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Cultura  |  18 noviembre de 2019  |  12:03 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Relato: Materile

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Este texto fue escrito por Myriam Zuleta Valencia, integrante de la tertulia Café y Letras Renata.

¿Cómo recordar a un personaje que me haya impactado en la infancia?

Cosa complicada eso de regresar tanto tiempo y observar a través del lente de una mujer, a una chiquilla de escasos seis años que se empinaba traviesa para asomarse a la ventana a mirar desde allí un mundo nuevo.

Infancia. No sé si feliz o melancólica que se recuerda a través de los años… “Matebambú, materi lerileró. ¿Qué quieres tú? Materi lerileró”… Juego infantil que ronda en mi cabeza cada vez que abro la ventana de mis recuerdos. Evocar mi infancia trae al pequeño ratoncito empijamado que cada domingo nos invitaba “a… la… ca… mi… ta” y que por suerte tuve la alegría de sacar de la pantalla y tenerlo en mi camiseta dominguera.

primeros trazos a lápiz que atisban en cada ser un devenir de acontecimientos escolares. Las vocales, los números, rayitas, palitos, en fin… todo aquello que fue delineado en el kínder de doña Graciela, mi primera profesora, alguien a quien recuerdo bajita, de rasgos indios, tez trigueña, cabello lacio muy corto, unas cuantas canas, ojos pequeños y mirada rígida.

Nos recibía en su pequeña y rústica casa a dos cuadras del parque principal de Montenegro, con su puerta doble de madera grisácea que se abría de par en par dando paso a un lugar encantado, una ventana, también de madera, por cuyos postigos entreabiertos se asomaban de cuando en cuando curiosos transeúntes o el lechero que llegaba ofreciendo su producto: “¡Llegó la leche!”, al que la chiquillada daba como respuesta el estribillo:

“Vendo leche sin agua, vendo miel, vendo pan y dinero no hay”. Inolvidable.

La señora Graciela improvisaba un salón de clases en el largo patio con una escasa hilera de pupitres, una pizarra y algunos cuadros que apenas recuerdo. Yo llegaba feliz, vestida con esmero, delantal blanco de boleros, bolsillos bordados, medias blancas a la rodilla y zapatillas, atuendo que contrastaba con mi piel trigueña y por supuesto, no podía faltar el cabello recogido en un par de colas largas.

Me acompañaba mi maletica escolar y mi cantimplora de color azul con forma de pescado que al destaparla en el recreo, expedía un delicioso aroma de chocolate… “Mmm exquisito recuerdo”.

Así construía mis días con nubes de colores y fantásticas historias infantiles hasta que la profesora me sacaba de ellas para enseñarme a coger el lápiz. Tomaba mi mano izquierda, la llevaba hacia atrás y me obligaba a sostenerla cruzada en la cintura, mientras su voz imponente decía:

“¡Déjela así! ¡Tiene que aprender a escribir es con esta! ¡Con la derecha!

Esa posición, para nada me gustaba. Pero con solo ver esa inmensa cabeza de ojos agresivos, ceño fruncido y vacía de ternura frente a mí, bajaba mis ojos llorosos y asustados e intentaba escribir con la derecha, además, para evitar que con una larga regla de madera, ella estampara un reglazo en la palma de mi mano.

No había nada qué hacer ante su intransigencia y mi vulnerabilidad. Aprendí entonces, a desarrollar mis habilidades de escritura con la mano derecha, pero jamás la profesora logró erradicar de mí el uso de la izquierda. Hoy soy ambidiestra.

Entre tanto, durante el aprendizaje, repetíamos la estrofa aquella que dice:

“Manecita rosadita, muy experta yo te haré, para que hagas buena letra y no manches el papel”.

Así, entre canciones y versos infantiles, la señora Graciela, pasó por mis primeros años de vida, dejando un recuerdo gris al inicio de mis primeros trazos.

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