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Región  |  31 octubre de 2017  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Salvemos el canto herido de un pájaro

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Reflexiono también en la gran responsabilidad que tenemos en el mundo y en esta región de proteger la naturaleza.

Por Esperanza Jaramillo

Publicado en la revista Así Somos 111 de Confenalco Quindío

 

Cuando la sangre de tus venas regrese al mar,

cuando el polvo de tus huesos vuelva al suelo,

quizás recuerdes que esta tierra no te pertenece a ti,

sino que tú perteneces a la tierra.

Poema indígena Sioux

 

Hoy abro todas las puertas para que la luz violeta de las montañas se imprima en esta hoja y pulse mis libros. Y soy una con este paisaje verde y torrencial del Quindío. Siento mi energía volverse fuego para entender el misterio de la existencia. Me asombro como si fuera mi primer día. Dejo mi estudio, me descalzo para sentir la tierra, intuyo que mis pasos son de agua y el aire la palabra silencio. Pienso en el tiempo antes maltratado, lejos de experimentar esta conexión con lo trascendente.

Reflexiono también en la gran responsabilidad que tenemos en el mundo y en esta región de proteger la naturaleza, de entenderla como la madre; proveedora sagrada y paciente en la espera de nuestra mirada compasiva. Al celebrar los cincuenta años de la creación del departamento que nos alberga, precisamos tomar conciencia de la belleza vegetal que nos rodea y del inmenso compromiso que tenemos de preservarla. Un sismo destruyó vidas y volvió añicos los sueños, pero ella, la tierra sagrada, siguió floreciendo y volvió luz y fertilidad el movimiento; tal vez para mostrarnos otro camino capaz de restablecer la economía afectada y decirnos que al contemplarla, y asumirla con respeto, despejaríamos un nuevo sendero: el turismo ecológico.

Tenemos necesidad de encontrar un equilibrio espiritual, de armonizar nuestras facetas turbias y nuestros afanes cotidianos. De llenarnos de luz por dentro para que la competitividad y las metas no opaquen nuestra aptitud creativa y nuestros sentidos. Triste manera de morir sin darnos cuenta. De capitular como el marinero ante el primer temporal. La semilla está al alcance de nuestras manos: es eterna, no tiene otoño, vibra en el universo. Abriga el comienzo de nuestra vida, se exalta en el vórtice y perdura más allá de la orilla definitiva. Llega hasta donde las sombras se parten y la energía se desangra. Esta tierra noble y sabia es sanadora, cuidémosla así como se mece un niño entre los brazos. Así, como salvamos el canto herido de un pájaro.

Esta travesía de agua dulce y minerales, de células milagrosas que realizan las instrucciones contenidas en nuestro código genético, esta materia con su brillo y sus abismos, que ha cruzado desiertos, enfrentado máscaras y felinos, reconoce su origen espiritual, su conexión infinita con el universo cuando entra en contacto con la naturaleza.

Ella nos enseña que nada es fortuito ni casual; nos da lecciones de sabiduría, solidaridad, respeto y sacrificio. El árbol que mira al cielo, que lleva en sus entrañas torrentes de savia antigua, soportando los vendavales que sacuden sus ramas, la sed y el abandono, un día se dobla para volverse barca y lecho, para ampararnos y ser puente y abecedario silencioso de la tierra.

Es preciso ir por un camino del Quindío, dejar que nuestros pasos se pierdan bajo las sombras cruzadas de los árboles, para sentir el regreso de la armonía a nuestro espíritu con su rayo de sol. Los rostros campesinos nos hablan de su fatiga y su gratitud porque han labrado la tierra buena, aquella que devuelve por cada semilla una cosecha. Y vamos por la vereda resumiendo la dicha en la imagen de un gato anudado en los colores de una ventana. No conoce los tapetes egipcios, ni mullidos cojines, pero sabe que cada mañana una mano niña lo llama y un tazón de leche recién ordeñada lo aguarda. Entretanto el colibrí de aire verde-azul celebra la arquitectura de su nido; lo selló con un hilo de seda que le prestó una araña. Una flor anaranjada le regaló el polvo de azúcar escondido en los pétalos de su casa.

El gallo se despertó tarde, no anunció el alba, ahora corre detrás de una mariposa invisible; la misma que voló en sueños y le susurró que no era gallo sino un trozo de escarcha.. Sofy, la perrita fiel, la de todas las horas, la consentida, regresa de su letargo y se asoma a la ventana; busca la lente de aquella que la ama. La quebrada pule el día en cada piedra y descansa en la arena. El sauce se desmaya sobre la hierba y el prado se cubre con una lluvia diminuta de estrellas. La vereda nos lleva a Salento, tendido en la montaña como un ave quieta; vigila las palmas de cera, que crecen alto para que no las alcancen la muerte ni la nostalgia. Descansamos bajo el lento murmullo de un guadual con su pulso de río ascendido y de eternidad. A lo lejos un guayacán nos llama, es un navío con un velamen amarillo, que en el Quindío florece en el borde de los caminos, y en el barro seco de un cántaro vacío.

Es tiempo de regresar, retomar el camino que nos enseñaron nuestros ancestros; entender que todo ocupa un lugar en el gran legado universal y que los seres vivos estamos interrelacionados. Darnos cuenta de que no hemos conducido nuestra vida de evolución por la senda del desarrollo cósmico. Es necesario involucrar nuestra inteligencia en el progreso enriqueciéndolo con lo elemental. Escucharemos así, la vibración, la energía que fluye en cada flor, en un trozo de madera y adentro muy adentro del corazón.

 

 

Fotos / Olga Lucía Jordán / EL QUINDIANO

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