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Cultura  |  01 diciembre de 2019  |  12:01 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Sócrates el elegido

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Sócrates el elegido

Un texto de Nicolai Osorno D y está incluido en el libro verde Centros Literarios Cafe&letras Renata.

Sócrates nunca tuvo la oportunidad que le abordó hoy. Siempre tuvo fe en la llegada de esa hora y por ella soportó sacrificios y fue ella la que hizo más llevadera su estadía. Siempre vivió en el campo y siempre le dijo a los hijos de sus amigos que ni su padre ni su abuelo pudieron realizar el viaje que él iba emprender, por culpa de la sexualidad. Para los elegidos, el último día era una tradición, un último ritual ayunar durante la noche y dialogar sobre el gran viaje o se hablaba de la superioridad de su especie frente a las demás y Sócrates como el más radical sostenía:

“Ellos, los mentores, quieren estar a nuestra altura, pero a pesar de compartir el 98% de los genes con nosotros, son de raza inferior y por voluntad divina deben estar a nuestro servicio siempre”.

Por algo le decían el sabio, porque sus máximas traían seguridad al rebaño. Lograba reunir y embriagar al auditorio con su espíritu superior, pero esto solo adquiría tal robustez a esta edad, cuando a pesar de no haber sucedido, los elegidos ya hablaban con la seguridad del héroe de guerra que regresa glorioso el día de su bienvenida y cuenta sus proezas al lado de los errores de los enemigos.

Aquella última noche se hablaba del paraíso que esperaba a Sócrates, de la recompensa por su docilidad, las nuevas comodidades, los niveles superiores y el desempeño que solo pueden tener los seres en avanzado estado de sabiduría. Estas palabras no incomodaban a los chiquillos quienes sabían, tanto como ellos, que también llegaría su hora y debían tomar en cuenta los sabios consejos.

El elegido era marcado con una cinta rosa el día anterior, no recibía alimento para no ensuciar el cuerpo con cosas terrenales ni ocupar el espíritu con eructos vulgares, ni la sensación de siesta o con las posteriores excrecencias. Era, en resumen, un último día de meditación y espera. La selección no se hacía al azar. Era producto de una ardua preparación, una fuerte exigencia dietaria, baja actividad física y extensas horas de descanso y meditación, que le indicaban al elegido el muy alto nivel de la tarea encomendada, pero no todos eran elegidos, porque algunos envejecían y se hacían decrépitos en el mismo lugar donde nacían, enviciados por el sexo y los placeres terrenales.

“La clave para el éxito”, reveló Sócrates aquella noche, “es no dejarse llevar por los instintos, dedicar su vida al celibato, verse y sentirse superior y ante las preguntas incomprensibles, aplicar la mayéutica”.

En otra ocasión, había explicado que para ser elegido no se debían desear las hembras y en el momento en que los mentores se las presentaran aprovechando su momento de mayor fertilidad, había que hacer caso omiso y recordar que este escaso momento orgásmico le arrojaría al infierno de una eternidad deseando lo mismo, complaciéndose, deseando, complaciendo y así siempre.

“Hay que enfocarse en el gran viaje al paraíso, donde las hembras son sabias. Solo los castos lo logran y al hacerlo, son apartados para mediante pequeños placeres, sublimar el deseo sexual. Son encuentros con prototipos que imitan las formas de las hembras y que permiten llegar al orgasmo, en cuyo momento los mentores recogen su semen y en empaques esterilizados son llevados al más allá”.

Aquella mañana, Sócrates dejó todo en orden, alisó su cinta rosa, la ciñó fuerte al pecho para no perderla y marchó con su mentor colina abajo. Los transeúntes, algunos de ellos mentores, al ver su porte adulaban al cielo y en un momento él pensó que su mentor era etéreo porque solo le miraban a él. El desplazamiento fue arduo por la falta de ejercicio y el exceso de alimento, pero estaba tan maravillado, que al pasar por una rosaleda roja, creyó estar a las puertas del paraíso.

Su mentor le permitió engullir algunas, pero las espinas le hicieron dejarlas, entonces notó que muchos otros mentores aparecían en el camino, pero como él, solo Sócrates estaba por allí. En la plaza pública no logró asimilar toda la información, pues vio mentores por aquí, por allá, mentores sobre aparatos más veloces que dejaban estelas de humo, mentores comiendo, otros bebiendo, algunos intercambiaban cosas con otros, mentores libidinosos con mujeres que se los permitían, luces, bocinas, estrépito, guayas tensionadas, botella contra el piso, avisos pequeños, avisos grandes, medianos, ¡Churrasco de cerdo! ¡Comidas rápidas! ¡Carne a la plancha! ¡A mil los chuzos! ¡Venta de verduras! ¡Drogas la mejor! ¡Tienda el choclo! ¡Todo a mil! ¡Pase sin compromiso! ¡Venta de empanadas! ¡Panadería! Una cuadra, dos cuadras, una casa, mil casas.

Todo era confuso para Sócrates. Era su primera vez y el único de los elegidos allí. Pensó que era un limbo donde los otros mentores no traían a sus elegidos por estar esperando una nueva misión. Se encaminaron hasta donde un rayo de sol chocaba con una muralla y en ella una puerta amarilla, sin mediar acción alguna de mentor o fuerza, se deslizó hacia un lado. Entonces lo vio. Era cierto. Allí traían a los elegidos. Vio a Heráclito, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Cicerón y no pudo ver más porque su sorpresa lo llevó a desmayarse a los pies de su mentor.

Una punzada en el pie derecho le hizo volver en sí y sentir que su sangre se acumulaba en la cabeza. Luego otra punzada en el izquierdo le obligó a abrir los ojos y notar que estaba colgado de los pies a unos dos metros del suelo. Se sintió más liviano, más aéreo y vio en el piso una tela similar a la piel que le cubría su cuerpo vulgar y encarcelaba su espíritu superior.

Luego con un poco de esfuerzo percibió su cuerpo desnudo, despellejado y cubierto por el mismo color sanguinolento de las rosas que había intentado engullir a la entrada y tuvo fe en que ese ardor intenso que sentía en todo el cuerpo y que le recordaba el día en que su mentor le marcó con un hierro al rojo vivo, pronto desapareciera.

“Esto no es nada”, pensó para sí, “comparado con el deleite que tendré en el paraíso, pero ya sin este cuerpo”.

En ese momento, el leve movimiento que hizo con su cabeza, llamó la atención de un mentor que sorprendido gritó:

“¡Miren! ¡Esto sí es un milagro! ¡Todavía está vivo!

Luego, alguien levanta un cuchillo y lo clava en el corazón de Sócrates, el cerdo gruñón de espíritu superior.

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