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Política  |  24 abril de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El “Perdón social”, más allá de un contexto electoral

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Por Maureén Maya

El tema del ‘perdón social’ se volvió noticia y objeto de disputa preelectoral en Colombia durante la última semana a raíz de una controvertida declaración dada por el candidato presidencial del Pacto Histórico, Gustavo Petro. Pero más allá del hecho, de las explicaciones y contradicciones publicadas, del banquete que significó para sus contradictores políticos, que no desaprovecharon “el papayaso” para hacer cuestionamientos de tipo ético y poner un manto de oscuridad sobre las reales intenciones de Petro, el incidente -cuyas consecuencias se verán en las urnas-, posicionó dos palabras importantísimas en un contexto de fallido posconflicto, en el que prevalecen las causas estructurales de a guerra, las alianzas criminales entre distintos actores sociales, políticos y armados, la acción desestabilizadora de los saboteadores, la implementación parcial de los seis puntos del Acuerdo, el asesinato impune de los firmantes de la paz y una violencia endémica cada vez más degradada, que se expresa en masacres, desplazamientos forzados, asesinatos selectivos, confinamientos, paros armados, amenazas y genocidios, en medio de un alarmante nivel de impunidad.

Hablar de ‘perdón social’, en relación con un político corrupto en un contexto electoral es absolutamente desacertado, no hay duda de ello, no sólo porque parece que se intenta exculpar un grave delito y minimizar su impacto social, además en favor de quien ni siquiera ha pedido perdón ni ha regresado el dinero robado a la nación, sino porque en campaña todo lo que hace, dice, piensa, publica y propone un candidato está enmarcado dentro del objetivo único de ganar adeptos y más votos para obtener el triunfo electoral. Si bien Petro ofreció explicaciones y aclaró que no hay intención alguna en garantizar impunidad a los corruptos, como ha sido siempre su línea de pensamiento, el tema del perdón social, fuera de este contexto, quedó flotando como un asunto relevante que es necesario abordar en el país desde una perspectiva histórica para explicar qué significa, a qué nos compromete como sociedad y en qué condiciones específicas se puede implementar.

Más allá las dinámicas propias del ejercicio electoral y de un programa de gobierno que propone sanar las relaciones sociales rotas a causa de la violencia y la exclusión, fortalecer el aparato de justicia, enfrentar la emergencia del cambio climático y la pérdida de biodiversidad, transitando hacia una economía productiva no extractivista basada en el respeto a la naturaleza y mediante la implementación de Planes Integrales Comunitarios y Municipales de Sustitución y Desarrollo Alternativo, y la elaboración de una agenda de paz que finiquite la existencia de la insurgencia armada en Colombia a partir del diálogo político, permita el desarrollo de un proceso pacífico de desmantelamiento del crimen organizado, el sometimiento a la justicia de los diversos grupos criminales ligados al narcotráfico, la reparación integral de las víctimas y una política eficaz que garantice la seguridad y el crecimiento humano en los territorios, la propuesta de Petro del perdón social, que no es novedosa ni invención suya ni del cristianismo, es un recurso válido, incluso necesario, en todas las sociedades que desean romper con su pasado de guerra y violencia. En nuestro actual contexto cuando estamos asistiendo a un profundo cambio de paradigma, en el que se hace imperioso vencer la guerra, depurar la política del narcotráfico, garantizar justicia, derrotar los grupos mafiosos que corroen las finanzas y degradan la administración pública y atender los graves problemas sociales invisibilizados durante años, es esencial abordar la cuestión del perdón como base indispensable para la reconciliación.

El tema del perdón social ha sido analizado por diversos filósofos, académicos, organizaciones y colectivos, como un medio idóneo para cerrar los ciclos de la violencia, lograr el esclarecimiento de la verdad, reconocer a las víctimas del horror y a quienes tuvieron que callar y tolerar por temor, y avanzar hacia la pacificación. El perdón también ha sido abordado en el desarrollo de diálogos de paz, firmas de acuerdos entre actores en confrontación, en la constitución de un sistema especial de justicia transicional, en las comisiones de la verdad, y a él han acudido los pueblos que deciden -bajo condiciones específicas- tramitar la propia experiencia de dolor padecida en un contexto de abuso generalizado, exclusión, conflicto, violencia e indiferencia institucional, a fin de romper la cadena de odios y retaliaciones, y emprender, en consenso, el arduo proceso de reconstrucción del tejido social, desde la verdad para así entender que sucedió, por qué sucedió y cómo se llegó a niveles de barbarie que cuesta dimensionar. Ese proceso inevitablemente lleva a una pregunta compleja: ¿Es posible que una sociedad profundamente herida pueda perdonar lo imperdonable?

La cuestión no es solamente si es posible, si se debe o se puede perdonar y qué hechos son susceptibles de recibir la gracias del perdón. Es sobre todo cómo se construye el consenso social para aceptarlo y cómo se mide lo que en términos éticos y humanos nos resulta imperdonable. ¿Quién tiene la autoridad para perdonar? Dentro de la fe católica se insiste en el valor de perdonar las ofensas que nos hacen para a la vez ser perdonados por nuestras ofensas, pero “en ningún pasaje [bíblico] se recoge que yo tenga que perdonar las ofensas que otros han cometido a los demás”, reconoce la estudiosa del holocausto judío, autora del libro The memory of goodnes (La memoria de la bondad) Eva Fleischner, al abordar el tema. Sólo las víctimas están en disposición de perdonar.

Por su parte la investigadora francesa Sandrine Lefranc afirma en el libro Las políticas del perdón (2005) que el perdón no es sinónimo de olvido, es instante y acontecimiento: “Para perdonar es preciso recordar”. Lefranc considera que es posible salir de la violencia a través del perdón político, pero que este perdón aunque es difícil de lograr, “es una figura dominante en el debate sobre la justicia, a partir de la cual las nuevas democracias intentan reconstruir su relación con un pasado violento”[1]. Las exigencias de justicia y reparación después de una larga historia de violencia política, no pueden ser desoídas en un proceso de paz, porque si no se establecen formas claras de reconocimiento y maneras para trascender la historia de las sistemáticas vulneraciones, será muy difícil superar las formas de la violencia y alcanzar la paz que deviene del perdón consciente, que no absuelve, pero si repara.

Para abordar el perdón es necesario reconocer, como primera medida, que algo sucedió, algo que rompió, hirió, afecto la vida y alteró las relaciones sociales y humanas. La certeza del daño es fundamental para poder identificar una victima y un responsable. El ex ministro de Relaciones Exteriores y actual Representante Permanente de Bosnia y Herzegovina ante las Naciones Unidas, Sven Alkalaj, afirma en el libro Los límites del perdón, de Simon Wiesenthal, que para reconocer el hecho de manera incontrovertible, los tribunales de guerra son muy importantes. No sólo porque impartirán justicia castigando al culpable, sino también demostrarán los hechos, confirmarán las debidas responsabilidades y los inocentes podrán ser absueltos, estableciendo así las bases de una real reconciliación. “No puede existir perdón sin reconciliación y no puede haber reconciliación sin, al menos, un átomo de perdón. Ese perdón no va dirigido a aquellos que matan u orquestan los asesinatos en masa, […]sino que se dirige a aquellos que de un modo sincero se sienten colectivamente culpables por los terribles crímenes que sus «hermanos» étnicos/políticos/religiosos cometieron en nombre de su «hermandad». […]Rechazo explícita y enfáticamente la idea de culpabilidad colectiva, pero creo sinceramente que existe algo llamado responsabilidad nacional o estatal por el genocidio, por los asesinatos en masa y por fomentar el odio de manera artificial entre los pueblos, valiéndose de diferentes medios, para llevar a cabo el genocidio con mayor facilidad”[2].

Entre los dilemas éticos que plantea el perdón social, surge la duda sobre quién o quiénes pueden o deben perdonar, a nombre de quien y qué crímenes pueden ser perdonados y en qué condiciones es factible conceder el perdón, reconociendo de antemano que el perdón no es una puerta giratoria que se abre arbitrariamente hacia la impunidad y el impuesto olvido. ¿Un genocidio se puede perdonar pero no el robo de dineros públicos, que impidieron la inversión social, la carretera, el alimento escolar de calidad o el hospital que salva vidas? ¿Qué crímenes son imperdonables? ¿El perdón está condicionado al comportamiento del victimario, su credo y su reconocimiento del hecho victimizante como algo que nunca tuvo que suceder o es una decisión autónoma de la víctima? ¿El arrepentimiento honesto obliga al perdón? Si todas las personas que aparentemente no estaban implicadas en los crímenes, pero que toleraron las torturas, las humillaciones y los asesinatos de otros, también son culpables, como afirma el historiador bosnio Smail Balic, ¿a quien se debe perdonar cuando se decide perdonar?

El perdón social es un proceso de sanación y de revisión histórica, social, política y humana sobre los hechos victimizantes, sus causas, costos e impactos en la sociedad, que suele darse en aquellas naciones que quieren salir del atolladero de la violencia y de la guerra fratricida, para empezar a vivir otra historia. Sin embargo, el perdón social no es un decreto, tampoco una máxima política ni un intangible. Es ante todo una decisión colectiva -sumatoria de voluntades individuales- que exige de la configuración previa de algunos elementos sociales y políticos que permitan crear un escenario público de convergencia de distintas fuerzas y actores sociales para abordar con ánimo conciliador el tema desde una visión no dogmática, que reconozca que la reparación simbólica y material (restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición) es tan importante como el hecho de que el perpetrador afronte su responsabilidad jurídica y social, manifieste genuino arrepentimiento y firme deseo de enmendar. El perdón social más que una afirmación exculpatoria, implica una acción reparadora y restauradora.

Sin embargo, más allá de la acción liberadora que entraña el perdón -tanto el que se pide como el que se concede-, éste no puede ser gratuito. Debe tener un costo y una implicación práctica y aleccionadora en la vida de las personas. El perdón social es una lección moral que requiere de la observancia y del testimonio colectivo. Si el perdón no entraña costo ni responsabilidad alguna se trivializa y se suprime el efecto restaurador que sustenta su más hondo significado. El perdón no es olvido. Y es justamente la potencia de su mandato lo que nos permite poner punto final a la incertidumbre, develar los secretos de la violencia generalizada, emprender los debidos juicios como rituales públicos, promover cambios legales y políticos, alcanzar una libre convergencia de narrativas y establecer las bases de la reconciliación, asumiendo que el horror padecido debe quedar inscrito con letra indeleble en la memoria colectiva y en nuestra historia.

La psicóloga social y defensora de derechos humanos, Claudia Girón, analizó en una entrevista para el Tercer Canal, la propuesta de Petro. Más allá de referirse al contexto en el cual la pronunció, hace énfasis en la diferencia que el abogado Rodrigo Uprimny hace entre el perdón amnésico y el perdón responsabilizante. Para Girón, el perdón social al que se refiere Petro, es un perdón responsabilizante. “Cuando Petro habla de perdón social no habla de pasar la página sin leerla, habla de un perdón que implica asumir y reconocer el daño que se hizo y que ese daño generó perdidas -algunas irreparables-, y que esa acción a nivel legal configuró un delito que afecta a una persona, a una comunidad y a un ecosistema vital, y por tanto tiene una dimensión colectiva. El perdón responsabilizante implica replantear las formas de actuar, y cuando se reconoce un daño y el victimario admite que eso que sucedió no debió haber pasado, además de aceptar el hecho y de entender que no es legítimo ni justificable, esa aceptación, que no significa banalizar el hecho con borrón y cuenta nueva, obliga a que la verdad de diversos sectores que han causado daño emerja a la luz pública y se pueda evaluar en colectivo qué pasó en nuestra sociedad y cómo podemos garantizar que esos horrores no vuelvan a repetirse nunca más”. Desde una mirada sistémica, insiste Girón, “el hecho de que se vulneren los derechos en una sociedad nos hace a todos vulnerables también, porque al legitimar esas prácticas y al no reconocer que no deben ocurrir, toda la sociedad está implicada. El perdón social abre la posibilidad de conversar, de encarar como colectivo una verdad, de elaborarla, no sólo como una forma de catarsis, sino para poder entender por qué ocurrió, cuál es el contexto en el que sucedieron los hechos victimizantes, cuáles fueron los impactos individuales y colectivos, las responsabilidades involucradas, las dinámicas y los patrones que se repiten y las estructuras de poder que han legitimado el crimen. No basta con que el victimario pida perdón si la sociedad no resuena, ni empatiza con la víctima o decide sólo condenar unos hechos y justificar otros, sobre todo cuando carece de los elementos necesarios que le permitan construir consensos éticos sobre lo que es justo o injusto, descartando una asimetría moral que relativice la gravedad de lo acontecido”. Un reto fundamental en los procesos de revisión histórica es descubrirse de ropajes ideológicos, tomar distancia de los hechos y sin considerar al actor victimizante ni la condición o credo de la víctima, asumir una posición ética en defensa de la justicia y la vida.

El sacerdote Claretiano Henry Ramírez Soler, afirma que “el perdón social no es un momento puntual ni coyuntural en la historia de las sociedades, es un proceso de largo tiempo, que requiere, de parte de quien generó las heridas, una actitud de arrepentimiento, de reconocimiento público de las faltas y los delitos, además de actos reales de reparación que son producto, no de una sentencia judicial, sino de un dialogo abierto con las víctimas. Quienes se oponen a estos procesos, muchas veces son aquellos que se han beneficiado de los crímenes y por eso le temen a la verdad. ¿Quién de nosotros, al cometer una falta grave, no desea ser perdonado? Hay quienes tienen el cinismo de no pedir perdón y, aun así, se creen con la autoridad moral para condenar severamente las faltas de los demás. El perdón social, no es una categoría jurídica que implique la impunidad, es abrir la posibilidad de restaurar lo que ha sido roto; implica asumir responsabilidades para intentar salir del círculo vicioso de la violencia y la venganza”.

El filósofo y sociólogo alemán Herbert Marcuse, fallecido en 1979 y reconocido como teórico de la Escuela de Fráncfort, sostenía -a propósito del interrogante que planteó Wiesenthal en su libro ya mencionado, sobre si era posible que él, como judío en un campo de concentración, pudiera o debiera perdonar a un soldado de la SS en agonía-, que el perdón fácil de esos crímenes perpetua la propia maldad que trata de aliviar. “Siempre me ha parecido inhumano y una parodia de la justicia que el verdugo pida perdón a la víctima. Uno no puede, y no debe ir matando y torturando alegremente y luego, cuando ha llegado su hora, simplemente pedir perdón y recibir perdón. Desde mi punto de vista, ese comportamiento perpetúa el crimen”[3].

Hay crímenes que por su dimensión, impacto y daño se consideran imperdonables e imposibles de reparar, y frente a ello la justicia, consciente de que no es posible contemplar una pena proporcional al suplicio padecido por las víctimas de graves crímenes contra la humanidad, cuya sola mención nos paraliza y condena al más oscuro y abyecto de los imaginarios posibles respecto al dolor y a la crueldad que un hombre es capaz de infringir a un semejante, propone arrojar luz sobre los hechos para encontrar la verdad, dignificar el nombre de aquellos a quienes el Estado no pudo o no quiso proteger, aplicar una justicia reparativa y restaurativa, y reparar mediante algún beneficio tangible, un acto simbólico y una acción de memoria, el hecho padecido. La justicia transicional además de hacer posible las negociaciones entre insurgencia y gobierno, evita la impunidad de los graves crímenes cometidos por actores en confrontación, sean estos guerrillas, grupos paramilitares, agentes del Estado o terceros civiles, y otorga plenas garantías a las víctimas, tanto de reparación, sanación, como de no repetición. La Justicia Transicional “introduce los principios de priorización y selección para el ejercicio de la acción penal, es decir, define en qué supuestos y con qué criterios se pueden priorizar unos delitos respecto de otros e, incluso, si se puede centrar la investigación penal exclusivamente en los máximos responsables de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio”[4]. Y este parámetro es reconocido como el umbral mínimo que cabe exigir a quienes negocian la salida política al conflicto armado.

El teólogo y sacerdote estadounidense, Matthew Fox sostiene que algunos ‘pecados’ son demasiado graves como para ser perdonados, incluso para un sacerdote. “Se necesita una penitencia pública”. Llámese amor severo o compasión insensible, considera que no puede haber compasión sin justicia. “Se puede decir que la obstinación por negar la realidad constituyó el pecado después del pecado, de los horrores nazis. ¿Cuántos ciudadanos alemanes (y clérigos y obispos) sabían que algo malvado sucedía y vivieron dando la espalda a la realidad? La ignorancia deliberada es un pecado. Pero a tes señala: “Cuando un católico confiesa sus pecados, no sólo debe contar toda la historia sino también debe sufrir una penitencia y demostrar su pena y su contrición”. El perdón más que un gesto voluntario de altruismo, es una oportunidad de ser libres para poder seguir viviendo sin llevar la carga pesada de la herida abierta y supurante, para acordar justicia, soltar al victimario, resignificar el dolor y experimentar la compasión, aunque nada de esto significa que se deba olvidar.

En una publicación de la Enciclopedia Hispano Católica Universal, se dice que en los grupos de “Alcohólicos Anónimos se sugiere que la única persona a la que se necesita perdonar es a uno mismo; y una vez logrado esto, todos los demás serán perdonados de un modo natural. Perdonándose a uno mismo es más fácil perdonar a los demás. Hugh Prather [ministro laico] dice que “el perdón no es un acto inútil de rosado autoengaño, sino más bien el tranquilo reconocimiento de que, bajo nuestros respectivos egos, todos somos exactamente iguales”. El perdón, como todo en la vida, es cuestión de práctica, requiere una decisión, un deseo, un compromiso consciente. Para convertirse en hábito o virtud, necesita repetirse muchas veces para dominarlo, para integrarlo, para sentirlo como algo natural”[5]. Y del mismo modo ocurre a nivel social y colectivo.

En la revista Aleph, el pensador Guillermo Hoyos analiza el problema del perdón en varios ensayos y apunta que en Colombia [o en general] tenemos una total carencia de la “cultura del perdón”, y subraya la imposibilidad de alcanzar el perdón para crímenes de lesa humanidad, aunque se desarrollen “procesos pragmáticos de reconciliación y de paz, mediando las negociaciones políticas y jurídicas. El tema involucra conceptos de “culpa”, “arrepentimiento”, “reparación”, “verdad”, “justicia”… Y la historia nuestra sigue en procura de un camino que con alta convergencia ciudadana pueda rescatar oportunidades de convivencia, coexistencia para el restablecimiento de mejores condiciones de vida en la sociedad, superando niveles de hostilidad y rencor. Las distancias son largas y las discusiones traviesas, en ocasiones disimuladas por el oportunismo y los intentos de sacar ventaja de los conflictos, no propiamente para resolverlos. La palabra la van teniendo organizaciones de ciudadanos, con vocación altruista.

La encrucijada nacional es grande, y parece perpetuarse. El llamado sería a enriquecer los procesos de educación, con el componente fundamental de la cultura ciudadana, con maneras de forjar personalidades favorables a la controversia civilizada y a la construcción colectiva. El respeto en las diferencias, [es] mejor que la “tolerancia””[6].

Petro ha reconocido en distintos momentos y de manera pública, la importancia del perdón social, acudiendo alguna vez a las reflexiones del filósofo francés, Jacques Derrida, diciendo sobre el perdón generalizado, que “en ciertas épocas históricas, muy de vez en vez, una sociedad puede tener el acto imaginario y creativo, y virtuoso de un gran perdón social para sus integrantes, y lo asemeja en su carácter a la misma generación de creación social con las revoluciones. Los perdones sociales y las revoluciones no se dan todos los días pero cuando se dan hacen saltar la sociedad hacia adelante. Podríamos en ese concepto pensar ¿es posible que a Colombia después de dos siglos de guerras perpetuas le ha llegado un momento de perdón social generalizado? Yo pienso que sí”[7].

El perdón libera, como la verdad, nos han repetido desde la religión hasta la saciedad, y tal vez sea verdad. El perdón social no es impunidad ni olvido, es un acto de responsabilidad y expiación colectiva que libera a la sociedad de las coartadas de la historia que se emplean cuando los silenciosos testigos del horror deciden ampararse bajo eufemismos para justificar una supuesta incapacidad material para haber hecho oposición al crimen y defendido la dignidad humana. Aquellas sociedades que luego de sufrir procesos de ruptura democrática o ser asoladas por la guerra y la criminalidad de Estado, deciden a través del diálogo y los acuerdos cambiar el curso de su historia, enseñan que pasar la página del horror implica construir la condiciones sociales y morales básicas para que la reconciliación sea posible, y para que el azote de la guerra, la necesidad de venganza y el uso de la violencia no sean un único destino colectivo. En Colombia hemos logrado llevar a buen término varios procesos de paz entre diversos actores armados, y tramitar de buena o mala manera la reincorporación de los alzados en armas a la sociedad civil, pero en todos estos procesos, siendo el del 2016 altamente participativo, el tema del perdón no logró extenderse al pleno de la sociedad colombiana. Hemos desarmado a los armados pero no el corazón y la conciencia ciudadana.

Un recurso eficaz en el perdón es el nexo con lo sagrado (que trasciende la religión), para desde ese lugar generar espacios de creación y recreación simbólica del dolor y de sanación interior, abrir el debate colectivo sobre las causas de la violencia, el deber ser de la justicia, los desafíos de la impunidad, los límites del perdón y los alcances de la justicia restaurativa; todo ello en un escenario de interlocución ciudadano que permita alcanzar las fibras humanas más sensibles, incluyendo las rotas por la guerra, para proponer la creación de nuevos dispositivos culturales que nos ayuden a entender la reconciliación como una oportunidad histórica. Rescatar la memoria y la dignidad de las víctimas y reconocer la legitimidad del dolor de sus familiares es fundamental tanto desde la sociedad como desde las instituciones del Estado y los grandes medios de comunicación, para que estos procesos no terminen siendo ejercicios marginales que se hacen a la sombra de la historia por temor a sufrir retaliaciones, eliminando la posibilidad de impactar en la conciencia colectiva. El espectador pasivo que mira la guerra pero no la ve, que finge no ver a la víctima y no escuchar su clamor por justicia o que observa con desdén la miseria que se extiende a orillas de su camino, también debe ser convocado como parte de esa sociedad que quiere sanar y que puede romper la espiral de la guerra, el odio y la violencia, asumiendo que esos millones de víctimas silenciadas y marginadas, también hacen parte de su historia. Muchas víctimas, pese al horror vivido y a que éste permanecerá por siempre grabado en su alma, nos enseñan que es posible, y hasta deseable, sacudirse la rabia y el dolor, y perdonar hasta lo imperdonable para encontrar el camino de regreso a la propia libertad, para reafirmar su conciencia humana y descubrir de nuevo la esperanza que la violencia les arrebató.

La sociedades están integradas por individuos, sistemas y colectivos, y en ellas se producen fenómenos que trascienden la individualidad y se inscriben dentro de una experiencia colectiva; así ha sucedido con las guerras, los genocidios, las dictaduras, las agendas de gobierno pero no siempre con los procesos de paz que parecen hechos por otros para resolver los líos jurídicos de unos y cerrar las heridas de otros. Para quienes sufren el crimen o la desigualdad económica, o para quienes logran sustraerse de esa realidad bajo una burbuja de opulencia, la paz no parece tener el mismo significado que para aquellas comunidades que han visto diezmado su proyecto de vida a causa del conflicto o luchan por reinsertarse luego de ser obligados al exilio. Estamos escindidos en nuestra propia percepción de país. En el proceso de Sudáfrica, fue posible para toda la sociedad ver y escuchar en vivo los testimonios de las víctimas narrando sus experiencias de dolor y quiebre, y también ver a los victimarios contando lo que habían hecho, y en muchos casos pidiendo perdón tanto a las víctimas como al país. Las audiencias públicas de la Comisión de la Verdad y sus transmisiones con el apoyo y acompañamiento de la gran prensa hicieron que las personas que permanecían ajenas al conflicto se sensibilizaran, sintieran empatía y se reconocieran como parte de un país hecho pedazos, pero que ahora trataba de unirse para pasar la página del horror. Cuando los informes finales de las comisiones de la verdad o de esclarecimiento histórico, logran modificar el discurso del gobierno, hacer que este reconozca públicamente la veracidad de los hechos, y que en vez de pedir el olvido, pida perdón a la sociedad, como sucedió en Chile luego del Informe Rettig, y en Sudáfrica, es más factible avanzar en los procesos judiciales contra los máximos perpetradores, incluyendo a los miembros de las Fuerzas Militares (como pasó en Argentina luego de conocerse en informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas -Conadep-), y emprender el camino del perdón y la reconciliación. El respaldo político y el arraigo social son esenciales para madurar el proceso de pacificación desde la apropiación de la verdad y el diseño de una ética nacional capaz de guiar la conducta de la sociedad.

Alguien decía recientemente, que la gracia del perdón es perdonar lo imperdonable. Y cuando hablamos del perdón social estamos reconociendo una responsabilidad moral colectiva por no haber evitado o al menos rechazado la crueldad de los hechos, por no haber acompañado a las víctimas y no haber exigido justicia junto a ellas, o por haber tolerado la corrupción y el auge de la criminalidad. El esclarecimiento histórico exige asignar una dimensión social a las experiencias de victimización tanto como revelar las políticas, prácticas y contextos que permitieron la perpetración de los abusos de manera sistemática o generalizada. Los nuevos consensos sociales, logrados después de la guerra y los acuerdos políticos para ponerle fin, revelar la verdad y obtener justicia, son fundamentales para la reconciliación en sociedades fuertemente polarizadas, haciendo que las versiones de la historia se adecuen a las exigencias del presente.

Perdonar es un derecho no una obligación, no es bueno ni débil quien lo concede, pero sólo quien se reconoce como víctima tiene la autoridad para tomar la decisión de perdonar o no. Como proceso social, el perdón requiere de una clara voluntad humana, política y colectiva de reconocimiento y aceptación de lo ocurrido, y un compromiso público de búsqueda de la verdad y la justicia, de ayudar a las víctimas a reanudar sus caminos vitales con plenas garantías de seguridad, dignidad y no repetición, a la sociedad a dimensionar lo ocurrido y a los poderes políticos y de gobierno a promover un profundo cambio social, político y cultural, para que lo acontecido no se repita ni se olvide. El perdón responsabilizante es una manera íntima y pública a la vez de reconocer el daño infligido y padecido, y es una manera también de empezar a desatar los nudos atávicos que arrastra la sociedad. La memoria no es por tanto un ancla al pasado todo lo contrario, es un pasaporte al futuro. Un camino hacía un posible y voluntario perdón.

// A través de Twitter alguien envío un mensaje a los uribistas que quisieron usar la visita de Juan Fernando Petro a la cárcel La Picota con fines politiqueros: “Les aterra el perdón social pero les encanta el vencimiento de términos”. Sin duda.

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[1] Sandrine Lefranc; Políticas del perdón. Síntesis. Casa del libro. 2005.

[2] Wiesenthal, Simon; Los límites del perdón. Dilemas éticos y racionales de una decisión. El Simposio. Pág 85. Editorial Paidós Contextos, Barcelona, 2011.

[3] Ídem, pág. 150.

[4] F. Gómez Isa, “Justicia, verdad y reparación en el proceso de paz en Colombia”. Derecho del Estado. No. 33, Universidad Externado de Colombia, julio-diciembre de 2014, pp. 35-63.

[5] Enciclopedia Hispano Católica Universal; “Perdonarse a sí mismo”. Ver en:

https://www.mercaba.org/ARTICULOS/P/perdonarse_a_si_mismo.htm

[6] Revista Aleph; “El perdón y sus cuestiones”. Manizales, Colombia. Publicado en La Patria, el 8 de abril de 2012. Consultado en:

https://www.revistaaleph.com.co/index.php/desde-aleph/15-el-perdon-y-sus-cuestiones

[7] Tercer Canal; “¿De qué trata el perdón social que propone Gustavo Petro? /Análisis Fabian Sanabria y Claudia Girón”. Abril de 2022. Ver en: https://www.youtube.com/watch?v=wT5Qn_LHysw

TOMADO DE REVISTA SUR

https://www.sur.org.co/el-perdon-social-mas-alla-de-un-contexto-electoral/

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