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Armenia  |  04 marzo de 2019  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Crónica: Darío, el del periódico

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Crónica: Darío, el del periódico

Una crónica de Luis Carlos Vélez.

quioscos niquelados y estrechos al borde de los andenes, con los cuales la alcaldía creyó solucionar la invasión del espacio público de Armenia, originado por los vendedores ambulantes, poco ayudaron a cumplir el mandato de despejar las calles. Los vendedores reubicados son reemplazados por otros, y el problema continúa.

Desde la banca semi-ovalada, y aprovechando nuestra vieja amistad, tomo la fotografía a Darío Quintero Gómez, quien desde hace sesenta años vende periódicos y revistas en la esquina donde funcionó el banco Cafetero de Armenia.

El flash, un débil destello en la luminosidad de un domingo al mediodía, es suficiente para llamar su atención. Recostado en el muro, en pocas palabras lo puse al tanto de mi visita. Acepta, pero al abrir mi libreta quiere negarse, y dice:

“Mi historia es sencilla, la de un trabajador como tantos. Hago lo mismo todos los días de mi vida. Mire que hay por todas partes tantos vendedores como yo. He visto muchos atropellos, enfrentamientos con la policía. Lo único con que cuentan los vendedores son las calles y los puestos en los andenes para trabajar. Ya hay un centro comercial, pero a las señoras les da miedo ir allá por la inseguridad. Decían que el centro comercial sería para vendedores ambulantes, que no entienden por qué alquilaron el local de la esquina a una droguería, hay un puesto de chance, y otro para pago de servicios”.

Llevo mi charla sobre los años sesentas cuando llegaba con su carga de periódicos al hombro, para colocarlos en el piso, junto a la estatua de la Virgen que había en el centro de la galería. Sonríe extrañado, y para despertar su curiosidad le comento que el equipo de fútbol que integré (El Tiempo), nunca perdió con el suyo (El Espectador). Se recuesta relajado en el muro, lejos del cajón con ruedas donde guarda sus periódicos.

En adelante, la llegada de varios compradores a la vez, me permite hacer otras preguntas, anotar sus palabras y frases claves.

A mi pregunta sobre su edad, dice con ánimo jocoso:

“Este año taco la carambola que me falta para el octavo nudo”.

Un nuevo comprador detiene su auto para pedir:

“El Espectador, por favor”.

Noto desde ese momento, mientras atiende, que Darío mira de reojo mi libreta, y espera atento mis palabras.

Llegó a Armenia a los ocho años, alquiló una pieza en el barrio Popular, donde vivió cinco años; trabajó de mensajero: 

“Tiré carreta de mercado en tres graneros de la galería que destruyó el terremoto; ahorré para comprar los periódicos El Tiempo y El Espectador, los vendía a cinco centavos; conocí a don Genaro, el vendedor de libros; compré rellena a las Reyes, tomé “Súper Dinamita”, allá me tocó el temblor del sesenta y tres. Para traer a mi mamá de Salento, donde nací, alquilé por veinte pesos una pieza más grande, en el barrio Santander. Antes no se veía lo de ahora, antes eran pocos los vendedores ambulantes. Había puestos de dulces en las esquinas, fotógrafos por donde queda La rana que tomaban fotos y las entregaban al otro día en Lujiménez, vendedores de lotería, y uno que otro que vendía fósforos y cigarrillos en cajoncitos colgados a la nuca. Ahora no se puede andar, pero qué más hacen. Acomodan unos y llegan otros. Yo no le veo solución a esa vaina”.

Darío, antes esquivo, cambia a entrevistado colaborador; debí encaminarlo varias veces con preguntas puntuales, para evitar su información difusa.

“Conocí a María Ligia Martínez, una muchacha de Manizales, que tenía catorce años y trabajaba en un granero por fuera de la galería, frente a la iglesia de San Francisco. Poco a poco nos enamoramos. Ella vivía por el Niágara. Le hacía visita solo hasta las once de la noche. La mamá la cuidaba mucho, pero nos daba permiso hasta las once de la noche para ir a bailar a las casetas del barrio Paraíso, Corbones, Cincuentenario. En ésas casetas conocí al “Mono Candelo”y al negro Ararat, hijo de don Secundino, que fue vigilante de este edificio. Con ellos desocupábamos las pistas para bailar tango, salsa, bolero, y fox. Oía decir que el negro era muy jodido, pero terminó de muy amigo, tanto que me acompañaba hasta el Niágara para dejar a María Ligia en su casa. En ésa época ya era mi novia. La dejábamos y me acompañaba hasta mi casa, en el barrio Granada, un inquilinato de tres plantas por la fuente de soda Bachué. Ligia y yo llevamos cincuenta y un años y tenemos tres hijos: Mario Hernán, el mayor, que se pensionó en la policía, María Liliana, y el menor, Juan Carlos. Los dos primeros me dieron cuatro nietos. Con ahorros y sacrificio pagamos al mayor el curso en la policía en Manizales. Se jubiló hace veinte años, y los domingos, cuando llego a las dos o tres de la tarde a la casa, me lleva a visitar algún pueblo del Quindío”.

A mi pregunta sobre sus tiempos de futbolista, Darío emite un “uf” largo para indicar que tiene mucho para contar. Jugaba en el equipo de fútbol de los carniceros; en un campeonato con equipos de los graneros, zapateros, taxistas. “Se armaban unos tropeles…. Jugué catorce años; dirigí el Real España, Barrio Popular, Selección Popular. Con mis ahorros les compraba guayos, camisetas, pagaba arbitrajes, transporte”.

Habla de encontronazos verbales con Ovidio El sauce Orrego, Guillermo Giraldo, Cartucho. Por orden médica dejó el fútbol, pero siguio bebiendo: 

"El último partido lo jugué con Real España y perdimos dos a uno contra Tienda la Esquina, en un campeonato organizado por camioneros, zapateros y empleados de los graneros de la galería. Recuerdo que en los setentas, el día que estaba cerrada la galería, jugábamos partidos amistosos en los terraplenes del barrio Granada, en la cancha Wolswagen, El Placer, Los Hermanos, y El Paraíso que en ese entonces era una “canoa” con cafetales a los lados, y dejábamos la ropa arriba, en la escuela. En los equipos que dirigí, siempre utilicé el cuatro-tres-tres. En ellos jugué con el negro Ararat, Brucessi (hijo de un carnicero de la galería), Juan, que vivía por la tienda la Quindianita, por la calle diez y siete con veintidós, y Fernando Cuartas, que patrocinaba el equipo El Tiempo”.

Su conversación es cortada por la llegada de los compradores. “Darío, El Tiempo”. “Un Espectador”. Darío va y viene al borde del andén a entregar y recibir la paga, a saludar a los amigos que compran o no los periódicos. Regresa para no perder el último hilo de su charla intrincada.

“Casi todos los partidos en El Edén terminaban en gazaperas. Recuerdo que El ronco Rodríguez, Cartucho Giraldo y Mojica salían corriendo; el único que no corría era Cepillo. Nunca fui camorrero, me sentaba en un barranco a mirar las peleas. Hoy, sobre fútbol…y lo que pasa en el mundo, lo leo en la prensa. Vivo informado. Ahí en la banca de la esquina se sientan los desocupados, jubilados. Me compran prensa y revistas políticos reconocidos, concejales, periodistas, alcaldes, gobernadores, empleados. Esta esquina se mueve mucho, hago parte de ella. ¿Qué no habré visto desde este muro en cincuenta años? Tengo cuento para rato. Hay una cosa, en Armenia abunda el desempleo. Como otros vendedores tengo que pagar parte de mis consultas y remedios, no tengo prima los diciembres, y menos vacaciones. Si no trabajo todos los días, se complica la situación. Al año sólo descanso jueves y viernes santo, veinticinco de diciembre y primero de enero”.

La venta de periódicos es lenta. Darío no usa reloj, mide el tiempo observando las sombras en el pavimento. Entendí que lo mejor era hora dejarlo ir y venir en sus recuerdos.

“Viví cinco años en el barrio Granada. Trabajé diez y seis años en la galería. Me tocó el traslado del café Colombia, de don Humberto Arcila, a la esquina de enfrente. La clientela le cambió el nombre por El destapado. Ahí conocí al “mocho Jaramillo”, a periodistas, loteros, vagos, borrachos, y varados. Hace treinta y cinco años Fernando, el hijo de “Toto” Rivera, me ayudó a conseguir casa propia en el sur. La cuota inicial era de diez y ocho mil y la deuda total doscientos sesenta mil pesos. Desde muchacho, llueva o truene madrugo, y a las cinco o cinco y media de la tarde me voy en bus. Desde esta esquina he visto todos los cambios de este sector. Compradores y amigos que no volverán: Quico, Mojica, el ganso Herrera, Chucho el electricista, el mono dulcero de enfrente. El que revolotea todavía es Palacio, el jubilado de la policía. Oner, el de la plaza de Bolívar, viene a veces a charlar”.

Darío narra con orgullo su rutina de trabajo:

“Recojo El Espectador en la oficina del Parque Sucre. Lo dejó en el quiosco de mi amigo Alfonso Lotero, en la plaza de Bolívar, y voy por El Tiempo, por la Cámara de Comercio; por La Crónica, subo hasta la avenida Centenario, y por último La Patria. Hago cuatro viajes, traigo todo hasta acá, y empiezo a las ocho. Ahora todo queda lejos, antes recogía El Tiempo por el teatro Yuldana, El Espectador, por el Club América. En esa época la venta de cada periódico me dejaba doscientos pesos, y los domingos trescientos cincuenta”.

Darío asegura que debe “el éxito en mi trabajo humilde” a su negativa de utilizar cualquier sistema de crédito. “Es preferible ahorrar, aguantar las ganas hasta reunir para pagar de contado”.

Mientras habla con una compradora, le pregunto por qué lo llamaban “La muralla”. La dama se marcha, y Darío responde:

“En los equipos que dirigí y jugué, decía, yo juego aquí, y ustedes en el resto, y me concentraba en el partido. Me decían “la muralla” porque tenía claro que, si pasaba el jugador no pasaba el balón, y usted sabe cómo se jugaba en esa época: con verraquera, nada de payasadas como ahora. Mire a Neymar. Me tenía confianza para dar y recibir leña. No me arrugaba, y jugaba tranquilo de marcador porque los rivales que me conocían me tenían respeto y jugaban por la otra punta”.

Darío mira las sombras en el pavimento y dice:

“Ya casi me voy, en media hora viene el hijo por mí. Quién sabe a dónde me lleve hoy”.

Le preguntó en dónde dejará los periódicos y comenta con tranquilidad que sus clientes y amigos daban por seguro que el quiosco, ubicado frente al muro donde vende prensa, le sería adjudicado en el período de Luz Piedad Valencia, por Héctor Marín, funcionario de la alcaldía. Pero eso no pasó.

“Me hubiera servido, no para vender en él, porque la clientela está acostumbrada a verme aquí, pero sí para guardar la prensa. Tendría que pagar treinta y dos mil pesos mensuales. Ahora la guardo en el parqueadero que hay a media cuadra. La respuesta que recibí en la alcaldía, después de llenar los requisitos, fue: El periódico no necesita quiosco. El periódico tiene patrón. Después supe que ya sabían a quiénes adjudicarlos”.

Darío recoge la prensa, la mete al cajón con ruedas, y mientras se despide, cruza la cebra camino al parqueadero.

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