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Cultura  |  31 marzo de 2024  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Historias de Salento

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Textos publicados en el libro Colcha de relatos, editado por Café & Letras Renata.

Gracias a la colaboración de la bibliotecaria de Salento algunos integrantes del grupo de adultos mayores, “Esperanza y Vida”, aportaron al proyecto los siguientes relatos de sus recuerdos personales.

En años ya tan viejos como nosotros, jugábamos con lo poco que teníamos y lo mismo nos encariñábamos con los animalitos de la casa, porque se convertían, no sólo en compañeros de juego, sino en amigos de verdad a quienes queríamos como a un miembro más de la familia.

Quien habla es doña Danelia Rodríguez, una de las asistentes más participativas, quien contó así su historia:

Martín, el gallito que se resistió a morir

En esta ocasión les contaré la historia de “Martín, el Gallito que se resistió morir”. Un día lo echamos de menos y luego de buscarlo por todas partes, mis papás llegaron a la conclusión de que a “Martín”, que así lo llamaba yo por el cariño que le tenía, se lo habían robado.

Para mí fue muy difícil aceptar su pérdida porque era mi amigo, entonces ya en horas de la noche, recé para que apareciera y después de tanto buscarlo, nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, cuando nadie lo esperaba, mis oraciones dieron resultado porque en el momento en que íbamos a sacar la basura, lo encontramos en la caneca todo tieso y frío, como si estuviera muerto. Sentí una gran felicidad al saber que a mi amiguito no se lo habían robado y pese a que todos me dijeron que dejara así, que el animalito ya estaba muerto, lo tomé en mis brazos, lo acerqué al calor de mi cuerpo y hasta le di respiración.

La resiliencia en esta bella historia se manifiesta por el cariño que le tenía a mi mascotica, porque siempre creí que podía salvarlo; en efecto “Martín” a los pocos minutos comenzó a respirar y resucitó porque gracias al afecto y mi fe no lo dejé morir. Estoy segura de que por estar picoteando por aquí y por allá, cayó al fondo de la caneca y cuando no encontró salida, se resistió a morir, porque sabía que yo lo buscaría y lo sacaría de ese encierro.

Se me fue

Martha Soley Ortiz, también participó con un relato sobre animales, en esta ocasión relacionado con aquellos felinos que, según el mito, tienen siete vidas.

Allí bajo el frondoso cedro que cubrió mis momentos tristes, mis alegrías y las “comitivas” con mis primas (juego infantil en que los participantes comparten comida), se me fue él, mi “Mocorrito”.

Cuando murió, y sus ojitos se cerraron luego de exhalar su último suspiro entre mis brazos, sentí que yo también moría con ese pequeño amiguito y fue la primera vez que experimenté el profundo dolor de una pérdida. Se iba quien me había acompañado cuando otros dolores hacían correr lágrimas por mis mejillas.

La cajita donde guardaba mis colores sirvió como ataúd en el que emprendió su viaje sin fin y en el mismo sitio sombreado por el cedro, le hice una cruz y adorné su tumba con flores.

Aquel dolor tan grande me hizo comprender que el amor eterno sí existe, porque desde entonces, todo ese sentimiento nacido hacia mi gatito, a través de los años se lo he dado a todos los “Mocorritos” que he encontrado solos y tristes abandonados en la calle, por eso hoy tengo tres gaticos que son la copia de aquel inolvidable amigo y se han convertido en la mejor razón para sacar adelante mis sentimientos de cariño.

Con esto quiero decir que haber experimentado el dolor de la primera pérdida y gracias a este acto de caridad humana hacia los animales, he aprendido a superar crisis difíciles.

Yo cuento verdades

Don Emiliano Valencia, un hombre pasado de los sesenta años, de permanente sonrisa, con los ojos entrecerrados por los granos de arena que trae el viento, aclara antes de comenzar que: “yo lo que cuento es verdades y no como otros”, nos refirió en un dialecto a veces incompresible, que, por allá en el año 1949, después de haber pasado la plaga de “las carangas” (insecto que produce rasquiña), vino la de las niguas.

“Eso fue algo tan serio, que a un vecino, su esposa le sacaba niguas hasta de las nalgas. Eran los primeros años del colegio “Santa Teresita del Niño Jesús” situado en el sector llamado “El Bosque”, cuando toda la comunidad tuvo que unirse para seguir las recomendaciones de los médicos y tuvimos que ponernos serios con las medidas sanitarias, para poder acabar con esas plagas”. 

Fueron tiempos  difíciles, pero nos hacíamos fuertes y no éramos llorones, en ese entonces decíamos:

 “¿Se cayó? Párese y vuelva y monte, que no lo han visto ”, o si no: “eche pa’lante que pa´tras asustan”,  o también: “Siga mijo, que no hay mal que por bien no venga”, de modo que a punta de dichos y refranes, sacada de niguas y otras experiencias aprendimos a superar las situaciones de la vida.

A reventar pulgas

Doña Martha Nidia Hincapié, comenta que en sus años de infancia, pese a la violencia política que se vivió en gran parte del Quindío, era feliz a su manera y como la pobreza no permitía juguetes, se divertía reventando las pulgas que encontraba en las cobijas, para lo cual tenía todo un rito. Consistía en abrir bien la colcha y mirar con detenimiento hasta verlas saltar, tomarlas y ponerlas entre las uñas de los dedos gordos, apretarlas hasta oírlas reventar y ver chispear sangre.  Era normal las casas de bahareque, por eso, las pulgas, preferían vivir entre las cobijas, más cerca de los humanos.

Con los años comenzamos a usar venenos y productos químicos para acabar con esos bichos; el progreso llegó poco a poco y los que pudimos salir adelante lo hicimos con mucho trabajo, sufrimiento y dolor, pero siempre pensando que el futuro sería mejor.

En ese tiempo lo criaban a uno ciego de muchas cosas de la vida, se oían todos esos refranes que usaban los papás, pero cosas fundamentales para aprender de la vida, muy poco

Un día que estaba lavando los tendidos de cama después de haber reventado unas cuantas ´pulgas, sentí un estruendo increíble en la cocina, donde mi mamá preparaba unos fríjoles, que para esa hora debían estar en hervor en la olla pitadora.

Lo único que pude ver, fue el desfile de frijolitos ya cocinados volando por los aires. El techo de la cocina se abrió y la tapa de la olla cogió un rumbo que hasta ahora no conocemos.

Éramos muy caseros. Le puedo decir que hoy, a Salento, los habitantes casi no lo conocemos, lo conocen mejor los visitantes; por eso ahora que ustedes nos ofrecen dar a conocer nuestras historias, les digo que en este pueblo hemos sufrido violencia, temblores, desplazamientos, pandemias y muchas cosas más, pero como  ven, seguimos siendo los mismos campesinos humildes, creyentes en Dios, solidarios en la hora de la tragedia y siempre, siempre… óiganlo bien, dispuestos a no dejarnos vencer por la desgracia.

Del Tolima al Quindío

La evocación provocada por los ejercicios recordatorios llevó la charla a distintas épocas y la memoria trajo comentarios como el de la señora Herminda Ortiz, quien viajó con su mente a sus años infantiles, cuando con apenas diez añitos presenció imágenes que se fijaron para toda su vida.

“Sucedió en Playa Rica, Tolima, en una vereda muy peligrosa por la violencia de fin de esos años cincuenta. Íbamos por el camino con un niño dos años menor, cuando escuchamos gritos: “¡Escondan todo! ¡Los machetes, las armas, las picas!… ¡Todo!”, y al momento unos hombres tendidos en el pastal se preparaban para la lucha y nosotros corrimos hacia la finca.

Lo que pasó duró casi todo el día; como a las cinco de la tarde empezaron a llegar al pueblo mulas con muertos entre costales. Eran muchos y la gente mayor le echaba la culpa, unos a Rojas otros a Laureano, pero el caso fue que como el gobierno dio la orden de desarmar a todo el mundo para parar la violencia política, en el pueblo pasó esa masacre tan bárbara y a los niños nos tocó irnos al monte.

Allí duramos varios días comiendo caña mientras pasó todo eso. La que me crio fue la mamá del niño con que andaba y cuando ya fui joven decidí que tenía que salir de ese recuerdo y me fui a Santa Helena a trabajar en una finca. Con el tiempo llegué al Quindío, más exactamente a Calarcá donde mi vida empezó a cambiar.

Ya con trabajo y respondiendo por mí misma, comencé a luchar contra ese recuerdo que me atormentó muchos años, porque soñaba con esos muertos y eran una tortura en todo momento. Luego trabajé en Armenia y desde 1981 me estabilicé aquí en Salento, donde gracias a las amigas que encontré y a poder compartir mi vida con personas que me han querido y sobre todo, gracias a llenar mi mente de otros recuerdos lindos y plenos de belleza, he logrado olvidar las escenas dramáticas que hicieron de mi infancia unos años difíciles.

Hoy, al contar esta historia, siento que debí hacerlo hace muchos años, porque haberla compartido con ustedes y saber que la van a escribir para que otras personas también la compartan, me hace muy feliz porque siento que mi relato puede servir de ejemplo de… ¿Cómo es la palabra? Res… rescien… ¡Ah ya! Ejemplo de resiliencia. Muchas gracias.

Historia de mi peludito

Nuestro peludito hizo parte de la familia muchos años. Se llamaba Dólar y todos en la casa lo queríamos mucho. Sabía todas las vueltas que hacía mi esposo, iba por el pan, llevaba el caballo halando del lazo con su hocico, se montaba con gran agilidad y hacía tantas cosas, que parecía humano.

Nunca olvidaré el día en que participamos en el desfile campesino, Dólar y mi lorito encima del caballo, causando muchos aplausos entre la multitud que admiraba las carrozas, los disfraces y las mascotas.

Un día, cuando unos soldados llegaron a acampar en el Alto de la Cruz, se hizo muy amigo de ellos y se amañó tanto, que poco a poco se alejó y al final ya no volvió.

Dicen las malas lenguas y esto yo no lo creo mucho, que fue porque le gustó el olor a la marihuana y que por eso nunca lo volvimos a ver. Pero mi peludito no era de esos. Yo creo más bien que fue que entre los soldados hubo uno que lo trató bien y como el animalito era tan colaborador, decidió un día irse a combatir por la patria. Pero al final quién sabe, a lo mejor una de estas dos razones tuvo Dólar para no volver a la casa.

Sea lo que haya sido, Dólar dejó un vacío enorme en la familia, todos lo extrañamos, incluso el caballo porque no tiene con quien jugar y mi esposo porque ahora debe caminar hasta la panadería. Parecía imposible superar esa falta, finalmente lo logramos. Hoy le recordamos con ternura.

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