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Columnistas  |  24 junio de 2019  |  12:57 AM |  Escrito por: Laura Barrios Quintero

Un hombre. El hombre

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Laura Barrios Quintero

A usted: le quiero, porque le admiro. 

No tenía qué leer. No encontraba un libro que me tuviera y no me soltara. No creo que haya que martirizarse leyendo de todo. No creo que leer sea una obligación, un don o una virtud. Leo lo que me gusta. Leo porque veo que otros escriben lo que yo no logro y me gusta. Si no me amaña, lo suelto.

En ese instante, cuando iba mordiendo libros que no me sabían a nada, un hombre me presentó Un hombre, un libro ya amarillo de letra menuda que por el paso de los años clareaba en algunas páginas, un libro que escribió Oriana Fallaci en 1981 y que desde el prólogo me encerró en él porque ahí “un rugido de dolor y de rabia se alzaba sobre la ciudad y atronaba incesante, obsesivo, arrollando cualquier otro sonido”. El sonido del dolor era la muerte de Alekos, el poeta griego y líder de la resistencia al régimen militar. Alekos es Un hombre, es el hombre que se fue descubriendo en 461 páginas y que me hizo ver que yo también estaba descubriendo un hombre. El hombre.

Alexandro Panagulis es a quien Fallaci honra entre letras para plasmar la historia del eterno revolucionario llevado a prisión por el intento fallido de acabar con la vida del dictador Papadopoulos en 1986. La periodista italiana lo entrevista después de años de torturas y cautiverio en donde no le llegaba un rayo de luz y su espacio estaba reducido a unos pocos pasos.

Desde ese momento y por tres años Fallaci estuvo al lado de Alekos y se convirtió en su Sancho Panza, renunciando a mucha de su vida para ser su compañera de sueños, lucha y sed de política y libertad. Estos años le bastaron para conocer y reconocer en él Un hombre que rechazó toda forma de encasillamiento, de poder, de etiqueta, de ideología, el poeta, el artista, el pensador, el individuo que procuró ser él todo el tiempo en libertad, lejos de cualquier dogma, la historia de ese ser en el que reconoció que “un hombre es un hombre y está hecho de generosidad y egoísmo, de coraje y debilidades, de coherencias e incoherencias”. Entonces, mientras conocía yo a Alekos, reconocía en el otro hombre -el que me presentó el libro- esa semilla de individuo libre, del que no quiere ser instrumento, del que no se asusta, del que también cree que “uno no cumple su deber para que alguien le dé las gracias, lo cumple por principio, por sí mismo, por su propia dignidad” y supe, como lo supo Fallaci cuando conoció a Alekos por primera vez y lo entrevistaba “profesional, fría” mientras frenéticamente lo examinaba “tratando de resolver la magia que emanaba” de él, que, había algo que “al mismo tiempo me atraía y repelía, conmovía y aterrorizaba. Como cuando se mira desde el último piso de un rascacielos y nos parece volar, pero, a la vez, nos parece que nos precipitamos al vacío”.

De Alekos conozco, por Fallaci, la valentía de quien decide condenarse en un atentado a plena luz del día porque “en la oscuridad se mueven los murciélagos, los topos y los espías, no los hombres que luchan por la libertad”. Alekos era un hombre que entendía que la violencia llama la violencia, pero también era un hombre que se había convencido de ser incapaz de matar a un hombre, pero para él “un tirano no es un hombre, es un tirano”. Ese 13 de agosto de 1967 una explosión no le costó la vida al dictador Papadopoulos, Alekos es detenido, torturado y condenado a pena de muerte, una pena de muerte que él mismo pidió tras un discurso de dos horas que mantuvo sin aliento a los jueces y que lo puso en la mira internacional.

Todo lo que la gente sabía de él “no ibas más allá del retrato de un mercenario atemorizado y oscuro, de un delincuente común que ha actuado para embolsarse un dinero”, esa información a cargo de la prensa “los viles plumíferos que en un régimen democrático se prestan como maestros de valentía y libertad, pero apenas se instaura una dictadura se meten a la cama como putas, y para servir a aquella calumnian a los mismos a los que antes exaltaban y exaltan a los que antes calumniaban (…) ¿Qué harían sin ellos los nuevos amos?”. Esos mismos, ocho años después, ya muerto, estarían exaltándolo. Ese juicio era la oportunidad anhelada para demostrar quién era y en qué creía -y entonces entendí, como Fallaci, que el coraje, las ideas y las convicciones pesan mucho cuando hay que elegir a quién querer-. La prensa del régimen no iba a reproducir lo que allí estaba apunto de suceder, pero los periodistas internacionales sí. A ellos la desobediencia no les costaba nada, “contarían la verdad sobre este hombre que vivía y moría como un hombre, sin doblegarse, sin asustarse, sin resignarse, predicando el único bien posible, el único bien que cuenta: la libertad”.

Retumbaron ante el consejo de guerra y permanecieron en el tiempo estas palabras: “Si yo me encuentro aquí es porque creo en el hombre, y creer en el hombre significa creer en su libertad. Libertad de pensamiento, de palabra, de crítica y de oposición: todo lo que el golpe fascista de Papadopulos eliminó”. Así, el acusado pasó a ser acusador, erguido, con el índice tieso, gritó su desprecio ante la tiranía. No lo ajusticiaron para que su muerte no lo convirtiera en héroe, pero morir era en esa ocasión más fácil que vivir como vivió durante los siguientes años: patadas que lo reducían en el suelo de un minúscula celda, esposas día y noche durante once meses sin importar las heridas que le tenían ya las muñecas putrefactas, no cigarrillos, no papel, un orinal asqueroso, no calendarios, no luz del día. No tenía un lápiz para escribir poesías, pero las escribió utilizando su sangre como tinta. Alekos era, es, un símbolo, el símbolo del coraje, la dignidad humana y el amor por la libertad por la que años después moriría pensando que de qué sirve luchar, sufrir, luchar y luchar si los hombres no saben qué hacer con ella.

Alekos consiguió amnistía, durante tres años estuvo en su libertad, buscando la libertad de otros hombres, porque “la libertad regalada siempre da frutos amargos” siempre retenido por la nostalgia de la muerte, “porque un hombre que ha sido condenado a muerte, que ha vivido tres días y tres noches esperando la muerte, nunca volverá a ser el mismo. Llevará siempre la muerte consigo como una segunda piel, como un deseo insatisfecho”.

Durante esos tres años Alekos develó lo que hoy, después de más medio siglo y a más de 10 mil 358 kilómetros de distancia es todavía evidente: “ya se sabe que las tiranías, sean de derechas o de izquierdas, de Oriente o de Occidente, de ayer, de hoy o de mañana, se parecen entre sí. Idénticos sistemas de represión (…) carceleros obtusos y malvados que llegan a secuestrar la pluma y el papel de escribir, idénticas persecuciones”, pero además que todas esas revoluciones de intelectuales regidos por los ismos y encasillados en ideologías y teorías para cambiar el mundo, solo sirven para cambiar de amo. “La revolución es paciencia y desobediencia, no es prisa, no es caos, no es lo que cuentan los demagogos de varita mágica” Y entonces, como Alekos, supe que el otro hombre también conoce ese “acostumbrado dilema de los que no llevamos etiqueta y no tenemos ni iglesia, ni patria. El acostumbrado dilema de alguien que quiere cambiar un poco este mundo sin alistarse en los códigos del ordenador”, entendiendo que las fichas son iguales, que solo cambia el color. Y agradecí que así fuera, que así lo entendiera, lo entendiéramos, porque lo que cuenta siempre es “actuar, arriesgarse, desafiar la suerte, no mantenerse neutrales”, por eso, cuando leo de Fallaci los pensamientos Alekos, cuando escucho al otro hombre, agradezco y admiro el criterio en ambos y la decisión de no ser parte de nada porque “el que no tiene cojones se refugia siempre bajo el paraguas de los motivos ideológicos”.

La noche del 1 de mayo de 1976 la muerte y Alekos terminaron con su espera. Un bien fingido accidente de carros terminó con el hombre más perseguido, vigilado e incómodo de Grecia. El poder, cínicamente dijo que era una desgracia fortuita.

Antes de ese primero de mayo, Alekos se había convertido en diputado después de años de fracasos de conformar una resistencia armada amparada en el deseo de lucha y libertad, fuera de otras falsas convicciones; se mostró como el más crítico, rebelde e impugnador del parlamento. No cedía ante nadie, mucho menos ante el ministro de Defensa Averoff a quién quería desenmascarar y con él a esa falsa democracia que se instauró después de la dimisión de la junta.

Los primeros meses de ese 1976 Alekos consiguió los documentos que buscaba para dejar en evidencia el circo político en el que se había convertido Grecia. Entre esos archivos encontró incluso los que comprometían a un militante de su partido, por lo que decidió estar en el parlamento como independiente. Solo, sin un partido, un ismo que lo respaldara, se hizo un blanco más fácil, un blanco que sabía todo sobre los que manipulaban los hilos de ese disfraz de democracia. Lo eliminaron después de torpedear la publicación de esos documentos, en la víspera del día en el que los entregaría al parlamento. Su cuerpo quedó tendido en el garaje cerca a su casa. Murió de manera casi instantánea. A sus honras fúnebres asistieron todos aquellos que lo rechazaron, lo encasillaron, lo abandonaron, le dieron la espalda y hasta aquellos que lo torturaron e hicieron que morir fuese más fácil y digno que vivir.

La muerte de Alekos, la muerte de otros héroes que luchan contra dragones, contra sus propios dragones, contra dragones de otras latitudes, de otras izquierdas o de otras derechas, deja claro que “todas las banderas, incluso las más nobles y puras, están sucias de sangre y de mierda. Cuando miras los estándares gloriosos, expuestos en los museos y en las iglesias, venerados como reliquias ante las que arrodillarse en nombre de los ideales y de los sueños, no te hagas ilusiones: esas manchas parduscas no son trazas de herrumbre, sino residuos de sangre, residuos de mierda (…) la mierda de los vencidos, la mierda de los vencedores, la mierda de los buenos, la mierda de los malos, la mierda de los hombres, la mierda del hombre que está hecho de sangre y mierda (...) Para conocer la verdad deberíamos interrogar a los muertos aniquilados en nombre de los ideales, los sueños y la paz y con tales testimonios elaborar la estadística de las inmundicias vendidas como virtud.

***

Un hombre, es dos libros o muchos libros en uno, además de ser la radiografía del valeroso griego, es también la evidencia de un querer agónico de dos caracteres que chocaron. De dos Quijotes, de un Quijote que se convirtió en sombra en Sancho Panza, en bastón y colchón. Fallaci se convirtió en la compañera, y entonces supe que ser compañeros es más valioso que ser amantes. Le dijo Alekos a Oriana: “El amor es una compañera con la que se comparte la cama porque se comparte un sueño, una tarea. Yo no quiero una mujer con la que ser feliz. El mundo está lleno de mujeres con las que se puede ser feliz, si es la felicidad lo que se busca (…) nunca he tenido una compañera, y yo quiero una compañera. Una compañera que sea mi compañero, amigo, cómplice y hermano. Soy un hombre que lucha y lo seré siempre. Lo seré en todas partes y en cualquier caso”. Le digo yo al hombre: “Yo no quiero ser una mujer con la que ser feliz. Yo quiero ser una compañera que existe al lado de un hombre que lucha en todas partes y en cualquier caso”.

Comprendió Fallaci durante los tres años al lado de Alekos que se puede querer, admirar y no soportar al mismo hombre, todo al mismo tiempo -lo comprendí yo también-. “por eso en cada encrucijada se renovaban los impulsos de huir, que siempre amargaron y, al propio tiempo, cimentaron mi existencia contigo. Porque las mismas cosas que me alejaban de ti, me daba cuenta ya, me conducían a ti. Como si la diversidad e incluso incompatibilidad de nuestras naturalezas fuese el cemento del que se servían los dioses para mantenernos juntos”. Mi batalla contra el amor, el cáncer como lo nombro Oriana, está pérdida, como estuvo la de ella, que terminó pensando que el amor existe y que más que una complicación, es una enfermedad “y de ella podía yo enumerar todos los signos y fenómenos. Si hablaba de ti con gente que no te conocía o a la que no le interesabas, me afanaba en explicar cuán extraordinario, genial y grande eras (…) si leía el periódico destacaba la noticia que a ti te hubiera interesado más, la recortaba y te la enviaba (…) un amor semejante no era siquiera una enfermedad ¡Era un cáncer!” a lo que otros llaman mi mal.

Dijo la italiana que casi nunca un amor tiene por objeto el cuerpo, sino que a menudo se acepta a una persona por el hechizo inexplicable en el que nos envuelve, o por lo que representa para nosotros, para nuestras convicciones su manera de vivir o de comportarse. Sí. El cuerpo no deja de ser vehículo de seducción, pero por lo demás, para el querer, se sirven las ganas de otras cosas.


 


 


 




 


 


 


 


 


 

 

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