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Columnistas  |  23 mayo de 2019  |  12:00 AM |  Escrito por: Carlos Alberto Agudelo Arcila

Los 94 años de Rubem Fonseca

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Carlos Alberto Agudelo Arcila

 

“No me gusta llenar de plomo a nadie, pero es mi trabajo”

Rubem Fonseca

 

I

Rubem Fonseca: sinónimo de palabra descarnada. Esencia subjetiva de lo tenebroso. Divertimento puro. En sus cuentos convergen el blanco, el arma y lo certero como lineamientos magistrales para originar el crimen sin arrepentimiento alguno. Rubem Fonseca, aprendiz de Juan Rulfo, y a la vez hijo desobediente de cualquier boom literario.

En sus cuentos hay una sucesión de aforismos viscerales con la muerte, de filosofías vertiginosas, de cinismo puro. Axiomas anárquicos, elevados a la categoría de arte, cuando el atributo de la sangre remoza de energía pura al personaje homicida, de ética cercenada en deleitables húmeros literarios, vanguardistas, al grado de consumar el asesinato con decoro, inteligencia, disciplina y sagacidad única. En ocasiones, con la confabulación de quien va a ser su víctima. Recurso literario de alucinados con el crimen, de un Quijote materialista cuando ejerce el bien supremo del sueño eterno sobre individuos impasibles ante esta realidad aterradora. Saber del requisito principal para merecer el atentado, es ser inteligentes. De un Sancho idealista, como el perteneciente a los elegidos de estas muertes marrulleras, coparticipes del razonamiento victimario. El accionar de la palabra en manos de este merecedor del Nobel de literatura, es desgarradura mental decodificada por el semblante de ser el dador de vida a una literatura post-modernista del sadismo.

II

Rubem Fonseca ejerce su soledad con milimétricos sentidos. Imagino su capacidad de ser el perfecto asesino, al programar el disparo contra el tercer botón de la camisa para desastillar el esternón y dejar un reguero de hígado, de estómago, gelatina exquisita a la cual se le saborea la maldad, mientras un eco de carcajadas vibra en el alma fortalecida del magistral brasilero, ingrediente obligado de un autor capaz de llevar el lenguaje policiaco a la estratosfera de lo sexual, de lo intelectual, de lo científico y muchas más naturalezas recónditas en la mente humana. Desentraña con su mente ágil, llena de sutilezas criminales, el pensamiento de sus congéneres hasta uno creerlo humanista de lo horripilante, salvador genuino de aquellos capaces de ver el suicidio no como acto evasivo, sino como máximo homenaje a la constante envergadura de la felicidad. Despliega su euforia asesina sobre la página en blanco como si masturbara su ego, su espíritu desenfrenado por la ironía.

III

Sus cuentos, novelas, crónicas, deben ser estudiadas por sociólogos, filósofos, sicoterapeutas, moralistas de tercer orden, libertinos de primer instancia, jurisconsultos aterrados, defensores inmersos en el amor a nada, para confrontar a ultranza la realidad actual del submundo nuestro.

IV

Me imagino a Rubem, propiciador consciente de su alejamiento del mundo de agasajos, de la adulación prefabricada por dandis de corrillos literarios, con su rostro hundido en la reflexión malvada al preparar junto con Heloísa, Laura o Salete –sus no víctimas- la técnica de matarlas con la resolución del libre albedrío.

Conjeturo el mundo de Fonseca. Recorro calles inciertas con pocos pasos de distancia de este transgresor. En silencio observamos el próximo a morir. Una sonrisa peculiar se bosqueja en sus labios. Del bolsillo izquierdo de su abrigo saca un 38 Smith & Wesson Special y dispara de manera certera sobre la cabeza de una mujer desconocida. El escritor con un pañuelo limpia el arma, me mira de reojo, vuelve y sonríe. Los próximos renglones en blanco quedan salpicados de sangre. Como otro de sus cómplices, me despido y abordo un bus para llegar antes de las nueve y media de la mañana a brindar con de agua de panela, especias y harina, los noventa y cuatro años de mi admirado asesino.

V

Humor negro y necesario el de este guionista brasilero nacido en 1925, al poner en labios de aquella oportunista de su propia muerte: “sería una agradable ironía morir en el templo de un Dios antropocéntrico”. Como si el propio Rubem Fonseca fuera el personaje vital para crear este mundo retorcido, insuperable, con la certeza de haber incubado en la mentalidad del lector odio total hacia él mismo. O admiración absoluta a su estilo de acabar con la vida ajena y darle existencia a la palabra descarnada.

 

 

 

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