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Cultura  |  11 noviembre de 2019  |  12:05 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

La Radiola

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Este téxto fue escrito por Yolanda Jurado, integrante de la tertulia Café y Letras Renata.

Fue todo un acontecimiento la llegada de una radiola a la casa de la familia López, como regalo del día de la madre en la década de los años setenta. Lo curioso, es que a la madre no se le daba algo personal, los más pudientes llevaban muebles, otros llevaban objetos para su servicio y cachivaches para colgar en la pared. Sin embargo, la madre feliz, engalanaba la ocasión con una sonrisa amplia y animada buscaba dónde colgar y colocar los diferentes cacharros que adornarían la casa.

Aquel día, ella no cabía de la felicidad. Sus manos acariciaban el mueble, que según el vendedor, era de madera muy fina y con sus dedos oprimía las teclas de brillante nácar que hacían parecer a la radiola como un piano. La radio entonces, comenzó a sonar y la música llenó el ambiente.

No faltó, claro, quién se animara a comprar una botella de aguardiente para alegrar el evento, pero la familia enfrentó un tremendo problema, pues no había discos para ensayar el aparato, que entre sus opciones recibía acetatos de setenta y ocho, cuarenta y cinco y treinta y tres revoluciones por minuto. ¿Qué hacer? Pues llamar al almacén Víctor, de propiedad de don Bernardo Naranjo, cuya atracción publicitaria era una réplica del perro de la RCA Víctor, en la puerta. A propósito de ésta, algunos decían de manera jocosa, que don Víctor había sacado su perro a mear.

Como la radiola, sintonizada en una emisora, tenía mucho volumen, una de las muchachas se esforzaba para que el dependiente la escuchara (por tel. fijo en aquel tiempo), mientras que este le preguntaba dónde era el bar o casa de citas que hacía el pedido, a lo que ella ruborizada y confundida, aclaró que no se trataba de ninguna de las dos sino que llamaba de una casa de familia. Para concluir, pidió el “Rasca, rasca”, tema bailable que había puesto de moda la orquesta de Peter Delis, por aquellos años.

La llegada del dichoso disco duró una eternidad. La expectativa de vecinos y amigos se reflejaba a cada minuto en las asomadas a la ventana en busca del mensajero que por entonces se desplazaba en bicicleta, por eso al llegar este, muchos corrieron a arrebatarle el disco, pues cada quien quería ser el primero en montarlo en el tornamesa. La homenajeada, es decir, la madre, lo único que pudo hacer fue levantar la tapa y quedar con la desilusión de no ser ella la primera en colocar un disco en la familia.

Con el “Rasca, rasca” entonces, se formó la algarabía y comenzó la fiesta que duró hasta altas horas de la noche en la calle doce con carrera veintitrés de Armenia, donde una romería de vecinos subía y bajaba como si fuera un carnaval. La cara A del acetato sonó constantemente y cuando los danzantes se cansaban de oírla le daban vuelta para oír el respaldo, de tal manera que llegó el momento en que el disco perdió los surcos y la melodía comenzó a saltar por haberse rayado.

La radiola fue la atracción de la casa durante un tiempo. Los jóvenes de la familia, de por sí numerosa, la disfrutaban a diario con vecinos de su edad, sentados en el piso, algunas veces con música de las pastas sonoras y otras con las complacencias de las emisoras con sus canciones favoritas. Para ello, se solicitaban con antelación por teléfono, baladas interpretadas por figuras de la época como Raphael, Sandro, o artistas colombianos como Claudia, Vicky y otros.

La mamá, quien planchaba ropa los sábados por la tarde, contaba con ese único espacio para disfrutarla. Sintonizaba “La voz de Armenia”, que en el horario de las cuatro de la tarde lanzaba al aire boleros, pasillos de “Julio Jaramillo”, “Olimpo Cárdenas”, “Garzón y Collazos” o los tangos y valses de “Oscar Agudelo” o las rancheras de “Antonio Aguilar” “Flor Silvestre” y muchos más.

Pero el tiempo pasó y poco a poco la radiola perdió su encanto. La televisión acaparó la curiosidad y llegó el momento en que solo la usaban en ocasiones especiales a pesar de la cantidad de discos que se habían acumulado o para escuchar noticias de la región en las emisoras locales.

Aquel aparato que un día fue tan importante para la familia López y que llegó como un regalo especial en un día de las madres, como todo, empezó a deteriorarse. Por aquellas cosas del tiempo, ya no se sostenía en sus cuatro patas, sino que lo hacía en tres y por eso hubo necesidad de recurrir a un ladrillo mientras que se encontraba quién la arreglara, pero al final fue tanto el abandono en que quedó, que nadie se comprometió a repararla.

No hubo para la “Motorola”, siquiera un agradecimiento por tantas alegrías que le trajo a la familia. Alguna vez, alguien intentó escuchar un disco, pero el plato ya no quiso girar, por lo que al principio hubo algo de desespero, pero a lo último la decepción total provocó su destinación al cuarto de San Alejo.

Por entonces, la madre, compungida, expresaba su tristeza: “Ay mi radiola, qué pesar de mi radiola” y cuando entraba a ese cuarto, la miraba triste toda empolvada, disminuida, sin brillo y encorvada, pues seguía perdiendo sus patas.

Por último, solo quedaron los recuerdos, pues nunca más volvió a funcionar y solo su marca, “Motorola”, quedó intacta. Su triste final, fue en el taller de un radio técnico a quien se la vendieron para que este prolongara su vida al usar sus partes como repuestos.

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