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Cultura  |  05 noviembre de 2019  |  12:41 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Crónica: Los zapatos del padre

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Crónica: Los zapatos del padre

Este texto fue escrito por Jorge Orrego Gaviria. Ilustración M. Cauty.

I

El parque comprendía una superficie muy amplia y arborizada. Diversos senderos delimitaban los prados. Bancos de madera parecían invitar los caminantes a descansar un rato y contemplar las Mariamulatas que buscaban alguna brizna o se peleaban.

Rivera se acercó a un escaño y puso allí la caja de cartón; la abrió y extrajo un reluciente par de zapatos negros. Los puso junto a la caja, pareció darles una última mirada y se retiró hasta unos arbustos cercanos para observar con discreción.

En el sopor del mediodía, eran pocos los peatones. La ciudad ardía por el calor del verano, aunque el parque mitigaba el sol implacable.

Este era el parque Metropolitano en inmediaciones del barrio El Vedado, en La Habana, Cuba.

Corría el año 2001, pocos meses antes del atentado a las torres gemelas de New York que estremeció al mundo occidental, cuando dos aviones, como dardos gigantescos perforaron los inmensos rascacielos, colapsándolos y ocasionando centenares de víctimas.

II

La madre del escritorzuelo preparaba el equipaje que su hijo llevaría a Cuba. Se sentía honrada de que él hubiera sido invitado a un encuentro de escritores, con lo cual su nombre tendría más difusión y acaso las ventas de sus libros se dispararan.

Ella poco se interesaba por la política. El dilema entre capitalismo y comunismo no le hacía mella. Sin embargo, por curiosidad, tuvo la idea de incluir en la maleta, un par de zapatos de su difunto esposo.

La madre había enviudado hacia algunos meses y poco a poco iba regalando las pertenencias del finado.

El plan consistía en dejarlos en algún sitio tranquilo, aunque transitado y observar qué suerte corrían. Los zapatos estaban casi nuevos y brillaban. Sería una muestra de la prosperidad o la miseria del país; si los transeúntes pasaban de largo, sin interesarse en los zapatos o los dejaban allí, quería decir que la economía era sólida.

En cambio, si a los pocos minutos, la primera persona en pasar los tomaba con alegría, se apropiaba de ellos y se alejaba de prisa, esto nos indicaría una economía precaria.

Al escritorzuelo parecía no entusiasmarle mucho el plan de los zapatos. Pero, asintió. Él no contradecía a su madre.

Y así fue, los zapatos negros, dentro de su caja original, ingresaron en el equipaje de Rivera, junto a una docena de ejemplares de su última novela denominada El perro que amaba los gatos; obra un tanto confusa que terminaba de manera deshilvanada.

III

Media hora antes del vuelo, los pasajeros ingresaron a una sala de espera. El escritorzuelo se arrellanó en un sofá fucsia y empezó a revisar su teléfono celular.

Allí estaba la última llamada de su madre, seguro para desearle buen viaje. A sus oídos llegaban fragmentos de una conversación telefónica que sostenía otro viajero.

Hablaba con una amiga; por su acento dedujo que se trataba de un cubano que regresaba a su país, después de pasar algunas semanas en el frenesí consumista de los centros comerciales. Parecía un deportista o un entrenador. Acaso entrenador de tiro con arco, o algo por el estilo.

El escritorzuelo fue muy afortunado porque su puesto era junto a la ventanilla. Desde allí pudo ver los cúmulos de nubes atravesados por el vuelo del avión; así como las formidables palmeras dispersas en el campo, cuando el avión tocó pista en el aeropuerto José Martí.

A lo largo del vuelo, Rivera tomaba algunos apuntes en su diario. Anotó lo de la conversación telefónica del entrenador de tiro con arco que estaba rodeado de bolsas y regalos para sus familiares. Terminó estos apuntes con un comentario personal del propio Rivera: “…debe ser cruel regresar a una ciudad precaria y estancada, cuando se ha pasado una temporada inmerso en el consumismo de los centros comerciales paisas…”. El escritorzuelo cerró la libreta y volvió a contemplar por la ventanilla, la superficie tersa de nubes.

IV

Rivera tomó un taxi a la salida del aeropuerto. Era un antiguo Dodge, modelo 1960, en perfecto estado. El carro rodaba por amplias avenidas. De tanto en tanto, se veían vallas gigantescas que vitoreaban la heroica lucha del pueblo. Retratos de sus líderes parecían dar la bienvenida a Rivera.

Hacía mucho calor. El conductor del taxi era un señor corpulento, ya entrado en años y con su cabello blanco que contrastaba muy bien con la piel de chocolate.

Entablaron una conversación animada. A veces el taxista extendía su brazo derecho sobre el espaldar, daba vuelta a su cuello para mirar cara a cara a Rivera y dar más énfasis a sus palabras. Conocía la vida colombiana al dedillo y hablaba con cercanía de artistas, políticos y otros personajes de nuestro país. Tenía una sonrisa generosa y una espléndida dentadura.

Rivera decidió hacer un diario con apuntes de su visita a Cuba. Durante una semana tendría actividades literarias y turísticas. Se propuso tomar apuntes al vuelo, aunque fuera un puñado de palabras, con la intención de convertirlas en párrafos cuando estuviera descansando en su habitación.

El alojamiento estaba previsto en una antigua mansión de El Vedado. Allí vivía Roberto, último descendiente de una acaudalada familia venida a menos estrepitosamente, con el triunfo de la Revolución de 1956.

Era un viejo desdentado que ostentaba un brillante cráneo con algunos cabellos rubios dispersos al azar, sobre su cuerpecito enjuto.

Sin embargo, estrechó con firmeza la mano del escritorzuelo cuando este tocó el aldabón de la puerta de la antigua mansión. Roberto se hizo cargo de la maleta y ambos entraron.

El vedado era el barrio de los ricos, antes de que la revolución los hiciera huir en desbandada hacia Miami. Su propio nombre daba cuenta de ser un sitio excluyente para los plebeyos.

Sus casas eran amplias, con antejardines y árboles frondosos. Pero el sector se había ido arruinando con el paso de los años. Las imponentes mansiones, ahora daban lástima. Sus fachadas deterioradas amenazaban caerse. Había escombros dispersos por doquier. Arbustos enmarañados invadían las barandas y los corredores. Los vidrios de las ventanas rotos y sucios. Las aguas negras fluían por los andenes, liberando olores fétidos.

Rivera sacó un papelito del bolsillo de la camisa. Estaba doblado con la precisión del Origami. Allí tenía anotada una dirección en El Vedado: E y 19, la casa de Dulce María Loinaz, una exquisita poeta del siglo pasado.

La verdad, Rivera apenas había oído hablar de ella vísperas de su viaje, en una charla sobre poesía cubana. Al menos tuvo tiempo de leer unos de sus poemas.

Pero bueno, allí estaba y era una oportunidad preciosa para ver una de estas casas restaurada debidamente.

V

Roberto invitó a seguir al escritorzuelo. Ambos subieron las escalas e ingresaron en el amplio salón.

El piso embaldosado a la manera de un tablero de ajedrez creaba una atmosfera imponente. Las paredes mostraban óleos de personajes decimonónicos que parecían contemplarnos desde su borroso pasado. El mobiliario de la casa se conservaba intacto. La revolución no había llegado allí.

Las alcobas estaban amuebladas con esplendor. Pesadas cortinas caían desde lo alto, creando una penumbra densa.

Rivera quedo solo, en la habitación del huésped y empezó a deshacer la maleta. Las camisas, los pantalones, sus medias y sus calzoncillos fueron tomando lugar en el armario indicado por Roberto. Junto a los propios zapatos del escritorzuelo, quedaron los de su padre muerto.

Como no había más huéspedes, fue surgiendo una cercanía entre huésped y conserje. Claro, todo con mucho respeto.

VI

Al parecer, el viejo tenía una sola camisa que lavaba él mismo los domingos. La tela era tan gastada que a través suyo podía verse sus omoplatos, mientras pedaleaba la cicla. Así lo advirtió Rivera cuando fueron juntos a tratar de conseguir un pollo para la cena, en el mercado negro. Roberto pedaleaba y el escritorzuelo se bamboleaba en la parrilla trasera.

Como vivían tiempos de escasez, los mercados estaban vacíos. Había que rebuscarse por callejuelas sórdidas, corriendo el riesgo de que la policía los pillara.

Roberto conducía con seguridad y fluidez. Avanzaron por una arboleda, hasta llegar a una esquina donde había un grupo de hombres jugando dominó y fumando tabaco.

VII

Algunos días, Rivera salía a visitar sitios históricos, como La Plaza de La Revolución.

Allí contempló una gigantesca estatua de José Martí. El prócer estaba sentado en una base de mármol. Su brazo formidable se posaba en la rodilla y su mirada adusta se proyectaba al horizonte.

Otro día entró a una iglesia desierta donde una anciana de rodillas murmuraba letanías como en un lamento infinito.

Al regresar a casa por la tardecita, mientras recorría las calles fétidas, bordeadas por árboles bellos y silenciosos, escuchó una melodía tocada al piano.

Era sutil, imperceptible, pero si uno afinaba el oído, podía escucharla. Era suave, lánguida, casi podía palparse; inundaba todo: las mansiones en ruina, los inquilinatos, las aceras que manaban aguas negras, los ancianos con camisas raídas, las bicicletas recostadas en las paredes. Tocaba el piano un abogado retirado, cuya mansión se había convertido en inquilinato y que se refugió en la última habitación en la azotea, con su piano. La melodía lo envolvía todo, lo acunaba todo con ternura.

VIII

Vísperas de su regreso, Rivera recordó el par de zapatos que debía dejar en algún sitio. Destinó toda una tarde a este propósito y salió de casa de Roberto llevando el encargo dentro de un morral que portaba en la espalda.

Hacía un calor infernal, pero al entrar en el parque se sentía la frescura que prodigaban las ceibas.

Una mujer sentada en un banco, parecía murmurar:
Yo no quisiera ser más que un estanque

verdinegro, tranquilo, limpio y hondo,

uno de esos estanques

que en un rincón oscuro

de silencioso parque,

se duerme a la sombra tibia y buena

de los árboles

¡Ver mis aguas azules en la aurora,

y luego ensangrentarse

en la monstruosa herida del ocaso…!

Y para siempre estarme

impasible, serena, recogida,

para ver en mis aguas reflejarse

el cielo, el sol, la luna, las estrellas,

la luz, la sombra, el vuelo de las aves…

¡Ah el encanto del agua inmóvil, fría!

Yo no quisiera ser más que un estanque.”

-Mejor voy al malecón, pensó Rivera cuando casi dejaba la caja de zapatos en un banco del parque.

De nuevo puso la caja en el morral y con una maniobra ágil, lo dispuso en su espalda e inició el camino del malecón.

El mar golpeaba contra el muro, rebasando la baranda. Las olas grandes reventaban con estrépito, convirtiéndose en una lluvia menuda que salpicaba a los peatones y ciclistas que por allí pasaban.

El escritorzuelo contempló el mar. A sus pies las olas reventaban y se convertían en espuma.

Había rocas y rocas que chorreaban algas entre sus grietas. Flotaban ramas y hojas.

Al frente, a lo lejos, en el horizonte, estaría Miami con sus centros comerciales opulentos, lujosos. Con sus barriadas de refugiados, donde viejos cubanos juegan también al dominó, bajo los árboles, y retumba el golpe de las fichas de mármol, cuando van siendo lanzadas sobre la mesa, jugada tras jugada.

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