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Cultura  |  03 octubre de 2022  |  12:09 AM |  Escrito por: Administrador web

La tía Jesusa

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Por Julio César Londoño

 

Llegaba sin anunciarse, oliendo a yerbas, con sus vestidos de flores, su piel dorada y oscura como de acema, los crespos asegurados con una pañoleta innecesaria, también floreada, la risa interrumpida por un orgulloso diente de oro, y el baúl del «chivo», anuncio de una larga estadía. Era la tía Jesusa, aunque lo de tía nunca estuvo muy claro. Nadie nos supo explicar nunca la línea de ese parentesco ni el hecho de que fuera la única morocha de la familia. (Las genealogías nunca estuvieron muy claras en casa, en parte por la prole tan numerosa y en parte por el pudor de los menores, que nos impedía interrogar a los mayores sobre cosas pasadas).

En todo caso la llegada de Jesusa era un acontecimiento; sobre todo por los cuentos; algunos eran conocidos (la Llorona, la Patasola, la Viuda, las ánimas, el Patas, los duendes) pero oírlos de sus labios era ingresar a una nueva dimensión del horror. Recuerdo la potencia de su castellano, el diente de oro refulgiendo en la noche, el rostro siempre expresivo y esos ojazos en los que hasta un sordo podía seguir la historia porque sabían sesgarse en la malicia, desorbitarse en la ira, entrecerrarse para el cálculo, elevarse en la piedad o barrer todo el auditorio, incluidos el piso y el cielorraso, sin mover la cabeza. También nos contaba historias del Chocó, su tierra, o quizá del África, de donde vinieron sus mayores, de donde venimos todos, o quizá del alma, asiento de todos los miedos en todas las naciones. Eran cuentos donde los aparecidos cedían el lugar a los hechiceros de carne y hueso; o a guaqueros que sabían leer las señales de los entierros; y de mujeres que les daban bebedizos a los hombres, y de hombres que azotaban a sus mujeres, tal vez para vengarse del bebedizo; de pócimas para el mal, de filtros contra las pócimas, de antídotos contra los venenos, de canciones contra la tristeza y de estoicismo contra la pobreza de una región que hasta Dios había olvidado.

Sólo la vi brava una vez que me puse a rebrujarle el baúl y encontré dos muñequitos de madera amarrados con tres hebras de hilo calabrés, dos rojas y una negra. Me los arrebató con rudeza, me miró feo y me llamó atrevido. Me dolió, claro que me dolió; yo sólo estaba buscando algo con qué jugar.

Recuerdo una noche en una finca. Me estaba comiendo un bagre frito encallado para siempre sobre el arroz blanco y flanqueado por rodajas de tomate rojas y patacones dorados, cuando de pronto sentí una punzada agudísima: una espina se me había atorado en la garganta. Me quedé quieto con la boca llena de bagre y patacón, sin atreverme ni a respirar. Seguramente me mandé la mano al cuello, o se me cayó la cuchara; algo. Lo cierto fue que ella corrió al fogón, cogió un leño, lo sacó y lo volvió a meter por la otra punta, con el tizón para afuera, y la punzada desapareció.

La tía Jesusa dejó de visitarnos sin motivo alguno, tal vez se puso muy vieja para andar con el baúl en buses intermunicipales, y no volvimos a saber de ella hasta el día que llegó la noticia de su muerte. Mamá y un tío viajaron a Cartago a enterrarla. Yo no fui. Tampoco sentí dolor. Ya era un hombre y atravesaba una época especialmente desdichada. La vida no tenía sentido entonces, la muerte menos.

JCL

 

 

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