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Cultura  |  30 septiembre de 2018  |  12:13 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Zapatero Remendón

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Una crónica de Luis Carlos Vélez Barrios

Me vi obligado a regresar a casa. Mis zapatos no resistieron el aguacero y tenía los pies húmedos. Sabiendo que el almacén de marca donde los compré dos meses antes no devolvería el dinero, madrugué y los llevé a la zapatería de un viejo amigo de mi padre. En la esquina de la carrera veinte con calle doce, frente al depósito de Colanta, en Armenia, pregunté a la vendedora de arepas si don Ernesto abriría su quiosco. Ella, extrañada y antes de cualquier respuesta, aclara: “Todos por aquí lo queremos y cuidamos mucho. A veces me acepta una arepa con mantequilla y tintico. Como no abusa de los amigos me dice que no le ponga queso. No demora. Está por llegar.

-¡Véalo, ahí viene!.
Don Ernesto, saluda.
–¿Quiere tintico?.
–Gracias, ya me dieron en una panadería del barrio La Unión. Pintado grande con dos buñuelos. El dueño dice que me conoce hace tiempo y cuando paso me invita y les pide a las muchachas que me atiendan. Yo no me acuerdo de él. Como tengo tantos amigos.

Don Ernesto luce delgado. Trae puesta hasta las orejas una cachucha negra, polvorienta y vieja. Las mangas del saco ancho y largo no dejan ver sus manos. Viste una camisa a cuadros, pantalón verde, correa con ojales mohosos, bastón de aluminio con mango de caucho y zapatos vino tinto bien embolados. Pasa por el costal con los zapatos que en un almacén del sector da a guardar todas las tardes. La señora de las arepas sonríe. Posiblemente recelaba de mí.

A don Ernesto aún le quedan empuje y optimismo. Asciende sonriente la pequeña cuesta con su familiar carga al hombro. En su madurez era vigoroso. Medía un metro con sesenta de estatura. De bigote poblado, ojos vivaces y manos rollizas. Abre la chapa y el candado. Retira dos varillas cortas que aseguran la ventana y la afirma con trozos de palo de escoba. El quiosco es un reducido cubo de un metro de ancho y uno con ochenta de alto. Debo inclinarme para entrar. Del techo y paredes con tablas podridas, cuelgan de los cordones o de numerosas bolsas plásticas los zapatos reparados y prontos para entregar. Bajo el mostrador, dos pequeñas mesas con divisiones, pequeñas cuadrículas con puntillas, tarros de tinturas para suelas, betunes y frascos de solución. En las gavetas almacena sus otras herramientas de trabajo: cuchillos afilados, alicates y dos martillos. A un lado, la remachadora, aparato de hierro que asemeja un pie, incrustado y asegurado con trozos de cuero y puntillones, donde encaja cada zapato para clavetearlo.

Me invita solícito a sentarme en una de las dos butacas cubiertas con almohadones. Tiene el rostro curtido por el sol. Se quita el saco. Le pregunto si esta prenda no lo acalora y deduzco que la vanidad no tiene edad cuando responde: “Con él puesto, no se me queman los brazos”.

Entrego mis zapatos. Los arquea y me deja ver las suelas agrietadas.

“Ya no hacen nada que sirva”.

mientras se amarra el delantal. Me pregunta si quiero dejarlos o prefiero llevarlos a otro taller. “Allá, mínimo le dicen que vuelva por ellos en dos o tres días. En media hora se los tengo listos”, asegura. Su argumento es convincente y acepto. “Charlemos mientras termino”, propone. Cuando su padre murió atropellado por un carro, él tuvo que renunciar a la escuela para ayudar en el sostenimiento de su hogar. “Compraba catorce empanadas, de las que hoy valen a mil pesos, por diez centavos. Me paraba al lado de los forcheros y en un momentico las vendía.”

Con el punzón agranda los agujeros por donde hará pasar la aguja con el cáñamo. Trabajó tres años como arenero en La María. “Fue el trabajo más duro en mi vida. Terminaba rendido y caía a la cama como un plomo.”

De Calarcá, su tierra natal, partió en compañía de su madre para Sevilla donde laboró varios años como recolector de café. “Como vivía trabajando y no me conocían novias, unas muchachas vecinas me salieron con el cuento de que no me gustaban las mujeres y me tocó proceder. En esos tiempos lo hacían casar a uno. Por eso tuve que salir corriendo. Las mujeres le ponen el anzuelo a uno. Por ahí viene de vez en cuando una muchacha de trece y me invita a que me vaya a vivir con ella; que la mamá no dice nada. Hay otra que me propone lo mismo pero les digo que ya no estoy para esas cosas. Como saben que tengo una casita, creo que están tras ella. Mete uno la pata y tiene que vender lo que tenga para pagar la demanda.” Sonríe malicioso mientras intento imaginarlo en tales acrobacias.

De pronto interrumpe su relato. Corta lento los cáñamos podridos en las suelas de mis zapatos. No necesito preguntar nada, don Ernesto emprende su desplazamiento al pasado. Escudriña algo en otra gaveta donde guarda puntillas de varios tamaños, remaches y estoperoles. Con sus ahorros huyó a Tuluá y en esta ciudad instaló una tienda a su mamá. Alquiló un lote y sembró cilantro y perejil.

–Conseguí mujer. Vivimos dieciocho años hasta el día que murió dejándome cuatro hijos. Yo surtía todas las revuelterías de Sevilla pero los fiados me arruinaron. El buen corazón me quebró. Un hacendado llegó a la tienda y se llevó todo pero fiado. Los estantes quedaron vacíos. Pasaron ocho días y nada que aparecía y yo sin plata para surtir. Pues no lo volvimos a ver. Así quebrado, regresé a Armenia sin un peso-.

Olvidados los líos, viudo, con tres hijas y un hijo, Jairo, vagó por el pueblo en busca de empleo. Un amigo lo invitó al lugar donde se construía el edificio El Lobo, frente a la antigua plaza de mercado. Los zapateros habían montado sus toldas en los barrancos contiguos a la construcción.

–Aprendí el oficio viendo trabajar. Preguntaba lo que no entendía. Había gente envidiosa. Unos me decían que la zapatería no daba nada; otros, que con ella y mucho juicio conseguiría para la comida y el arriendo-.

Encuentra la aguja. Toma un trozo de cáñamo y lo traspasa a través de una bola de sebo. Sin mirarme, narra los sacrificios por los que pasó para ahorrar y cambiar su toldo por el quiosco amarillo donde estamos. Don Ernesto es dichoso contando su historia. Sus palabras no reflejan amargura ni resentimiento. Parece como si refiriera la vida de otra persona.

–En compañía de otros vecinos, construí mí casa en el barrio La Unión. La zapatería, cuando era buena me daba la comida. Aquí en Armenia me casé y me separé al poco tiempo. Tuve tres hijas más.

Mientras describe meticuloso la fabricación de zapatos, suspende su labor para mostrarme plantillas metálicas de diversos tamaños y restos de un molde desgastado por el comején.

Enhebra la aguja. Escoge en un cajón las suelas de segunda que mejor se acomodan a mis zapatos dañados.

–Mire, ya todo viene a la medida. Antes había que meter la plantilla, templar el cuero, asegurar con puntillas pequeñas, colocar el reborde y llevar los zapatos a la guarnecedora. Hoy no. Todo es desechable. La gente prefiere pagar dos o tres mil pesos más y comprar unos nuevos-.

Baja del techo una bolsa plástica donde guarda unos zapatos y me solicita tocarlos.

–Mire estas chanclas, pura cuerina, las trajo una muchacha para que les cosiera las correas y no volvió. Están hechas de cartón. La gente cuando no tiene con qué pagar, no vuelve. Como saben que a los veinte o treinta días no se responde por trabajo, no protestan. Uno que otro se enoja pero termina por aceptar. Zapatos que no son reclamados, los revendo y no pasa nada. Antes vendían buenos materiales, ahora ya les miden el tiempo de duración. Recuerde que duraban años. A la brava nos volvimos remendones. Muchas veces vinieron de almacenes a contratarme para que trabajara con ellos pero no quise. Se pierde la libertad y la clientela. Siempre habrá a quien le guste mi trabajo. No tantos como antes pero clientes no me faltan. Sin embargo esto está muy malo. Hay días que no me gano una moneda aunque igual madrugo y me vengo a pie. Demoro hora y media para llegar pero me mantengo en forma. No me duelen las rodillas-.

En otro cajón encuentra el dedal. Con rapidez empieza a zurcir. Me asombra la habilidad de sus manos enjutas y pecosas. Se detiene y me mira. Alrededor de sus pupilas amenazan con círculos blanquecinos las cataratas invasivas. Se da cuenta de que observo sus manos. Sonríe y continúa la tarea. Ya no tiene tiempo para egoísmos:

–Cuando quiera, venga y le enseño. Esto de la zapatería viene de mal en peor. El contrabando acabó con nosotros; nadie encarga un par de zapatos finos, de los que hacíamos ahora tiempos. Los compran baratos, duran seis meses o un poco más y vuelta a comprar otros. Ahora todo es de mala calidad. Mire estos tacones, no son macizos, les dejan huecos por dentro y en dos meses, a cambiarlos. De pedazos de suelas corto tapas para los zapatos de tacón alto. Antes vivía muy bien, ahora no se puede, hay que venir todos los días a ver qué cae. Nunca me di el lujo de descansar los lunes, día del zapatero. Los sábados compraba, con Jairito y un amigo, una canasta de cerveza, bebíamos y trabajábamos oyendo música en un radio Sanyo. No tomábamos solos. Si pasaba un amigo, le ofrecíamos. Me gusta tener amigos. Aspiro a morir sin enemigos. Nunca los tuve ni me queda tiempo para tenerlos. Enseguida hay una señora que me regala comidita y los dueños de los almacenes de repuestos para carros me invitan a tomar tinto-.

Transcurre más de una hora; se da cuenta que miro mi reloj y dice para tranquilizarme:

–Apenas van a ser las doce. Falta mucho para cerrar. A las cinco me voy, calculando llegar a la casa a las seis y media. No veo televisión y tengo un radio de pilas. Me gustan las noticias. Los domingos visito a la única hermana que me queda de seis que éramos. Vive en Pinares pero me voy en bus. Eso queda muy lejos. Tengo muchos amigos zapateros pasando por las mismas. El contrabando, la mala calidad de los zapatos y los materiales que venden en el comercio ayudan a no morirnos de hambre. Los cueros de antes eran bien maceteados. Los dueños de los almacenes grandes, donde tienen zapateros a sueldo, nos ven a los que trabajamos en la calle como remendones. Y eso somos, en esto terminamos-.

Don Ernesto luce extenuado. Calla. Está para terminar su labor. Pregunto por su hijo Jairo y me arrepiento.

–Ah, verdad que Jairito estudió con usted en la escuela. Se desesperaba cuando no había nada qué hacer. Si estuviera aquí nos estaríamos muriendo de hambre. Hace cuatro años dejó de acompañarme. Se sentaba ahí donde está usted. Ahí quedó la mesa en la que trabajaba. Se le estranguló una úlcera. Yo también creo que me muero en esto-.

La tristeza lo embarga. Su alma está en otra parte. Avergonzado por mi imprudencia, guardo silencio. Me entrega los zapatos, pago y doy un vistazo alrededor del quiosco. Le falta poco para caerse a pedazos. En una de las paredes observo y leo un aviso azul, desteñido: Zapatería La Unión de su confianza.

Nos despedimos. Vuelvo la vista y don Ernesto, de pie en la puerta del quiosco amarillo, agita la mano, sosegadamente. Atrás queda el hombre llamado Ernesto. No es un Ernesto cualquiera. Es Ernesto Rubio Navas, el “de su confianza.” Me alejo mientras tarareo el tango que compuse hace veinte años a este hombre, que requiere menos de cuatro metros cuadrados para cumplir en la sociedad con un trabajo humilde pero honrado: zapatero remendón. Otros, tienen todo un país.

Zapatero Remendón. Tango. Letra y música: Luis Carlos Vélez B.
Cosiendo sus recuerdos// Está Ernesto el remendón
El anuda con cordones// El volar de su ilusión
Mirando cómo su hijo// Compañero de profesión
Sonríe tímidamente// Sin saber su situación.
Entre tintas y betunes// Los cáñamos y el punzón
Se va la vida de Ernesto// Y envejece su ilusión
Así vamos por el mundo// Remendando el corazón
Como zapatero viejo// Cada uno es remendón... bis
El fuma un mal tabaco// Rezongando una canción
Que habla de aquellos tiempos// Cuando el oficio era mejor
Con sus manos arrugadas// Y a la luz de un gran velón
Piensa y zurce esperanzas// Zapatero remendón… bis
Entre tintas y betunes// Los cáñamos y el punzón
Se va la vida de Ernesto// Y envejece su ilusión
Así vamos por el mundo// Remendando el corazón
Como zapatero viejo// Cada uno es remendón... bis.

 

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