cincuenta pesos el monto de la recompensa, hasta llegar al tope de los quinientos; una pequeña fortuna, si se cuenta con que en el bar Danubio una cerveza puesta en la mesa valía quince centavos. Mi pueblo era pequeño. Andar cinco cuadras hacia cualquier lado del parque Bolívar significaba abandonar el casco urbano, con todo y eso de que, por uno de sus costados, bastaba una sola cuadra para llegar desde el parque al río, de manera que por este lado no había necesidad de recorrer más que esa cuadra para salir de la zona urbana. El peluquero que por ese entonces era el secretario general de la Alcaldía; un carnicero que hacía a su misma vez de Personero municipal; el sacristán que redondeaba sus entradas esporádicas con las propinas que le daban por los mandados que hacía; el hijo mayor de don Alfonso Barrios, el mandamás del pueblo, y don Pompilio Gallón, el peluquero del pueblo, el camandulero más fino y más reiterativo de la región en lo que atañe a las cosas de Dios y de la Virgen del Carmen, fueron los que conformaron el grupo que ganó el premio ofrecido por don Rigoleto Contreras. El primer día de la busca, solo los tres primeros conformaron el grupo ganador, en la compañía del mayordomo de la finca de don Patricio Arias, quien tuvo que retirarse al amanecer del segundo día, eso por el impetuoso regaño que delante de medio pueblo reunido en el bar La Chispa, le pegó, energúmeno, su patrón, envolviendo su retahíla en varias decenas de madrazos que acompañaban su reclamo de por qué andaba persiguiendo perros de otro, en vez de estar vigilante en la desyerba de los papales y cafetales. Los otros dos miembros de ese grupo ganador entraron a reforzarlo al amanecer del segundo día, el hijo mayor de don Alfonso Barrios, porque apenas vino a conocer el suceso la noche anterior cuando llegó al pueblo desde la capital provincial, y don Pompilio Gallón, porque vio que andar solitario como el señor Contreras, sin conocer al gran perro, no era de por sí lo más prudente que le pudieran recomendar, lo que pudo comprobar por sí mismo. En efecto, el peluquero, quien le dijo a su esposa que no estaba dispuesto a repartir la recompensa con nadie, al minuto de haber escuchado el ofrecimiento de la gratificación de boca de don Rigoleto Contreras, se aventuró a marchar solo por las laderas por las que se había visto que había penetrado Hércules. Promediando la tarde se llevó el más aterrador espanto de su vida, superior al que tuvo la noche en que el descabezado de la motocicleta negra se le apareció en medio de una juerga con su mejor amigo, cinco años atrás. Pasadas las tres de la tarde divisó entre unos guayabos al bóxer y —atrevido como era con cuanto animal se le atravesaba en el camino— avanzó hacia él sin contar con que el animal se convirtió en el diablo, en el preciso instante en que procuró enlazarlo. “Se transformó en el demonio”, fue lo que le dijo en secreto a su esposa esa noche, “y yo corrí para no caer en sus garras”, le dijo a su mujer, “pues bufaba como bufa el demontres, era que echaba candela por las fosas nasales a pesar de que era de día”, le contó a su esposa, “pero yo no me quedo sin probar siquiera parte de le recompensa y mañana lo mejor será optar por unirme a cualquier grupo”, acabó de decirle a su esposa luego de pensarlo un buen rato. Aprovisionándose de una poderosa red para pescar que el peluquero tenía arrumada desde varios años atrás —y que había comprado cuando estuvo de vacaciones en un poblado, puerto del río Magdalena, dado que pensó que algún día el río de su pueblo crecería tanto que daría subiendas, y porque se metió a la cabeza la idea de que no sería cogido desprevenido cuando esa creciente llegara—, con los cinco hombres madrugó y todos se encaminaron al sitio que habían explorado en los últimos minutos del día anterior. Allí, sosteniendo la red de las ramas más gruesas de unos guamos que estaban cercanos entre sí, la extendieron y se apostaron sobre cada rama cada hombre, dispuestos a soltar las amarras del esparavel cuando el poderoso Hércules se pusiera a ruñir los diez calambombos carnudos y frescos que habían colocado ahí, a manera de carnada. Estuvieron bien atentos todo el día aguardando a que ocurriera lo que querían que ocurriera, pero el chucho ni se dejó ver. Repitieron la operación el tercer día con tan buena suerte que cayó Hércules bajo los enredos de la red, cuyos hilos lo enmarañaban cada vez más en la medida en que el animal luchaba desesperado por zafarse. Bajaron de sus puestos los cazadores, pero ninguno se atrevió a arrimársele al furibundo can. Uno de ellos fue en busca del señor Contreras y una vez que lo halló, le preguntó si reiteraba el monto de lo prometido, lo que hizo en efecto don Rigoleto, de manera que una vez reconfirmada esa promesa, el hombre le dijo que lo acompañara dos kilómetros con el fin de hacerle la entrega formal de Hércules. Recibida la recompensa, al rapabarbas de don Pompilio Gallón se le permitió que sacara cincuenta pesos por el uso de la red que quedó a medio destruir por las afiladas dentelladas de Hércules, por la suma que gastó en la compra de los calambombos y por la feliz idea que tuvo de preparar la trampa; lo demás fue repartido por partes iguales entre los cinco. Don Pompilio Gallón siguió creyendo que Hércules tuvo mucho que ver con el diablo, y esa idea no la pudo separar de su mente nunca más, sobre todo cuando supo que el gran can había muerto bajo las implacables garras gatunas, y que una vez que murió su cuerpo se fue convirtiendo en una masa amorfa y verde amarilla que se fue consumiendo hasta que solo quedó un hilillo amarillento de un vapor azufrado. Lo extraño fue que don Rigoleto Contreras desapareció del pueblo a los cuarenta días justos después de la muerte de Hércules. Resultó aún más extraño el hecho de que cuando los lugareños comenzaron a preguntarse quién era en realidad el señor Contreras, nadie supo certificarlo a ciencia cierta. Resultó un sinfín de contradicciones entre lo que cada uno opinó, y el último día de aquel año don Pompilio concluyó que todos los habitantes del pueblo habían estado enfrentados a uno de los emisarios de Satanás.

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