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Cultura  |  08 agosto de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Creo en la mujer y en su razón de ser

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Creo en la mujer que soy, que fui y que seré.

Gloria Chávez Vásquez

 

La autora y pionera de Los derechos de hombres y mujeres, Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), aseguraba que los sexos no están ahí para establecer y señalar una diferencia, sino para la reproducción. Seguidora de Montaigne y respetada por la intelectualidad de la época, Marie permaneció soltera toda su vida, convencida de que la única característica esencial entre el hombre y la mujer radicaba “en el alma dotada de inteligencia”.

Un siglo más tarde, su compatriota, la dramaturga y abolicionista Olympe de Gouges (1748-93), en su Declaración de los derechos de la ciudadana, clamaba: “Mujer, ¡despierta! La campana que toca la razón resuena por todo el universo; ¡conoce tus derechos! Solo la ley tiene derecho a poner límites a esta libertad cuando degenera caprichosamente, pero debe ser igual para todo el mundo”.

Aunque la Revolución francesa (1789) se proclamó bajo el lema Libertad, igualdad, fraternidad, sus militantes cometieron muchos atropellos, crímenes y abusos contra la ciudadanía y en particular contra la mujer. Olympe se vio obligada a denunciar a la Asamblea Nacional de París por haber publicado una Constitución que excluía a las mujeres. La prioridad, señalaba ella, “no es demostrar la igualdad de derechos, sino la obligación del Estado de aplicar la ley equitativamente, tanto a los hombres como a las mujeres”. El punto clave de la libertad, recalcó Olympe, consiste en que la sociedad admita que cualquier ciudadano, sea cual fuere su condición, credo, color o sexo, pueda progresar sin impedimentos artificiales, mediante el libre ejercicio de sus capacidades.

Airados y ofendidos, los cabecillas del nuevo régimen acusaron a Olympe de reaccionaria. Enjuiciada por el tribunal comandado por Marat y Robespierre, fue guillotinada por oponerse a la represión, derivada de la revolución. Habían trascurrido casi cuatrocientos años desde que Juana de Arco fuera quemada en la hoguera por la Inquisición.

En los siglos XVI y XVII, el acceso de la mujer a la cultura estaba condicionado a la posición social y económica de su familia. La otra alternativa era ingresar en un convento. En ellos, se llegó a congregar con frecuencia, lo más excelso de la intelectualidad femenina. Algunos fueron liderados por lumbreras como Catalina de Siena o Teresa de Ávila. En América sobresalieron Sor Juana Inés de la Cruz y la Madre Josefa del Castillo. Existían además auténticas filósofas que pensaban a la sombra de personajes como Fichte, Schelling o Hegel. En la mayoría de los casos su obra fue silenciada o transmitida de manera fragmentaria. Mujeres realizadas y en control de sus vidas como Mary Wollstonecraft (1759-97) abogaban, no tanto porque las mujeres tuvieran poder sobre los hombres, sino, más bien, para que se empoderaran ellas mismas.

En 1690, en Francia, apareció publicado el libro Histoire des femmes philosophes, del traductor e historiador Gilles Menage (1613-92) en el que documentaba la existencia de pensadoras como Diotima, Hispatia, Arete, Nicarete, Ipazia, Astasia, Teodora y Leoncia. Hasta entonces resultaba raro encontrar información sobre mujeres filósofas, aun en las enciclopedias de filosofía.

El escritor y filósofo italiano Umberto Eco, dejó constancia en uno de sus libros: “No es que no hayan existido mujeres filósofas. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, quizás después de haberse apropiado de sus ideas".  La profesora y activista mexicana Rubí de María Gómez Ocampo por su parte, razona que la ausencia de literatura femenina en el mundo de la cultura, fue una omisión histórica premeditada. La maniobra fue bien clara: silenciar el ejercicio intelectual de las mujeres para evitar estridencias en el devenir intelectual de los varones.

Uno de los iluminados, el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), declaraba que “las mujeres son siempre niños grandes, es decir, no se fijan nunca un objetivo, sino que se dejan caer ahora aquí, ahora allá, pero no contemplan objetivos importantes; esto último es tarea del hombre”. Afirmación contrarrestada por el dramaturgo italiano Carlo Goldoni (1707-93) cuando aconsejó: “Si falta la diplomacia, recurrid a la mujer”. Otro alemán, el filósofo Friedrich Nietzsche, pensaba también que las mujeres “mantienen a la sociedad en marcha. Usualmente son las principales defensoras de la paz”. 

Intelectuales contemporáneos como el poeta y novelista británico Lawrence Durrell (1912-90) proponían: “Hay sólo tres cosas para hacer con una mujer. Se puede amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura”. Pero ya para entonces ese tipo de elucubraciones obtenían respuesta de las cada vez más educadas mujeres. “No podemos dejar que las percepciones limitadas de los demás terminen definiéndonos”, decía la psicóloga estadounidense, Virginia Satir (1916-88). Principio que promovió, además, el dramaturgo noruego, Henrik Ibsen (1828-1906) diciendo: “Nuestra sociedad es masculina, y hasta que no entre en ella la mujer no será humana”.

La investigadora mexicana, doctora en filosofía, María Rosa Palazón, señala que “hasta bien entrado el siglo XX el principal negocio femenino fue el de seducir para engendrar”.  A este papel podríamos añadirle el de la prostitución, como última opción para sobrevivir, y en la que, en su supuesta liberación sexual, la fémina termina como esclava: explotada y abusada.

En cuanto a su papel en los conflictos, la gran mayoría de las mujeres han permanecido reacias a participar en la destrucción, como una excusa para imponer nuevas formas de vida. Una mujer que destruye deja de ser femenina porque su instinto y vocación están aliados con la creatividad y la vida. De ahí que las mujeres modernas condenen a sus congéneres involucradas en el uso de la violencia. “Cuando los hombres matan, nuestro trabajo como mujeres, es luchar por la preservación de la vida”, declaraba la activista alemana Clara Zetkin (1857-1933). En sociedades destrozadas por la guerra, dice la socióloga española Ángeles Perillán, “Ser mujer en el primer mundo es difícil, pero serlo en el resto del mundo es heroico”.

J. K. Rowling (1965), autora de la serie de Harry Potter, define la esencia de la identidad femenina como la sabiduría de las decisiones más que una habilidad. La filósofa alemana que sobrevivió al holocausto, Hannah Arendt (1906-75)) se dio cuenta muy pronto de que “los asuntos de la política son demasiado serios para que se los dejemos a los políticos”.  Ya en el siglo XX tuvimos una muestra del liderazgo de la mujer en la India, con Indira Gandhi, en Israel, con Golda Meier y con Margaret Thatcher en el Reino Unido.

María Rosa Palazón es partidaria de “dejar de esgrimir la igualdad abstracta, inmersa en los marcos teóricos y la praxis en uso. Poco habremos avanzado si nuestro único objetivo es que las mujeres ocupen los oficios y los puestos de mando antes reservados para los hombres, respetando el mismo status opresor, injusto, enajenante y enajenado”.

El nivel de civilización al que han llegado diversas sociedades humanas está en proporción a la independencia de la que gozan las mujeres, concluyó la activista y escritora franco-peruana, Flora Tristán (1803-1866) y el reconocimiento de Henry Miller (1891-1980) puede ser un poco tardío, “Si nos volvemos hacia una realidad más grande, es una mujer quien nos tendrá que enseñar el camino”, advirtió el novelista estadounidense.

Como un aporte a la ingeniería social programado por el nuevo orden mundial, los grupos feministas aliados a otros grupos radicales del siglo XX, se dieron a la tarea de redefinir la masculinidad y femineidad como “notas no esenciales de la naturaleza humana” o como “inventos” sociales o culturales que pueden ser modificados. Esas, “modificaciones” como la promoción irresponsable del aborto y de la desintegración del hogar (que acelera la proliferación de la violencia) han causado un caos social que está conduciendo al vacío moral y espiritual, a una especie de suicidio colectivo y, eventualmente, a la extinción de la humanidad. 

¿Qué pasaría si el mundo estuviese conformado por hombres solamente? ¿Quién o que les daría vida? ¿Asumirían su existencia sin la presencia de madres, esposas, hermanas, o hijas? En su afán por reducir la población mundial, la actual ideología de género elimina esas figuras, despojando a la mujer de lo que la define como tal, forzando así el proceso natural de la evolución.

Creo en la mujer que soy, que fui y que seré. Creo en sus derechos, porque ella ha engendrado vida.

Creo en sus deberes como educadora y partidaria de la justicia. Como mediadora y promotora de la paz Creo en sus derechos de igualdad con ese otro ser humano que es el hombre. Creo en su momento como complemento, pero también en su independencia como individuo que debe contribuir y realizarse como persona y como espíritu. Creo en sus derechos, pero también en sus responsabilidades. 

 

Gloria Chávez Vásquez escritora, periodista y educadora reside en EE.UU.

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