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Cultura  |  28 octubre de 2019  |  12:58 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Crónica: El Profesor de música

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Crónica: El Profesor de música

Este texto fue escrito por Mario Vargas G, integrante de la tertulia Café y Letras Renata// Foto cementerio Alemán en Bogotá.

Llegué por primera vez a la escuela, Marco Fidel Suárez, llamada así en honor al eminente filólogo y expresidente colombiano, en 1956 y fue todo un evento para mi vida. Estaba situada cerca de mi residencia en el barrio San José, exactamente al frente de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, más conocida hoy, como La Iglesia de Piedra.

Aún tengo en mi mente los momentos alegres y tristes que viví, la cara dura e inquisidora de mis primeros maestros con el azote en sus manos, como en un campo de concentración Nazi. Mi deseo de llegar a las primeras letras se convirtió en una decepción.

En esos tiempos de antes la educación fue dura, porque los profesores sumaban a sus clases una que otra tortura.

Con mis condiscípulos íbamos al túnel del ferrocarril y atravesábamos esos mil metros entre carreras y gritos, oyendo nuestras voces y sus ecos, liberándonos del tirano, de la prisión y liberando las energías reprimidas, a la espera de que pasara “La marrana”, aquel pequeño vagón en el que se transportaban herramientas usadas en la instalación de los rieles y donde también se movilizaban los trabajadores. Hubiéramos querido montar en él, pero eso nunca pasó porque la vía tampoco llegó. Era una aventura que solo estuvo en nuestra imaginación, pues nunca pensamos en los peligros que encerraba el oscuro túnel en caso de que apareciera ese vagón.

Nunca olvidaré cuando el maestro nos enseñó a contar. Eran momentos de suplicio. Un día, mi compañero de pupitre fue llamado a la pizarra negra en la que estaban escritos los números del uno al diez con esa tiza blanca y polvorienta. Mientras el maestro señalaba con una regla grande cada uno de ellos, mi amigo era obligado a decir el nombre. Quiso su mala suerte que solo llegara al cinco cuando una mancha húmeda empezó a formarse en sus pantalones cortos. Era mancha de miedo, mancha de temor al látigo en un hilo úrico que resbaló por sus piernas hasta inundar sus zapatos y gotear su pequeño espacio.

La escuela no tardó en desaparecer. Las autoridades educativas decidieron tumbarla al prever una tragedia, pues era construida en bahareque y sus condiciones eran lamentables, por lo que a los alumnos nos repartieron en otras instituciones. A mí me enviaron a la Escuela Antonio Ricaurte, situada en el barrio Berlín, frente al colegio Rufino J Cuervo, donde decían que un profesor europeo dictaba clases. Mi ilusión fue grande al saberlo, pues supuse que por ser extranjero, tenía una mentalidad más grata. Era como iniciar una nueva historia con distintos personajes, pero que en esencia nada cambiaba.

Vienen a mi memoria los recuerdos de fútbol con una pequeña pelota que el tirano, cuyo nombre no quiero recordar, pero cuya figura no puedo olvidar, cuando nos la quitaba y la rasgaba con su navaja. “Ustedes tienen prohibido jugar pelota”, increpaba, pero nosotros no nos doblegábamos y la reemplazábamos por una tapa de gaseosa que se deslizaba graciosa por el cemento de la cancha de basquetbol. Había que ver la cara de monstruo que ponía el represor.

Igual  las prohibiciones que en la boca de algunos eran la voz sagrada, que no admitía perdones ni cambios a ninguno.

Cuando estábamos en clase, no usaba el garrote, pero su palabra era peor, pues nos ofendía y degradaba públicamente a nivel de la Institución. Un día, el grupo que él regía organizó la semana cultural y uno de los niños debía exponer ante todo el alumnado. El estudiante era escogido al azar por medio de una ficha que se sacaba de una bolsa y en ese caso debía hablar sobre la Batalla de Boyacá, pero los nervios y la sorpresa no lo dejaron continuar, por lo que apareció el castrador que con su estilo característico y su cara amargada, dijo:

– ¡Ese es una eminencia! ¡Una lumbrera! ¡Ese es uno de los que hace la veintiuna con una cáscara de naranja! ¡Ese es un zángano!– y con su verborrea ridiculizó al niño hiriéndolo en su amor propio.

Hoy, al correr de los años, comprendo lo bárbara que fue aquella educación con la que se violaban todos los principios, basada en la premisa de que “la letra con sangre entra”·.

En las tardes, miraba el colegio del frente y pensaba que algún día iba estudiar allí, para conocer un ambiente escolar distinto al tormento de mis primeros estudios. Recuerdo que gozaba viendo sufrir a un profesor para prender su destartalado carro al terminar la jornada. Envolvía la polea del motor con una cabuya y halaba, pero a veces lo prendía con la fuerza de una pila de estudiantes, lo cual me parecía un símbolo de confraternidad entre maestros y estudiantes.

El sueño se cumplió en el año 1961 cuando ingresé al Rufino a estudiar el bachillerato y conocí al mentado profesor. Era alemán y tocaba el acordeón como los Dioses. Hablaba lo necesario en español con acento extraño, su cuerpo era rígido como un lápiz, su piel y pómulos eran sonrosados y su estatura, lo hacían ver como lo que era. Un fiel representante de la raza aria. Ojos azules, que rara vez se veían porque usaba gafas oscuras permanentes a causa del sol. Sus pasos eran lentos, bien sea por que su visión era escasa o porque era su manera de caminar.

Yo pensaba que era por encontrarse en tierras desconocidas, con gente desconocida y actitudes desconocidas. A estas alturas, no puedo explicarme todavía cómo no se daba cuenta de que cuando un alumno llegaba tarde, saltaba al salón por una de las ventanas sin que él lo notara. A lo mejor era por los corrillos que los estudiantes hacían en torno a su escritorio para taparle la visión, o porque en realidad lo que hacía era evitar discusiones.

Un martes encontramos en el tablero la letra de un pasillo colombiano llamado “Adiós casita blanca”, lo que me hizo pensar que con ella, el profesor rememoraba el hogar que por causa de la guerra había dejado destruido en su natal Alemania.

La historia es sinigual para encontral rescoldos de hombres que lamentan y que recomienzan de entre los escombros.

Treinta y cinco años después, ya profesional y residenciado en Bogotá, iba un día hacia mi apartamento y después de transitar varias veces por la calle veintiséis sobre el sector del cementerio central, noté que los británicos y judíos tenían cementerio propio. La puerta abierta me invitó a entrar y vi en una placa metálica el aviso: “Cementerio Alemán” y frente a ella, en letras grabadas sobre la parte alta de un mausoleo de mármol, estaba su nombre: “Fritz Zehiffer”.

Incliné mi cabeza, imaginé su figura y vino a mí la melodía del pasillo que tantas veces entonó el coro de treinta niños dirigido por don Fritz, con su maravilloso acordeón. Di media vuelta y salí cabizbajo del cementerio tarareando para mí, como si el recuerdo o su espíritu me rondara: “Adiós casita blanca, adiós mi dulce tierra, Colocada en la sierra cual copo de algodón”

De regreso a Armenia, mucho tiempo después, me encontré con don Héctor Montoya, profesor de historia del Rufino y compañero de Fritz, con quien en medio de la conversación supo que yo había visitado la tumba de su compañero y me comentó que aquel había participado en la segunda guerra mundial apoyando al ejército nazi y que había sido condecorado por Hitler. Quedé desconcertado, porque siempre había creído que nuestro profesor de música, aquel que siempre añoró su casita blanca, era un inmigrante perseguido.

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