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Cultura  |  04 septiembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El hermano de Cioran

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Por Julio César Londoño

 

Emil Cioran nació en un pueblo de Transilvania y tuvo una infancia feliz entre animales y campesinos en las montañas de los Cárpatos rumanos hasta los 10 años, cuando su padre, un cura ortodoxo rural, lo metió en un internado. Nunca volvió a ser feliz, si leemos sus entrevistas, o llevó una vida cada vez más intensa y extraordinaria, si nos atenemos a sus libros.

Con la adolescencia llegó el insomnio. Leía mucho y caminaba toda la noche, como un alma en pena. “A los 20 años perdí el sueño por completo. Fue horrible. ¿Para qué dormimos? No tanto para descansar como para olvidar”. La madre (atea y amante de Bach) lo maldijo: “¡Debí abortarte!”. Cioran no lo tomó mal. Fue una liberación, dice. “Comprendí que mi existencia era un accidente, nada serio”.

Dedicó su vida a injuriar al universo y a polemizar con Dios en una lengua lógica y helada: “A Dios hay que pensarlo desde arriba. Desde abajo solo podemos adorarlo”. Otras veces es coqueto y delicado: “Soy ateo porque no recibí la gracia de la fe”. O sofisticado: “Si alguien le debe todo a Bach es Dios”. En suma, fue un teólogo ateo.

Pensaba que la tragedia del hombre radicó en su incapacidad para la modestia, lo aburrió la inocencia del Paraíso, persiguió el conocimiento y se abismó en el drama, “una pulsión demoniaca”.

Tenía dos estilos, uno tranquilo y otro violento, histérico, pero su pulso siempre fue firme y literario, algo que no se veía desde Nietzsche.

Hay un incidente con Aurel, su hermano menor, que Cioran no se perdonó nunca. Una noche cenaron en familia y Aurel les contó que quería tomar los hábitos. El padre se puso feliz. La madre guardó silencio. Después de la cena, Cioran y Aurel salieron a caminar y Cioran atacó la vocación de su hermano. Conversaron hasta las seis de la mañana.

“Le expuse una increíble teoría antirreligiosa, saqué todo lo que pude contra esa falsa ilusión, recurrí a argumentos cínicos, filosóficos, éticos… a mi débil nietzscheísmo de entonces, a todo, y cerré con una amenaza terrible: si persistes en la idea de hacerte monje, significa que no tenemos nada en común y no te hablaré nunca más.

“Yo estaba poseído, orgulloso por derrotar a Dios, ganarle otra batalla y arrebatarle una oveja, pero mi preocupación era sincera. Me aterraba que mi hermano terminara narcotizado por Dios. Después comprendí mi crueldad y me sentí responsable de su destino, que fue trágico. Esa noche se manifestó lo más impuro que había en mí”.

A los 30 años Cioran viajó a París como becario. Cuando leyó a Pascal en francés comprendió que escribir bien era una empresa difícil; en una lengua extranjera, algo imposible, pero se aplicó a la empresa y a los 37 ya era dueño de un prosa tan exquisita como la de François Jacob, una hondura que envidiaría Pascal y un cinismo más revelador que el de Chamfort o Rochefoucauld.

El cinismo tiene dos caras: la vulgar, la del avivato que se jacta de sus bribonadas, y la filosófica, una suerte de terapia de choque que nos pone un espejo en las narices para mostrarnos el lado oscuro del alma humana.

La historia supura cínicos en sus momentos más luminosos: en la Grecia antigua, cuna de la democracia, la filosofía y la matemática, de Diógenes y Aristófanes; en el Renacimiento, con sus bancos y artistas, sus erasmos y maquiavelos; en la Ilustración, con sus libros, burgueses y guillotinas (Voltaire, Rochefoucauld…); en el XIX, el siglo del positivismo, Nietzsche y Wilde, y en el XX, una centuria de inteligencia artificial, estupidez natural y aforismos rumanos rutilantes, como diamantes en la noche.

Paradoja: el maldito Cioran no nos deprime. Hay tanto estilo y agudeza en su pensamiento, que el regusto de leerlo es tercamente feliz.

 
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