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Cultura  |  20 octubre de 2019  |  08:48 AM |  Escrito por: Edición web

“La lengua nos piensa”, entrevista a Tatiana Oroño*

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Por Augusto Munaro

La extraordinaria poeta uruguaya Tatiana Oroño publicó, en 1979, uno de los más bellos y sugestivos libros de poesía El alfabeto verde (Ediciones De la Balanza). Cuarenta años más tarde, Editorial Lisboa (Serie Cantábrico) vuelve a poner en circulación en una nueva edición de lujo, con prólogo de Hugo Giovanetti Viola, este clásico de las letras latinoamericanas. Vallejo & Co. tuvo el privilegio de hablar con ella en profundidad sobre el libro y su proceso creativo.

Augusto Munaro [AM]: ¿Cómo era el contexto poético en la Uruguay de hace 40 años atrás?, ¿cuál era tu relación con la poesía en ese entonces y qué formas líricas imitabas?

Tatiana Oroño [TO]: Antes que nada tengo que decirte que la reedición de El alfabeto verde me conmueve mucho y cuando digo “conmueve” digo remoción, estado de corazón a la intemperie, un mitin de emociones… Para responder a estas primeras preguntas tengo que ajustar el alma al cuerpo como si estuviera por despegar y me tuviera que ajustar el cinturón. El alfabeto verde renacido, y además tus preguntas, traen consigo un cortejo de vivencias y recuerdos que se apretujan. Ahí voy.

Hace cuarenta años yo venía escribiendo poesía desde diez años antes. La primera publicación, en un periódico, fue en abril de 1970 (un texto de 1968) titulado “Diario/Documentos” en homenaje al Diario del Che, caído en Bolivia en octubre de 1967. El texto fue Mención en un concurso de poesía convocado por un diario de izquierda uruguayo (El Popular).

Mi segunda publicación (1975) fue propiamente clandestina y consistió en dos textos poéticos de homenaje a Nibia Sabalsagaray (1949-1974), compañera en el Instituto de Profesores Artigas (IPA), en el gremio de estudiantes y en la agrupación de jóvenes afiliados a la Unión de la Juventud Comunista (UJC). Nibia, de 24 años, fue asesinada en un cuartel militar la misma noche de su detención. En 1975, madre de dos niños y embarazada de un tercero, ya destituida de mi cargo obtenido por concurso de méritos (tras egresar del IPA) di a manos de compañeros —que arriesgaban la vida en la edición— aquellos dos textos. Te cuento esto porque echando la vista atrás veo que mi relación con la poesía arrancó signada por el desgarramiento, la rebeldía contra el abuso y por la voluntad de curar/me del mal. Yo apostaba mi fe a la voz del Canto general (Sube a nacer conmigo, hermano), a la taumaturgia baudelairiana (J’ai pétri de la boue et j’en ai fait de l’or) y, sobre todo, al bien que encontraba leyendo Los heraldos negrosPoemas humanos o Tiempo y tiempo (del uruguayo Líber Falco); así como también los libros de Circe Maia, las páginas de Cesare Pavese cuyos ensayos leía en castellano (y en italiano los poemas que hallaba).

De modo que César Vallejo, Líber Falco, Cesare Pavese, Circe Maia (más Miguel Hernández, Antonio Machado, Baudelaire) resultaron fuentes de mis primeros pasos; de todos ellos me sabía poemas de memoria (y también del Neruda de Los versos del Capitán). Hacia la segunda mitad de los setenta ya estaba Juan Cunha entre mis devociones, admiraba los Epigramas de Ernesto Cardenal y, singularmente, algunos poemas como la “Oración por Marilyn Monroe” o “Apalka” (que remataba con unos versos inolvidables: una laguna lúgubre / de monedas de plata). También leí a Antonio Cisneros por esa época. Hacía lecturas desordenadas y nocturnas en libros que a veces desaparecían en ocasión de intempestivas requisas militares. A fines de los setenta también había leído (y escuchado leer) a Amanda Berenguer. Fue la única representante de la Generación del 45 que influyó en mi primer libro. La escuché leer y me sentí en estado de gracia. Así que salí derecho a escribir. ¿Qué escribí? El poema “Aquí”, apertura de El alfabeto verde.

También es cierto que mi relación con la poesía venía de lejos: en el currículo habían sido Homero, Dante, Garcilaso, San Juan de la Cruz, Rubén Darío, Herrera y Reissig. Todos ellos (y muchos más, como José Asunción Silva, cuyo “Nocturno” trabajé siguiendo la metodología del rumano Pius Servien desarrollada en Uruguay por Idea Vilariño) habían sido encuentros felices. 

[AM]: Por cierto, ¿qué opinión te merece la obra de Idea Vilariño y Mario Benedetti, representantes de la llamada Generación del 45?, ¿entonces te sentías atraída por ella?

[TO]: En esa época lo que me atraía de Idea era la severidad de su trabajo crítico. Impecable era su estudio de los “grupos simétricos en poesía” según reglas metodológicas que tenían un antecedente en las investigaciones del ritmo en la poesía realizadas por Pius Servien. Su rigor exhaustivo (y a la vez revelador) me apasionaba. (Y hasta me puse a trabajar textos —entonces y después— siguiendo esa metodología escrupulosa.) Entonces leía sus traducciones de Shakespeare, su publicación para estudiantes de los Salmos bíblicos; conocía su formidable trabajo sobre las letras de tango, pero muy poco y mal su obra lírica. Fui descubriendo a Idea de a poco, de poema en poema, en los años siguientes (“Paraíso perdido”, “Carta I”, “Ya no”, por citar algunos).

En 1983 fui consultada por el semanario Jaque (junto a Marosa di Giorgio) respecto de determinados aspectos de su obra y ya pude contestar con cierta soltura aunque no me la hubiera leído en totalidad. Ni siquiera ahora puedo decir que he leído toda su obra poética. Su rotundidad, su fuerza tajante, me deja siempre cimbreando, como si dijéramos: dispuesta a atajar el golpe. Me refiero al golpe de realidad que pulsa en sus versos construyendo su identidad poética. Una identidad —una voz— amarga, desafiante. Creo que su obra, tan personal, crece a la distancia. Escribió con intransigencia para su tiempo y para después de su tiempo. (O para mi tiempo de juventud y para mis otras edades.)

En cuanto a Mario Benedetti, ¿qué decirte? Escritor fecundo, hombre entrañable. Un ciudadano cabal (una vez lo vimos pararse a conversar con un hombre en una esquina, un cuidador de autos que, seguro, no sabía con quién sostenía charla). Amanda Berenguer comentó que ella le había dicho a Benedetti “tú hiciste del mundo, tu casa; yo hice de mi casa, el mundo”. El autor más vendido en Uruguay —exitoso en España, popular en Cuba, autor de Montevideanos— era en Montevideo un tipo afable y llano. Fue un trabajador incansable. Lúcido reseñista. Crítico sagaz. En lo personal, más que como poeta o novelista lo aprecio por algunos de sus cuentos y por un opus ensayístico —El país de la cola de paja— memorable.

[AM]: ¿Cómo era escribir en esos años de plomo respecto a lo que fue después, en democracia? ¿Cambió tu mirada sobre la escritura?

[TO]: Entonces escribí con la intención de dejar huella, escribí para ayudarme a vivir, para ordenar como podía el caos cotidiano. Escribía para el día a día y también escribía para el futuro: para mis ojos de entonces y para otros que tendrían que venir después. Después las cosas cambiaron. Se abrieron espacios culturales, periodísticos, tímidamente también algunos editoriales. Y pude volver a dar clases. Pero el esfuerzo en lo personal para sostener familia y vocación siguió siendo duro y sostenido. Para una mujer cabeza de familia y con tres hijos la democracia (transicional) en la que estamos viviendo desde 1985 ofrece oportunidades, pero cobra peaje. Es así que seguí y sigo escribiendo para ayudarme a vivir. En julio de 2017, publiqué Libro de horas (Montevideo, Ed. Estuario), una autobiografía poética en prosa que da cuenta en cierto modo de aquellos períodos en sombras y de los otros, a media luz, posteriores.

[AM]: Sobre El alfabeto verde. ¿Cuál fue la génesis del poemario?, ¿alguna anécdota de entonces en cuanto a la composición de alguno de estos poemas aquí reunidos?

[TO]: El estímulo que me llevó a ordenar poemas escritos durante algunos años en un volumen, a su manera antológico, fue la voluntad de mi padre, Dumas Oroño. Fue él quien me instó a buscar editor, diseñó tapa y solventó costos. Consulté a Juan Cunha y Circe Maia procurando orientarme respecto del tema. Fueron mis editores los últimos miembros de la Comunidad del Sur que aún no se habían exiliado en Suecia y mi libro el último de la colección de poesía Ediciones de la Balanza, su sello propio, del cual fui la única mujer editada. Pero tú me preguntabas por la “génesis” … y junto con eso por alguna anécdota relativa a la composición de algún texto. En respuesta a las dos preguntas te cuento cómo y cuándo fue que me di cuenta de que seguiría escribiendo poesía como forma de buscar una experiencia más allá de la experiencia, como compensación del mundo y sostén del alma. Fue cuando la palabra “brines” —nombre de una tela rústica asociada a prendas de trabajo y ya en desuso durante los años setenta— me abrió camino al desarrollo de un texto nunca incluido en libro, pero fundacional en mi quehacer[1]. Fue entonces —tal vez en 1973, año del golpe de Estado— cuando descubrí la potencia transformadora que era capaz de operar una palabra hallada en su lugar y a tiempo. Fue un momento de iluminación. Se me reveló el poder transformador de la palabra por su capacidad de apropiación subjetiva de la experiencia vital, por su capacidad de construir subjetividad con mínimos y poderosos recursos. Ahí me decidí a escribir poesía con continuidad: cuando supe que era esa experiencia multiplicadora lo que seguiría buscando en la intersección del mundo y de mí misma, mientras viviera.

[AM]: Me gustaría te puedas referir estrictamente sobre la métrica de esta temprana colección de poemas.

[TO]: Ay, Augusto, nunca reparé en eso. Me he ocupado de la métrica en obras ajenas, pero en mi caso nunca puse atención en aspectos constructivos que, al escribir, fui encontrando... ¿A ti qué te parece, encontrás una constante? No sé si la hay… (Me acuerdo en este momento de que Cesare Pavese consigna en El oficio de poeta que encontró su verso —la medida de su verso— durante la composición de “I mari del Sud”.) Lo único que podría decirte es que siempre he buscado aunar una cierta música —algo que suene sin quebrantos, de fondo— con cierta visualidad áspera (palabras o versos empinados, quebrantados, medio dislocados).

[AM]: En El alfabeto verde, hay una respiración muy particular que gravita a través de todo el libro; una postura que con los años se va agudizando. ¿Qué verdad de fondo sentís que transmite este libro?

[TO]: ¡Linda pregunta…! Me hace ir al fondo de un sentimiento de amorosa nostalgia. Si vinculo esta pregunta con el enfoque que le fui dando a la respuesta anterior, se me ocurre que quizás esa inclinación que, te decía, siempre tuve por dejar manar un sonido, en la profundidad sereno, pero desbaratando el desarrollo visual del texto, podría estar dándome la clave de la verdad de fondo de El alfabeto verde (y acaso de todo lo demás). Quizá, tras el trabajo de leer salvando anfractuosidades y cohesionando lo roto —tras esa performatividad lectora (¿alusión a la tarea de leer/recomponer el caos cotidiano?)— se ofrezca el ritmo íntimo del sentimiento del mundo que el oficio, sin esconder, tampoco exhibe. Capaz que esa es una respuesta posible a tu pregunta. La verdad es que, con su fragilidad a cuestas, la poesía me salvaba enseñándome a mirar qué cosa de cada día trascendería la noche. Y también me permitía esperar que alguien más entendería la cosa: su mensaje cifrado en tiempos de miseria.

[AM]: ¿Cuál fue la historia del poema “Ellos”? Es uno de los poemas más intensos de esta colección.

[TO]: En 1976 se desató la persecución contra el Partido Comunista a través de una cacería represiva denominada Plan Morgan. Entonces perdí contacto absoluto con muchos compañeros de camino (estudio, vida, militancia…). Solo sabía que mi gran amiga, Mercedes Espínola (“Mecha”, hija del escritor Francisco Espínola), dirigente del gremio de estudiantes de enseñanza secundaria, había caído presa después de haber vivido varios meses de arriesgada, por no decir heroica, clandestinidad. La prisión política era confinamiento, tortura, algunos datos ocasionales siempre fragmentarios aportados por el boca a boca. De los demás, entre los que se encontraba la pediatra de mi hijo menor, no supe nada durante varios años. Ahora, al releer esos versos, quizá escritos en 1977, me detengo en la imagen no están /están quemando/ sus huesos pavorosos/ en la tierra. Entonces no sabíamos que había enterramientos de cuerpos cubiertos de cal viva para acelerar su destrucción. Ni, como sabemos hoy, que probablemente haya habido también incineración de cuerpos. Tampoco podíamos saber que décadas después íbamos a estar descubriendo “huesos pavorosos” en predios militares. Pero el inconsciente trabaja construyendo escenarios que saltan las barreras de lo prohibido, que invierten la retórica del fraude.

[AM]: ¿Cómo situarías éste libro en relación a los posteriores que has publicado desde entonces?

[TO]: Hasta la reedición por Lisboa en Buenos Aires consideré a El alfabeto verde como un conjunto de textos entre los cuales algunos cada día más lejanos. Pero esta reedición me entregó un libro viviente. Y me ha devuelto al aire de un tiempo entrañable de resistencia, juventud, fe en la poesía. En cuanto a su relación con los demás libros pienso que ha permanecido la fe y el recogimiento creativo que es mi modo de intimar con la poesía, mientras que la visión del mundo y de mí misma fue, diría, endureciéndose.

[AM]: ¿Qué sentís al regresar a ellos en esta nueva edición? Siempre desde un plano poético, ¿qué le diría a esta Tatiana de 2019 a la muchacha de 1979?

[TO]: ¿Que qué le diría…? Bueno, lo primero que haría, si la encontrara, sería abrazarla en silencio, descansaría en su hombro. Inocente a su modo, ella abrió el camino. Y ésta, la otra, no ha hecho otra cosa que caminar.

[AM]: Además de la poesía, desde muy temprano ejerciste la docencia como profesora de Literatura. ¿Cómo conviven esos espacios, el de poeta y catedrática?, ¿son complementarios, o se entienden por separado?

[TO]: La convivencia entre mi labor de poeta y mis tareas docentes trascurrió como una tensión dinámica que solo en ciertas circunstancias podía desequilibrarse, verbigracia: cuando las horas dedicadas a la corrección secuestraban cualquier otra posibilidad de actividad mental. Fuera de esas (u otras) circunstancias puntuales, uno y otro espacio se complementaron productivamente, se retroalimentaron.

[AM]: Me gustaría comentaras tu vinculación con la lengua. El tono, preciso con que están armadas estas piezas. Si cavilamos sobre tu lenguaje: ¿qué sitio ocupa el pensamiento como motor en tus poemas?, ¿ofrecen únicamente las bases de una coherencia lógica?

[TO]: La lengua, si miro hacia atrás y desde las primeras lecturas, revela ser un cuerno de la abundancia. Es mucho lo que es capaz de regalarte un relato, una crónica, un poema. Puede llegar a ser el trazo de un horizonte definitivo del gusto, de la apetencia. Mil experiencias lo comprobarían. Hay un tipo de experiencia lingüística que a mí me apasiona: la de leer en otra lengua, así no la domine. Me pasa con el italiano, con el portugués. También, de otro modo, con el francés. Ésta, aunque es una lengua familiar puede ofrecer, en lectura de poetas distantes en siglos —Villon, Du Bellay— experiencias lúdicas de redescubrimiento. Cuando leí, por ejemplo, Macunaíma, disfruté el sabor de aquel portugués abrasilerado y modernista del cual iba casi adivinando el sentido. Traduje a Pavese y a Paul Eluard para mis alumnos. Toda traducción es expectación, regocijo. La lengua es generosa. La experiencia con la lengua, inagotable. En cuanto al pensamiento, es inseparable del lenguaje. La lengua nos piensa.

[AM]: ¿Toda pregunta acerca de la poesía deriva en una conjetura acerca del lenguaje?

[TO]: Probablemente sí.

[AM]: Tatiana, cuando corregís tus poemas: ¿los recitás en voz alta?, ¿cuánta relevancia le otorgás a la cadencia y a la sonoridad en un poema?

[TO]: Sí, casi siempre los leo en voz alta porque la sonoridad es algo así como el alma del poema (y si no es el alma es el aliento, la respiración, el aire del que vive). El modo en el que suene y ojalá resuene (los poemas tienen que tratar de resonar) es estrato semántico también, tiene que ver con el significado.

[AM]: Por cierto, ¿corregir los textos significa sólo tomar distancia de los adjetivos?

[TO]: Bueno, no sólo de los adjetivos… No. Significa tomar distancia de todo.

[AM]: ¿Qué lugar juega en tu poesía la fantasía y los recuerdos?

[TO]: Últimamente la observación e imaginación (¿acaso lo que tú llamás fantasía?), vienen muy asociadas. Estoy escribiendo —pienso en la materia de mi último libro inédito— en una apretada intimidad de observación, imaginación, pensamiento. Y como el pensamiento piensa junto con la memoria es natural que también vayan recuerdos —el espíritu de los recuerdos— subidos al vagón.

[AM]: ¿El ritmo hace fundamentalmente al estilo del poeta?

[TO]: Yo diría que sí porque el ritmo es recurrencia, es la andadura de un modo de pensar y expresar, es fisonomía.

[AM]: ¿Según tu criterio Tatiana, existe en poesía una relación entre omisión de adjetivos y hermetismo?

[TO]: Nunca lo pensé así. No. Para mí, no.

[AM]: ¿Qué aspectos de riesgo formal te interesan explorar en tu poesía?, ¿es importante guardar una cuota de experimentación cuando se escribe?, ¿por qué?

[TO]: Yo trato de que el texto dispare con levedad de dardo y trato de que, además de herir una superficie sensible, siga desplegando ondas concéntricas como la caída de la piedra en el estanque. Quiero que al leerlo o al escucharlo se produzcan asociaciones y se sigan produciendo ideas, vivencias, remoción de imágenes interiores, cosas imprevistas. Buscar eso reclama atención al trabajo de una y también al de otros/as... Hay que experimentar porque la experimentación te lleva a dónde no sabías que ibas a llegar, te enseña cuáles son tus recursos, tus posibilidades, tus límites. Yo leo a Hugo Padeletti, por ejemplo, y me doy cuenta de cuánto me gustaría llegar a esa categórica soltura que alcanza, y también mido la distancia que no recorreré.

[AM]: ¿Cómo ves el panorama actual de la poesía uruguaya?

[TO]: Diverso, múltiple, dinámico y podría agregar: inabarcable. Hay muchas franjas etarias en actividad y son muchas las estéticas propuestas

[AM]: ¿Algún nombre de las generaciones más jóvenes, que te haya despertado tu interés, en particular?, ¿leés poesía extranjera contemporánea?

[TO]: Leonardo de León (1983) y Magdalena Portillo (1991) por citar dos jóvenes cuya obra —prolífica la de de León— me interesa. En cuanto a poesía extranjera contemporánea debo citar mi muy reciente descubrimiento de Vilma Tapia (1960) cuya poesía vengo de descubrir en su propia voz en la 3ª Bienal de Poesía de San José de Mayo (Uruguay, setiembre 2019).

[AM]: ¿Creés que la crítica legitima a la verdadera poesía?, ¿cuál debería ser su rol en relación a la poesía?

[TO]: La crítica, especialmente la crítica de poesía, tiene por aquí pocos cultores y quizá, sospecho, pocos lectores. El deber ser de la crítica apuntaría a su papel de mediadora eficaz entre la producción poética y el público, ardua labor en la era del espectáculo.

[AM]: ¿Alguna vez te ha preocupado ser original?, ¿por qué?

[TO]: La verdad es que no. Lo mío ha sido estar ocupada en otra cosa, en la tarea de encontrarme. Y así, de esa manera, he encontrado prójimos —editores, lectores— aunque no busqué ni encontré club de fans, ni primeros premios, ni primeras páginas. Tampoco hubiera tenido tiempo de intentarlo. Creo que tal como escribió Roberto Juarroz: “hay mensajes cuyo destino es la pérdida/ palabras anteriores o posteriores a su destinatario/ señales sin código […] pero toda pérdida es el pretexto de un hallazgo/ los mensajes perdidos/ inventan siempre a quien quiere encontrarlos”.

[AM]: ¿La poesía sirve para desengañarse de la realidad?

[TO]: No diría eso. Diría que la buena poesía puede servir para soportar la realidad.

[AM]: ¿Ética y estética son sinónimos en la poesía?, ¿cuál es el tipo de hermandad que se gesta entre ellas?

[TO]: No, no son sinónimos. Ojalá lo fueran.

[AM]: ¿Encontrás afinidades estéticas en poéticas de otros líricos de tu generación?

[TO]: Entre los límites, siempre imprecisos, de la que podría llamar mi generación, cultivo honda estima por la breve obra de Juan Carlos Macedo (1943-2002) y reconozco afinidades con la de Alfredo Fressia, Roberto Appratto, Víctor Cunha. Estimo la obra de Jorge Arbeleche, la poesía de Gustavo Lespada, residente en Argentina y ni qué decir la poesía del distante Eduardo Milán.

 [AM]: A esta altura en tu experiencia como poeta, ¿qué mitos y prejuicios sentís que has logrado superar a través de los años?

[TO]: Confieso que no sé qué falsas ideas me hice respecto al oficio. La pregunta me obliga a hacer zapping mental. Tal vez dejé atrás la creencia de que la poesía podía hacerte trascender las coordenadas de tiempo y espacio como si fuera una alfombra mágica que no es.

[AM]: A la hora de continuar escribiendo, ¿qué desafíos te impone hoy la poesía?

[TO]: ¿El desafío? Seguir escuchándome a mí misma en la diversidad de mundos que me atraviesan. Respecto a aquella de años atrás “yo es otra”, pero también “yo es otra” respecto a la que era antes de presenciar la performance camp del joven poeta la semana pasada… Quiere decir que preciso escuchar mis otredades, afinar el oído. Ocurre, también que, mientras suma experiencias, la edad resta energías. Yo escribo investigando en las conexiones mínimas que hay entre las cosas. Es un trabajo apropiado a mi condición actual por excéntrico, porque desafía y burla el sobrepeso de la realidad y a la vez el adelgazamiento del tiempo.

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[1] No conservo original de ese texto, inédito hasta hoy, que la memoria atesoró. Lo transcribo: Se me ocurre pensar/ si me muriera/ ahora, digo, el día de hoy/ si me muriera/ pronto estaría y listo/ el oloroso equipaje de mis hijos// Limpias las telas/ los brines/ y los hilos/ con que están hechas/ las ropas de los niños. Haber usado “brines” me ayudó doble o triplemente. Primero, porque lograba abarcar toda la variedad de telas resistentes usuales (entonces no se usaba el término “jean” sino más bien el equivalente castellano “vaquero”, aunque, en puridad, cualquiera de estos términos refería a la prenda “pantalón” confeccionada en [tela] jean o [tela de] vaquero). Segundo: a la vez que me permitía abarcar con un solo término toda esa variedad textil que carecía [entonces y para mí] de nombre propio, lograba revivir en la lengua un sustantivo vigente en mi infancia por lo cual, simbólicamente, reivindicaba el derecho de mi pasado y mi lengua infantiles. (La lengua de la infancia venía en mi ayuda.)  Y en tercer lugar se producía un misterioso coexistir de los tiempos: la infancia del pasado, con su habla, intervenía las que transcurrían en presente. Ese coexistir a hombros de la lengua y en el descubrimiento de sus ocasionales refugios de intemporalidad, otorgaba confianza en la continuidad histórica, en el devenir generacional, en el florecimiento del árbol del porvenir, a pesar de la amenaza que pendía sobre la vida propia y las ajenas, en tiempos de terrorismo de estado.

*(San José de Mayo-Uruguay, 1947). Poeta, crítica literaria y narradora. Se desempeña como profesora de Literatura, crítica literaria e investigadora de arte. Magister en Literatura Latinoamericana (FHCE, UDELAR). Es investigadora asociada a la Academia Nacional de Letras. Ha recibido el Premio Bartolomé Hidalgo (2009) y con el Premio Juan José Morosoli de la Fundación Lolita Rubial (2009). Ha publicado en poesía El alfabeto verde, Poesía 82, Cuenta abierta, Tajos, Bajamar, La piedra nada sabeEstuario, entre otros, y la autobiografía poética Libro de horas.

Tomado del portal Vallejo & Co.

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