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Cultura  |  14 octubre de 2019  |  02:56 AM |  Escrito por: Edición web

Como flores de aire evaporado. Una entrevista con Edgardo Dobry

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Idealmente, un poeta traduce el poema que le hubiera gustado escribir.

Edgardo Dobry


Por Aleyda Quevedo Rojas

Edgardo Dobry, nació en Rosario, Argentina, en 1962 y vive desde hace muchísimos años en Barcelona, tantos años como los que lleva escribiendo ensayos literarios para prestigiosos medios de España, México y Argentina. Dobry, es quizá más conocido por todos los amantes de la literatura por sus ejercicios críticos y siempre vibrantes, que escribe en El País y Babelia. Aunque es imposible olvidar que fue parte del consejo de dirección del mítico Diario de Poesía dirigido por Daniel Samoilovich. Otros lo reconocerán porque trabaja como profesor de Filología de la Universidad de Barcelona y produce consistentes estudios académicos, y otros más lo conocemos bien, por su impecable y vital trabajo como traductor de grandes de la literatura universal, como la poesía reunida del gran William Carlos Williams, la novela La hija oscura de Elena Ferrante, El final del poema de Giorgio Agamben, así como traducciones de Sandro Penna, Giorgio Caproni, Edgar A. Poe y Lord Byron, entre otros.

Su importante ensayo Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo (y más allá) se encuentra, desde octubre de 2001, en el sitio web de la revista Punto de Vista (www.bazaramericano.com). En cuanto a la crítica que Dobry escribe, pueden explorar, disfrutar y leer aquí: https://elpais.com/autor/edgardo_dobry/a aunque solo recoge los últimos dos o tres años de esta interesantísima zona que también cultiva con equilibrada maestría.

A este escritor argentino, que conocí en Cuenca hace unos tres años atrás, pero que había leído con fruición y enorme entusiasmo en su libro Tarde del cristal, publicado en 1992, pasando por poemas suyos incluidos en la antología Monstruos seleccionada por Arturo Carrera (uno de sus poetas y amigos favoritos); o los poderosos poemas de la crucial antología Cuerpo Plural curada por Gustavo Guerrero, (uno de mis críticos y ensayistas favoritos) hasta llegar a su precioso libro, bellamente editado por Lumen, bajo el título El lago de los botes publicado en 2005, pero que fue, recién en 2011 cuando lo tuve en mis manos firmado por el autor (gracias a mi esposo, el poeta Edwin Madrid, que me lo trajo como un preciado regalo después de su encuentro en Barcelona); finalmente, he podido entrevistar y releer; y además, leerlo en la calidez de varios mails, descubrir algunas capas de su trabajo y acercarme mucho más a su obra como amiga y lectora.

Edgardo Dobry ha indagado en las poéticas que transitan por territorios en constante inestabilidad e incertidumbre, y es desde entonces, que Dobry se ha convertido en uno de los poetas que más me interesan, porque cuando leo sus poemas experimento al mismo tiempo emoción y asombro, y es con él, con quien deseaba conversar en torno a nuestro más apasionante tema en común: la poesía y la experiencia poética, que en su caso admirable, se transita desde la cátedra, la traducción, el ensayo, la academia, la poesía y los viajes... desde la creación de sistemas poéticos con resonancias clásicas y modernas, el pasado y el presente, América y Europa. Debo confesarles, que no siempre me pasa, que me fascinan los poemas de un doctor en literatura tanto como sus ensayos; la mayoría de las veces, me sucede que la rigidez de la academia encorseta, acartona y termina diluyendo al poeta y matando los poemas; resultan raros los casos, en los que como Dobry, el catedrático-académico es un sagaz y fino investigador literario y más aún, un gran poeta con registros amplios y muy ricos.

Osvaldo Aguirre afirma en una nota de la Revista Ñ del diario El Clarín de abril de 2019, algo con lo que coincido plenamente. “Edgardo Dobry puede ser adscripto así con pleno derecho a la línea de los poetas críticos, aquellos que exigen ser leídos en la convergencia del conjunto de sus textos, con otra determinación no menos productiva: el poeta es un traductor, según un mandato que recoge de la poesía francesa del siglo XIX y recrea en sus versiones de Sandro Penna y Roberto Calasso, entre otros escritores, y también en su posicionamiento ante la poesía argentina, a la que pertenece en la medida en que se distancia”.

Edgardo accedió encantado y atento a conversar de poesía, traducción y otras artes para los lectores de Vallejo & Co. y acá está una gran parte de ese diálogo que hemos mantenido durante el mes de septiembre 2019, él desde su laptop en Barcelona y yo desde la mía en Quito, estrechando las dos orillas.

En una segunda entrega, compartiremos su potente poesía, que he seleccionado con enorme placer, centrándome en poemas que me encantan de su trabajo El lago de los botes, libro fundamental para conocer su obra poética, y del cual el ya célebre poeta cubano radicado en Estados Unidos, José Kozer, escribe: El lago de los botes “es una puesta en escena compleja donde la anécdota se transfigura poema a poema en búsqueda ensimismada, arriesgada, de planos cada vez más hondos. Tal vez un modo de acceder a este libro de poemas sea tomar como punto de partida lo que es el punto de partida de todo libro: su título. Por un lado, el lago; por otro, los botes. Es decir, agua inasible y mutable, agua heraclitiana que no es nunca la misma y materia sólida de la madera que pese a su peso mayor que el agua, flota; y en cierta medida ubicuo, el poeta, en estado de observación”.

Entrevista

Aleyda Quevedo Rojas [AQR]: Luego de recorrer un buen e intenso tramo del camino de la escritura de poesía, del ensayo crítico y la traducción, ¿cuál sería el momento que marcarías como el primero y más claro en el que te decidiste por la literatura como modo de estar y entender el mundo?

Edgardo Dobry [ED]: Cuando estaba a punto de entrar al servicio militar estudiaba Ingeniería (mi padre era ingeniero); cuando me dieron la baja ya era estudiante de Letras. No sé si algo habrá tenido que ver, en ese giro, el hecho de que hice mi servicio militar el año en que a un general sátrapa y borracho se le ocurrió recuperar las islas Malvinas.

El misterio es por qué la poesía y no otra cosa, aunque creo que puede tener que ver con un carácter que se siente más sosegado entre libros que entre personas.

[AQR]: Un escritor es lo que ha leído. ¿De qué tradición literaria provienes? ¿Cuáles son tus autores tutelares? ¿Y qué libros anotas como tus favoritos? Siempre hay dos o tres libros de los cuales uno nunca logra desprenderse…

[ED]: Tenía dieciséis años en 1978, el año del tristemente célebre mundial de fútbol en Argentina: una época horrible para tener cualquier edad, pero quizás más para un adolescente que había empezado a escribir unos versitos y tenía que buscar gente que le dijera qué hacer con eso; casi como quien se descubre un síntoma raro y busca un médico que pueda explicarle qué le pasa. Empecé a ir a un curso de teatro: no creía que tuviera ningún talento escénico —y de hecho no lo tenía—, pero era de los pocos ámbitos donde uno (con miedo, con mucha cautela) podía hablar de las cosas que le interesaran. Alguien me prestó, casi en secreto, Trilce. Entonces empecé a entender de qué se trataba. Durante años pensé que las melodías puntiagudas de Vallejo me marcaron como un canon, como una mezcla de solfeo y aspaviento. Pero ahora creo que el Neruda de Residencia en la tierra también se me metió en la cabeza como una sinfonía obsesiva. Quizás lo que escucho es una superposición de las dos.

Empecé a estudiar la poesía en los años del auge neobarroco: leí a Lezama Lima y disfrutaba de no entenderlo. De ahí me viene, creo, una cierta atracción por el claroscuro, por los contornos borroneados, por la ambigüedad (todas manías barrocas). En Rosario había una revista, La Muda, que hacía Carlos Capella en una librería casi secreta del pasaje Pam. Creo que solo sacó dos números, y creo que en alguno me dejaron sacar algunas líneas. Capella conocía a poetas de Buenos Aires, que venían de tanto en tanto a hacer lecturas y performances: así conocí a Arturo Carrera —cuya amistad conservo hasta hoy—, a Néstor Perlongher, a Emeterio Cerro. Yo los veía llegar como un chico vería llegar a la troupe de Titanes en el ring: para mí, eran la encarnación de la poesía, y aprendí mucho de ellos.

[AQR]: Centrándonos en tu obra poética me gustaría que intentes un ejercicio de nombrar las cuerdas que has tensado en tus libros, desde Tardes del cristal, pasando por El lago de los botes (que considero uno de los más bellos y potentes de la poesía hispanoamericana) hasta lo nuevo que estás trabajando. ¿Cuáles fueron y siguen siendo tus búsquedas?

[ED]: Bueno, podemos retomar desde el punto anterior. Me fui de Argentina a los veintitrés años. En buena medida, creo, me quedé a vivir en Barcelona porque percibí que aquí podía dedicarme a ser poeta; no en el sentido de no hacer otra cosa sino de concentrarme en eso. Tengo la sensación de que salir del país natal puede tener un efecto paralizante para un escritor o lo contrario: ser un estímulo. Por supuesto, el costo es elevado: la soledad, el extrañamiento, esa parte de la extranjería que nunca se extingue por muchos años que vivas en el mismo lugar. Incluso diría que se duplica, porque el país de origen se vuelve, también, un poco extraño.

Bueno, hacia principios de los años noventa vi que los poetas de mi generación se empezaban a nuclear precisamente a partir de producciones y declaraciones opuestas y alternativas al neobarroco. Digamos, todo lo que se manifestaba a través de Diario de poesía, revista de la que fui cercano y a la que pertenecí en su segunda etapa unos años más tarde gracias a mi amistad con su director, Daniel Samoilovich. Creo que en lo que yo escribo están presentes las dos líneas: una que podríamos llamar neobarroca, aunque en un sentido laxo, es decir, en el sentido de haberme formado en aquel momento, y también de mis lecturas de la poesía clásica española. Es un poco paradójico decir que la poesía clásica española es barroca, pero en parte es así; y esta rara superposición de los dos polos de la elipse es aún más notoria en la tradición americana, claro.

La otra línea es la coloquialista u objetivista. Dicho de otro modo: creo que en varios de mis poemas hay un movimiento narrativo y otro que borronea y desdibuja: son más figurativos que abstractos, aunque la figura no siempre se ve a primera vista. Quizá en eso hay también una impronta de los estadounidenses, diría de una cierta Dickinson, de Wallace Stevens, de Williams Carlos Williams; pero también de los italianos, que leí con devoción en mi juventud: el primer Montale, sobre todo.

[AQR]: La traducción es otro oficio artístico que ha ocupado tu tiempo. Te conocí por tus traducciones de los poemas de Lord Byron. Cuéntanos cómo concibes el trabajo de la traducción de poesía; ¿qué autores has traducido hasta ahora? Y ¿cómo entiendes la relación íntima y peligrosa entre el poeta y el traductor?

[ED]: Traducir un poema es interpretarlo, en el sentido semántico, hermenéutico, incluso psicoanalítico, porque un poema tiene, o puede tener, su inconsciente, y eso aflora, o puede aflorar, en la traducción. Tenía razón Frost cuando decía que la poesía es lo lost in translation. Pero precisamente en ese extravío —lo que se pierde, también en el sentido de errar el camino— queda un resto, algo que es otro poema en otra lengua. Idealmente, un poeta traduce el poema que le hubiera gustado escribir y que, como ya lo escribió otro, solo le permite una participación vicaria; pero eso es mejor que nada.

Un poema bien traducido no se traduce para el lector sino para el propio traductor, que solo mediante ese ejercicio puede entender plenamente, o poseer, lo que lee. No se traduce solo la lengua porque no existe ese solo “la lengua”. Una lengua es una idiosincrasia y eso debe ser traducido. De otro modo, sería como comprar un mapa de Massachusetts y pensar que sirve para la provincia de Santa Fe, Argentina, con tal de cambiar los topónimos. Esto no quiere decir que se tenga que adaptar el poema a la cultura de llegada, por supuesto, ni que hacerlo más explícito o más plano del original.

[AQR]: El salto de Rosario a Barcelona supone una otra (distinta) relación con la lengua, aunque sigas en la patria del castellano, pero comienzas a nombrar el mundo en el español de España que siempre tiene otros matices muy diferentes al español argentino; y también, desde luego, están los paisajes, las emociones, las comidas, la gente…

[ED]: Sí. Es una cuestión que me preocupó durante años: no escribir lejía sino lavandina. Pero, ¿qué pasa cuando en tu casa empiezas a decir lejía, que es como se llama en el lugar donde vives a eso que sirve para que los cuellos de las camisas celestes te queden manchados de blanco? El que vive en Francia o en Estados Unidos no tiene ese problema (pero tiene otros). Cuando terminé Contratiempo, que es mi último libro publicado, lo revisé varias veces para que el voseo no me quedara conjugado como tuteo. El libro se iba a publicar en Buenos Aires y yo quería que fuera un libro argentino. Pero, en general, en los últimos años, el asunto me preocupa menos. Con el tiempo, un escritor encuentra su registro y se sabe que, desde el siglo XX, no pocos lo encontraron en una lengua que no era la materna. Quizás también eso pueda suceder con ciertas tonalidades que están dentro de la misma lengua, pero abarcan diferentes idiosincrasias, para aprovechar ese concepto que ya me saqué antes de la galera.

[AQR]: ¿Cómo es Edgardo Dobry el lector? ¿Qué te interesa encontrar en un libro de poesía? ¿Cuál es tu imaginario como lector que se mueve entre dos aguas: la poesía y la traducción, Argentina y España?…

[ED]: No puedo decir lo que me interesa encontrar antes de encontrarlo. Un poema interesante es el que te enseña lo que te gusta, no el que cumple con lo que ya sabías que te gustaba. Si tuviera que hablar en términos generales, diría que me atrae el poema con consciencia de la forma, incluso cuando esa forma es una completa deformación (por ejemplo, me gustan los experimentos de Dadá con lenguas inventadas, como Hugo Ball o la ursonate de Schwitters). Detesto, al contrario, lo que John Ashbery llama “poesía confesional de talla única”.

Me gustan los poemas que muestran, del modo que sea, una consciencia de la tradición, y más aún si esa tradición, como orden de lo ya escrito, existe solo para ese poema. Me gustan los poetas que tienen sentido del humor, quizás porque en todos los órdenes de la vida hay pocas cosas que me parezcan tan ridículas como la solemnidad inconveniente: por eso me gustan autores tan distintos como Arnaut Daniel, Byron, Dickinson (la más sutil de todas), Apollinaire, los ya mencionados Dadá (al contrario de los surrealistas, que suelen tomarse sus sueños como revelaciones trascendentales), Mandelstam; en la cima, el gran Enrique Heine, el maestro de la risa triste, el más judío de todos, aunque se hiciera bautizar.

[AQR]: Cuéntanos de tu trabajo como crítico literario (que los lectores de Vallejo & Co. pueden apreciar y curiosear entrando en este link: https://elpais.com/autor/edgardo_dobry/a)

[ED]: Un poema es un buen asunto sobre el que pensar. Como dice Pérec: “pensar, clasificar”. Como tú sabes, la modernidad, al menos desde el romanticismo, es la era crítica: ningún valor se da por supuesto y los poetas dan cuenta de por qué una cosa les parece preferible o superior a otra. Hablemos de nuestros maestros: en Mallarmé es tan importante su verso y su descalabro del verso como sus escritos en prosa; si te soy del todo sincero, puedo estar largas temporadas sin leer los poemas de T.S. Eliot, pero siempre vuelvo a sus ensayos, donde cada vez aprendo algo.

Auden es un poeta genial y es un crítico sorprendente porque arma aparatos inesperados e iluminadores. Nosotros tenemos modelos semejantes: Lezama Lima, Borges, Octavio Paz, Severo Sarduy; incluso Pizarnik, cuyos diarios hablan menos de la vida privada que de sus lecturas y del modo de pensarlas en relación con su propia escritura. Los americanos, en el sentido amplio del término, somos dados a pensar en, sobre, desde el poema porque estamos siempre a la búsqueda de reconstruir el anillo del que ese poema es la gema engastada y visible. Eso significa que ningún poema existe solo o tiene sentido por sí solo: su verdadero sentido aflora en la serie que conforma. Esa serie la intuye y la argumenta el lector, no el autor.

Fuera de eso, la crítica tiene géneros bien diversos. La reseña de libros para los diarios es uno de ellos. Debido a la escasa extensión permitida, el crítico debe hacer movimientos de fakir para encajar información y juicio sin desgarrase los músculos ni caer en el jeroglífico. Se cuenta de un crítico, colaborador frecuente de una revista que, al llevar a la redacción el artículo encargado, sabiendo que era más extenso de lo que le habían mandado, se disculpó: “no tuve tiempo de hacerlo más breve”. La reseña de diarios es un arte de la jibarización y del recorte. Un buen reseñista no solo construye un castillo de naipes: debe saber sacarle la mitad sin que se venga abajo.

Después está el ensayo. Ahí cada uno es libre y lo construye como le parece. El ensayo es una forma y debe leerse como tal. Yo escribí un libro de ensayos sobre poesía (Orfeo en el quiosco de diarios), uno sobre la idea de tradición y lengua argentina en Leopoldo Lugones (Una profecía del pasado) y uno sobre la vigencia de uno de los grandes mitos de la modernidad (Historia universal de Don Juan). Ahora tengo terminado otro libro de ensayos sobre poesía, sobre poetas americanos en el sentido amplio. Intento perseguir y estudiar algunas líneas presentes en la poesía del continente, desde Whitman a Juan L. Ortiz, de Eliot a Haroldo de Campos, de Wallace Stevens a Juan José Saer. Intento ver cierto tono o actitud característica del poeta americano y a la vez leerlos en su particularidad desde esa perspectiva. No pretendo demostrar ninguna hipótesis: cuando escribo un ensayo no parto de una idea previa que quiera exponer, sino que voy en busca de esa idea. No me atrae la descripción sino el pensamiento; prefiero fracasar asumiendo ese riesgo a escribir un libro que no aporta nada a lo ya sabido o a lo obvio. Por ahora no parece que ningún editor esté ansioso por publicarlo; pero mientras tanto esos ensayos se siguen fraguando a un fuego tan lento que apenas calienta. También tengo terminado un libro de poemas, del que te enviaré alguna muestra, que por ahora se titula El gran simpático.

*(Rosario-Argentina, 1962). Poeta, ensayista, traductor, crítico literario. Se desempeña como profesor de Literatura hispanoamericana y Teoría de la literatura en la Universidad de Barcelona (España) y de la Facultad de Comunicación Blanquerna (URL). Colabora habitualmente con diversas publicaciones, como el diario El País o la revista Letras Libres. Es miembro del consejo de dirección de la revista Diario de Poesía. Publicó en poesía Cinética (1999), El lago de los botes (2005), Cosas (2008), Pizza Margarita (2011), Contratiempo (2013); en ensayo Orfeo en el quiosco de diarios. Ensayos sobre poesía (2007), Una profecía del pasado. Lugones y la invención del linaje de Hércules (2010), Historia universal de Don Juan: nacimiento y vigencia de un mito moderno (2017); y ha traducido a Roberto Calasso, Giorgio Agamben, Sandro Penna, William Carlos Williams y John Ashbery, entre otros.

 

TOMADO DEL PORTAL VALLEJO & CO.

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