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Columnistas  |  13 diciembre de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Juan David García Ramírez

Los chalecos amarillos y la crisis del Estado de bienestar

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Juan David García Ramírez

Los movimientos de protesta que sacuden por estos días a grandes ciudades de Europa, como París o Barcelona, evocan los tiempos convulsos de la Roma imperial, cuando la inconformidad de sectores representativos de la población se hacía sentir en las calles, según relata Tácito, en su Historia. El turista despistado y los opinadores esnobistas, habituados a la idílica visión de las metrópolis-museo occidentales, se escandalizan con las turbas, bloqueos de avenidas, de plazas o trenes subterráneos, y con los saqueos a comercios y la destrucción del mobiliario urbano, así como ataques a las fuerzas del orden.

Al no haberse actualizado sobre la crisis del Estado de bienestar, les resulta incomprensible que desde París hasta Berlín, o desde Madrid hasta Estocolmo, se haya vuelto tan intensa la conflictividad social. En París, los famosos “chalecos amarillos” se han tomado las calles durante dos semanas, en rechazo a la decisión del gobierno de Macron de aumentar el precio de los combustibles. En Madrid, desde tiempos de la recesión económica, las manifestaciones masivas de pensionados y empleados públicos, oponiéndose a los recortes, son casi todos los días. En Berlín, Frankfurt y otras ciudades alemanas, miles de personas expresan su preocupación por los efectos nocivos de la entrada masiva y casi sin control, de cientos de miles de inmigrantes provenientes del Medio Oriente.

Desde los años sesenta, a generaciones enteras de europeos se les transmitió la fe ciega en el Estado como proveedor de bienes y servicios, garante de la estabilidad social y económica, y solucionador de todos los problemas de los individuos. El transporte, la educación, la salud, y luego la política agraria, la previsión social, la gestión de los asuntos culturales y hasta el control del consumo, fueron la excusa para el crecimiento ilimitado de los gobiernos y de la Unión Europea, que ya se ha agotado. El europeo promedio solía reírse de los estadounidenses, asiáticos y latinoamericanos, pero sobre todo de los primeros, por sus arduas jornadas de trabajo y escaso tiempo familiar y de vacaciones, mientras los italianos, españoles y franceses, gracias al Estado niñera del Modelo Social Europeo, podían y, aún hoy, pueden irse de vacaciones casi dos meses en el verano y obtener incapacidades laborales por un dolor de cabeza, o acceder a subsidios de desempleo y cantidades de beneficios por el solo hecho de existir, al punto de que millones de inmigrantes todavía están dispuestos a morir en el Mediterráneo, por alcanzar las mieles del asistencialismo.

Hoy, cuando despiertan del sueño, ya no se ríen tanto y están viviendo las consecuencias de haber llevado tan lejos el experimento de poner la economía de mercado y la democracia liberal al servicio de la utopía socialista. Con estados gigantescos como el francés o el español, donde el 22 y el 16% de la población, respectivamente, se ocupa en el sector público, es fácil comprender que mucha gente se oponga a las reformas económicas y del sistema que le ha mantenido aislada de los riesgos de la vida real.

El presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, queriendo evitar un movimiento similar al de Francia, ha tomado la decisión de aumentar el salario mínimo en un 22%, seguro de que le lloverán los aplausos y su aprobación mejorará. Pero tarde o temprano, esta medida le saldrá costosa al país y solo pondrá el acelerador al esperado colapso del Estado de bienestar.

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