• JUEVES,  25 ABRIL DE 2024

El Quindío  |  28 diciembre de 2022  |  12:42 AM |  Escrito por: Administrador web

El camino de la sonrisa es también un viaje al corazón de las tinieblas. Segunda parte

0 Comentarios

Imagen noticia

Los hombres se miraron, parecía como si no entendieran lo que Pablo les decía y siguieron hablando con total tranquilidad, entre otras cosas, de su trabajo como lancheros. Entonces él insistió y parece que eso exasperó a uno de ellos que sentenció:

-Si usted va allá es hombre muerto.

Dos meses después de la ruta norte, Pablo Abril se embarcó en la que denominó la ruta sur. En ella no contaría con su bicicleta como medio de transporte. Lo que si no podía faltarle era la compañía de Atena, la escudera y todera que siempre fiel lo acompaña.

El Tolima, Huila, Caquetá, Putumayo, Cauca, Nariño y Valle del Cauca eran los destinos que conformaban el itinerario. En esta segunda travesía lo acompañaba también un argentino al que conoció semanas antes, y que quería, como buen aventurero, recorrer una parte de la geografía colombiana.

Caseríos, aldeas, corregimientos y municipios del sur del país fueron llegando con los kilómetros que, por supuesto, rendían mucho más que cuando fue a la Guajira. En cuanto a paisajes todo era diferente, lo único que había en común en lo que comenzaba a vivir era el miedo, las preguntas de los lugareños, el sentirse observado, espiado, intimidado viendo caras asustadas. Entendió que también en esos lugares estaban Ellos. Los mismos de la costa. Los que intimidan, los que llevan el horror, los que matan, a los que nunca quiso mirar a la cara.

Allá no entienden de razones

Luego de cientos de kilómetros recorridos y extenuantes jornadas de salud oral en las que “El camino de la sonrisa” llevó su mensaje, Pablo terminó quedándose sin su compañero argentino. Tomaron rumbos diferentes y él estuvo de nuevo solo en compañía de Atena, menos expuesto a la intemperie y un poco más cómodo.

Al llegar a Tumaco el método era el mismo: buscaba líderes sociales y comunitarios que previamente había contactado en una red de amigos donde otros lo iban guiando. Estando allí se reunió con uno y le expresó que quería ir a Cabo Manglares a hacer una de sus jornadas. El hombre y otros dos lancheros que conocían el sector y lo acompañaban en ese momento, siguieron con su tema. No le prestaron atención. Les pareció un chiste fuera de lugar. Pablo sacó su celular para mostrarles con fotos de qué se trataba lo que quería hacer allá. De repente uno de ellos se exasperó y sentenció con firmeza que si iba allá era hombre muerto.

El motivo que le dio el lanchero, su contacto inicial, era que la persona que estaba mandando en ese sitio no entendía de razones.

-A él no le importa usted qué va a hacer allá. A Ellos nos les interesa su labor.

El lanchero le advirtió, mirándolo a la cara y con seriedad, sobre el peligro que corría si llegaba a ir. Ya luego los otros dos acompañantes le explicaron que debía tener permisos, si no, no podía entrar y esos los dan Ellos.

Pablo trató de entender. La única verdad que llevaba como activista y odontólogo era que no iba de parte de ningún frente, llámese ejército, policía o entidad del gobierno. No quería pasar por espía. Le vinieron los recuerdos de su primera travesía por la costa.

Solo tiene 24 horas

Luego de un silencio, el lanchero le dijo que él podía conseguirle un permiso de Ellos para ir al Chajal, un pueblo frente al mar donde lo conocían. Allá solo se llega en lancha, más o menos unos 40 minutos de recorrido desde Tumaco. Ese día, el guía le ofreció su casa para quedarse y le presentó a su familia. A la mañana siguiente embarcaron, María, hermana del guía, lo acompañó. Iban con otra mujer y un niño.

Antes de llegar al puerto en Chajal le advirtieron que no podía grabar, tomar fotos ni mucho menos hacer tomas con dron. Ya era medio día. Cuando estaban desembarcando, unos hombres le dijeron a María que solo eran 24 horas las que podían estar en el pueblo. Pablo no los miró a la cara, pero los hombres se mostraron amables, tranquilos. Nunca supo si llevaban armas y tampoco le importó.

En el camino a la casa donde iba a quedarse vio a niños de 13 años, y un poco más grandes, portando ametralladoras. Los vio como carne de cañón llevando lo que para ellos parecía ser un proyecto de vida, algo que probablemente no les permitiría llegar a los 22 años.

Mientras María llevó un recado, dejó a Pablo por un momento, sentado en una banca. Él con su sombrero y barbado, acompañado de una perra color blanco, rompió el paisaje del caserío y no era para menos. Ya se quería ir y comenzó a preguntarse algo que nunca había hecho en los miles de kilómetros recorridos:

-Yo por qué vine. Qué estoy haciendo aquí.

El sudor le cubrió la piel y no supo si era por el calor sofocante o por el miedo que había regresado. A unos dos metros de distancia, Pablo sentía que un hombre no paraba de mirarlo. También estaba sentado en la banca, pero él no se atrevía a verlo. Sentía que lo observaba fijamente de arriba a abajo. Esa figura era como una representación de lo inevitable.

-Me espían. Pensó. Mandaron a alguien a que me pusiera cuidado. Era lo único que se le atravesaba por la mente.

Pablo no quería violar su código de conducta, aparte de que el miedo se lo impedía, pero luego de unos minutos que le parecieron horas, decidió enfrentar al tipo y al mirarlo se dio cuenta que era un joven con una discapacidad cognitiva. Le volvió el alma al cuerpo.

Al rato, María presentó a Pablo con la comunidad y fueron al puesto de salud a hacer la jornada. El sitio no era más que unas ruinas. Lo que alguna vez fue la buena intención de que los habitantes tuvieran derecho a la salud, se quedó en veremos. El abandono estatal en una metáfora perfecta. Una postal de la miseria.

Allí, ya la situación era tensa, los asistentes lo miraban diferente. Como si no fuera a ayudarlos sino a hacerles algo malo. Otros tenían curiosidad y la dejaban ver en sus preguntas, que, aunque tímidas, buscaban sacarle información.

Mientras daba su charla llegaron dos hombres. Uno de ellos hizo un recorrido por el lugar, se le acercó y lo miró y se fue. No llevaba prisa. Lo hizo como si fuera el amo y señor del pueblo. En la parte de afuera había otros dos tipos con un celular, algo que a Pablo lo inquietó aún más, pues allá no hay señal de internet ni tampoco para hacer llamadas.

Entonces la paranoia aumentó y con ella regresaron las visiones de todo lo vivido y también lo que otros le contaron. Ya saliendo del centro de salud recordó que se le quedaron unas cometas que llevaba como regalos en la casa donde se iba a quedar, y al decirlo en voz alta, esa palabra activó en los niños presentes toda la curiosidad, inocencia y euforia que tenían guardada. Tanto fue que se aglomeraron y lo rodearon como una estrella de rock antes del concierto.

Buscando pasar desapercibido Pablo se dio cuenta que fue inútil y eso le preocupó más. Aun así y como pudo regresó por las cometas, se las repartió y volvió a la casa cuanto antes. Sentía que debía refugiarse.

Infierno, insomnio, pasos de muerte y sonidos de trueno

Era tarde para volver a Tumaco. Las lanchas salían solo de día. Le habían dicho que Ellos en las noches llegaban a tomar licor y a veces se emborrachaban y pasaban cosas. La casa donde se quedaría era cerca de donde Ellos compartían sus parrandas, le dijeron, pero no para alarmarlo, solo como quien cuenta algo casual y pasa de largo a otro tema, sin embargo, Pablo la tomó como la peor de las noticias.

La noche no solo fue oscura sino larga. Como una pequeña eternidad acompañada de un insomnio que convirtió los minutos en horas y las horas en semanas, eso era lo que sentía. La fluctuación del tiempo se le hizo evidente mientras esperaba el amanecer. Miraba la hora en un teléfono sin señal ni internet, al menos para dejar un mensaje, y le rondaban ideas. Las mismas visiones del horror que tuvo cuando iba solo por la carretera en la ruta norte, rumbo a la Guajira.

Se imaginó la muerte llegando a preguntar por él. Vio flotando su cuerpo cerca de la playa o metido en una fosa, olvidado por todos los que lo amaban y a quienes amó. En ese momento, mientras los demás dormían en esa casa cobijados por la costumbre de vivir en el miedo, él sufría un ataque de pánico en el que las manos le temblaban y parecía que se le quebraban los huesos de todo el cuerpo.

De repente la oscuridad y el inmenso silencio de las 2 de la madrugada fueron interrumpidos por lo que Pabló sintió como un cañonazo que le arrancó el alma sin dolor. Alguien tocaba la puerta. Él sintió cada golpe como un trueno que pasaba por encima del mar y se perdía en el horizonte. Escuchó los golpes una y otra vez como un réquiem y con la resignación de que todo había terminado. De que sus visiones se harían realidad.

Su cuerpo se quedó rígido. Se transformó en una estatua de carne y hueso esperando el tiro de gracia mientras respiraba agitado y empapado en sudor. Su voz también lo abandonó. Nadie en la casa parecía percatarse de la situación. Como pudo y casi hecho un autómata se asomó por una rendija de la casa, que era de madera, y su alma, que ya había partido a la eternidad antes que él, regreso para darle algo de vida.

Quien tocaba la puerta era el joven con discapacidad cognitiva que quería que le regalara una cometa. El mismo que horas antes no paraba de mirarlo sentado en la banca. Luego de insistir, Pablo le explicó que no tenía cometas y se fue. Se lo tragó la noche.

No vale nada

Volviendo al reino de los vivos después de esas horas oscuras y lleno de preguntas, Pablo sintió que la vida no valía nada en un lugar así para alguien como él. Que pudo pasarle lo peor y un poco más que eso. Volvió a cuestionarse si tenía sentido lo que hacía. Si merecía morir en vano. También pensaba en que no estaba haciendo nada malo. Trataba de entender la razón de por qué no podía solo hacer el bien y ya. Y en esas meditaciones lo cogió la madrugada.

A las 6 de la mañana salieron de Chajal. Minutos antes, Ellos, los hombres del día anterior, estaban esperando para corroborar si se cumplía el ultimátum que dieron. Pablo no quiso saber qué hubiera pasado de haberse retrasado unos minutos. No los miró, solo tenía el silencio como compañía. Tampoco habló mucho con María, la hermana del lanchero que le consiguió el permiso con Ellos.

En el camino volvió a pensar en que la sacó barata y supo, mientras la lancha cruzaba sobre las aguas del mar, que hay personas a quienes no les importa si otros hacen el bien sin ningún interés. Algo que aún hoy le cuesta aceptar.

Entendió que hay quienes solo buscan dominar, exterminar, mandar y matar, a veces como un acto de poder y otros por placer. Recordó los niños de 13 o 16 años armados con ametralladoras y teniendo en ellas su corto proyecto de vida. Le llegaron a su memoria las ruinas que en Chajal llamaban centro de salud. Ese intento fallido por llevarles un derecho.

Ya en Tumaco, con el alma regresando poco a poco a su vida, salió en menos de una hora con la orden de no parar. Ni por nada ni por nadie. Solo avanzar, le dijeron. Pero por más que recorrió kilómetros, pasando por pueblos, caseríos, aldeas y municipios, el miedo siguió ahí. Ya no se le iba. Le acompañaron también las preguntas y le llegó la tristeza de tener que abandonar El camino de la sonrisa.

Lo invadió la impotencia de que Ellos y muchos más de la misma estirpe del mal, fueran y sigan siendo los que manden en los territorios olvidados de un país que se desangra. Recordó a los cientos de líderes asesinados. A los que las estadísticas cuentan como números. Le llegó al corazón el dolor ajeno, la injusticia, la impunidad de los desaparecidos. De los que olvidaron y de los que aún recuerdan cada cierta fecha.

En adelante y donde llegó finalizando la ruta sur, vio lo mismo. Hombres sin nombres, miradas tristes, asustadas de adultos o de niños. El reino del silencio. Los grandes cultivos de miedo dando sus cosechas gracias a Ellos.

Hoy en día y, pese a todo lo vivido, cuando da sus charlas sobre salud oral en lugares menos apartados y en los que el orden público no es tan delicado como donde estuvo, siente que se alimenta su alma. Que vale la pena hacer esa labor.

También tiene claro que si pudiera volver a hacerlo como lo hizo por vez primera, la respuesta sería un NO rotundo. No lo volvería a hacer de ese modo porque sabe que no siempre la suerte estará de su lado. Tiene claro que morir por una causa, por bella y noble que sea, no vale la pena.

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net