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Cultura  |  05 enero de 2020  |  12:55 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Relato: Salento reserva cultural del Quindío

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Este texto fue escrito por el arquitecto Enrique Barros Vélez en 1994.

Al observar el pueblo desde la distancia, su alargada silueta recorre la cima de una escarpada ladera, empequeñecida ante la inmensidad de un apacible paisaje de sucesivas y pequeñas montañas. Minúsculas protuberancias de la inconmensurable cordillera que exhiben multiplicidad de tonos verdes: unos claros, diluidos casi; otros oscuros, como manchas, pero todos ellos matizados con el azul intenso de la lontananza. En ocasiones su presencia lejana desaparece tras la bruma que desdibuja el entorno y le confiere un inusitado ambiente onírico: tenue y ligera, su ingrávida movilidad va auspiciando el surgimiento de poéticas y transitorias imágenes, ya que al tiempo que oculta algunos tramos descubre otros: imágenes cambiantes y silenciosas. Cuando esto no ocurre, la mirada es recompensada con fulgurantes tonalidades que recrean el bucólico ámbito. Allí, sobre una sosegada meseta -con la anuencia del entorno privilegiado que le concedió la naturaleza- se asienta el Municipio de Salento. Así, mirado a distancia, involucrado en ese escenario magno, su histórica silueta se destaca entre la inmensidad geográfica que desproporciona su dimensión y hace inevitable compararlo con un pueblito de pesebre sobre papel encerado. Las frondosas arboledas de su entorno parecen manotadas de musgo esparcidas sobre su topografía ondulada. Difícil sospechar su importancia histórica: Salento, Municipio padre del Quindío. Su proceso de consolidación urbana ha sido lento. Aún hoy -a 151 años de su fundación*- cuenta con numerosas manzanas que no tienen viviendas en algunos costados. La ausencia de estas construcciones, que conformarían el paramento de fachadas de esas cuadras, la suplen con cerramientos translúcidos. El más común de todos es el de alambres de púas trenzados, en ocasiones, con latas de guadua o cortezas de palma. Otros prefieren el follaje de San Joaquines, de azaleas, de rosas silvestres o de arbustos. Los sauces en los solares, con sus tallos altos y sus exiguos follajes, definen claramente los límites de la propiedad. 
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La transparencia de estos cerramientos permite ver lo que ocurre al interior del predio, y comprobar, con asombro, la vigencia de su ancestro campesino. La manera fácil como estas sencillas viviendas resuelven con acierto su dualidad, pues aunque integran un ambiente urbano, satisfacen por completo los hábitos rurales de sus moradores: poseen amplios establos, porquerizas, corrales para aves, áreas de pasto para ganado, cultivos caseros, etc. Todo esto haciendo parte de la economía familiar, involucrado en la cotidianidad de la familia. Sus modelos arquitectónicos poco han evolucionado, pues sus costumbres actuales no demandan cambios sustanciales en los arquetipos heredados de las primeras familias que poblaron el municipio. Estos incorporaron principios elementales en su concepción, artesanales en su ornamentación y ambientales en su implantación sobre la topografía y el paisaje. Y fueron construidos con materiales propios del entorno. Más que construidas, estas casas parecen germinar en los bordes de los solares. Por eso al mirar el conjunto urbano desde cualquiera de sus extremos se constata esta ancestral y perdurable relación: al quedar la trama vial oculta entre el follaje se ven las numerosas casas escalonadas y dispersas, sobresaliendo entre la prominente arboleda. Viviendas sencillas, inherentes al campo. Integradas a su entorno. Los volúmenes perimetrales de las manzanas urbanas conforman conjuntos arquitectónicos homogéneos, con cubiertas en tejas de barro que refuerzan su mimetismo orgánico. En los extremos del pueblo las construcciones se distancian entre sí, alterando su característica conformación urbana y dándole  mayor protagonismo a la exuberante vegetación. La unificación del lenguaje arquitectónico, y de las técnicas constructivas, permite apreciar todo un costado como si fuera una sola fachada extendida a lo largo de la cuadra. El rasgo urbanístico más significativo de estas viviendas es su sentido colectivo. En los altibajos de su topografía urbana el extremo opuesto, de quién observa la hondonada de una vía, parece tener una continuidad mágica que le permite prolongarse hasta llegar al paisaje que tiene como fondo. Y algunas vías periféricas de la parte alta quedan truncas, obstruidas por el follaje de cierre del predio inmediato, o enfrentadas directamente al paisaje, si están
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ubicadas en la parte baja. Pareciera como si un principio ordenador encaminara el planteamiento urbanístico a reverenciar la belleza de su entorno. Los espacios interiores de las manzanas urbanas evocan el campo. En ellos hay pequeños y desordenados cultivos de café, hileras de plátano, de yuca, de maíz, de mora, de arracacha; frondosos y apetecidos chirimoyos, guayabos, duraznos, naranjos y algunas plantas ornamentales como azaleas, San Juaquines, astromelias, rosas silvestres y otras. De allí proviene el moderado olor a ganado, a boñiga, a tierra húmeda, compatible con su cultura campesina y su urbanismo ecológico. A veces sus elementos naturales protagonizan inesperados espectáculos. Como cuando el viento se envalentona y sacude con fuerza los árboles de los solares. Entonces sus tallos, sus ramas y sus hojas se estremecen sin dejarse doblegar por el empuje avasallador de los sucesivos soplos, protagonizando una frenética danza de genuflexiones y erguimientos sucesivos y descompasados, de titilantes matices claros-oscuros con las hojas que se superponen y transparentan a un ritmo desenfrenado. Los golpeteos arrítmicos de los follajes producen sonidos de cascada, de lecho de río, arreciando o disminuyendo según la intensidad del viento. Ceremonia lúdica que siempre está acompañada por una abundante lluvia de hojas que, como mariposas, se elevan y festejan con malabarísticas piruetas su levedad libertaria. Su sistema de vida nos reconcilia con el subconsciente colectivo de nuestro departamento. Por eso la comunidad de Salento es, en gran parte, depositaria de la identidad cultural del departamento. Como un hecho insólito, su tradicional casco urbano se ha conservado. Ningún municipio quindiano puede contemplar tan impoluto su patrimonio arquitectónico. Pero apreciar a Salento solo por las virtudes de su planteamiento urbanístico es percibirlo a medias. Es entrever apenas su verdadero significado. Su diario acontecer está impregnado de la realidad elemental de los pueblos tranquilos; de la brisa fría que viene de las montañas y hace estremecer la piel. En sus calles aún tiene cabida el paso mugiente y lerdo de pequeños hatos, o de cargadas recuas que, acosadas por el traquear del zurriago y la agudeza del silbido,
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fecundan el aire con su olor a campo. Pueblo silente y expectante, cuya pasmosa calma pareciera anhelar actos cotidianos que conmocionen su aparente letargo. Comercio de locales pequeños, agrupados en su mayoría alrededor de la plaza y a lo largo de la calle real. Acogedoras tiendas en las que, en casi todas, es posible adquirir lo mismo: cedazos de crin con ribetes de corteza de árbol, arretrancos, pretales, cinchones, hisopos, rollos de cabuya, molinillos, peinillas saca piojos, mechas para fogón de petróleo, líchigos, velas de cebo, jabón de tierra, manteca en papel parafinado, entre otros artículos. Generalmente la pared que está detrás del mostrador tiene varias estanterías de madera, subdivididas en pequeños cajones, exhibiendo mercancías. Abigarrada oferta de enseres y alimentos que, con la variedad cromática y las texturas de sus empaques, conforman un vistoso mosaico. La penca de sábila, o una vieja herradura colgada en algún rincón, se utiliza como un tradicional conjuro contra la mala suerte. Las tiendas más prósperas parecen estar embrujadas, desafiando la ley de gravedad: de su techo cuelgan ollas relucientes, alpargatas, parrillas de alambre para asar arepas, chinas para airear fogones, papeles pegajosos para atrapar moscas, trampas para atrapar ratones, jaulas para pájaros y algo infaltable: la tira de salchichón. A las tiendas pequeñas las caracteriza un olor peculiar: el olor a humedad, a tierra, pues además de vender algunas de las mismas cosas que ofrecen las demás, su plato fuerte son los granos y las papas. Sus mostradores tienen numerosos y pequeños cajones que contienen el fríjol guarzo, el bolorojo, el huevoepinche y el nima; el maíz criollo, el amarillo o cuchuco; la arveja amarilla o verde; los blanquillos, las lentejas, la cebada perlada y algunas variedades de papa. Con frecuencia también tienen bultos de papa arrumados contra la pared y una pequeña mesa con asientos de baqueta como único mobiliario. Por ofrecer los víveres que se necesitan para el diario generan un trato muy cercano entre los propietarios y sus clientes. Y la dinámica cotidiana las convierte en lugares apetecidos para las charlas entre vecinos. Parientes cercanos de estas tiendas pequeñas son las revuelterías. Aquí el aire de familia no se pierde, pero se torna más penetrante por el lacrimoso olor de la cebolla larga, de la cebolla de huevo,
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de los manojos de ajo, de los repollos y de las coles. Además de verduras también ofrecen frutas frescas cultivadas en solares o en fincas próximas. Y bultos de carbón. Por ser alimentos de rápida descomposición propician los encargos como modalidad comercial: que las moras para el martes, que las chirimoyas para el jueves, que las curubas para el sábado, compromisos que se renuevan cada semana con nuevos pedidos. Un testigo infaltable de este comercio elemental es el ajado y mugriento cuaderno de los fiados, que registra en secreto la insolvencia de los clientes. Y el enmohecido balanzón colgante. A los inevitables y constantes intentos de transformar su identidad su diario acontecer les antepone los hábitos característicos de su vida pueblerina: por ello no acoge las fuentes de soda, o cafeterías, con su música radial repitiendo los éxitos de moda; ni el café recalentado, preparado en greca; ni la decoración postiza de los establecimientos. El bar es el lugar más apropiado para el encuentro, para el regocijo, para reafirmar la amistad. Registra las formas locales de convivencia. Allí se llega a conversar, mientras se consume café preparado en "máquina" de vapor, o para estar en una mesa sin compañía ni consumo alguno, o tan solo para ser un espectador más de ese epicentro de la actividad social. Pero en ocasiones también se va allí a beber. A tomar licor. Se caracterizan por su modesto mobiliario y la siempre triste y conmovedora tragedia amorosa, cantada por un Julio Jaramillo o un Caballero Gaucho, que convierte a los presentes en testigos obligados de una tragedia musical que alguna vez pudo haber sido la nuestra. En las mesas cercanas a la calle, contiguas al mostrador, algunos grupos juegan naipe o toman café o licor, mientras las horas pasan lentas, apacibles, acompañadas por la rutinaria y afligida música y el sonido estridente de las bolas de billar al chocarse. Cada tacada está antecedida por la expectativa solidaria de los amigos, o la de los numerosos curiosos que tan solo están allí ocupados en perder su tiempo. También son comunes otros locales de esparcimiento, pero más familiares: las pequeñas tiendas esquineras, alejadas del sector central. Éstas propician la cofradía, pues normalmente son frecuentadas por vecinos. Allí improvisan entretenidas y prolongadas partidas de dominó, o de parqués, mientras hacen
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confidencias sobre sus vidas cotidianas o familiares, o mencionan asuntos que se rumoran en el pueblo. Las identifica el sonido de las fichas de dominó golpeando la mesa, o de los dados cayendo pesadamente sobre el vidrio del parqués. Todo esto me hace sospechar que el desasosiego que impera en nuestras ciudades se debe en gran parte a la ausencia de vínculos colectivos; a que vivimos rodeados de circunstancias en las que predomina un individualismo hermético, que es la negación de la fraternidad que debe existir entre los distintos miembros de una comunidad. Por eso estas elementales formas de vida me conmueven y atraen. No sólo por su eficaz comunión entre el espacio construido y el medio natural, sino también porque son misteriosamente expresivas y me señalan otros caminos de convivencia y comunicación. Y en la búsqueda de formas de vida más hospitalarias suponen un desafío a la inventiva y un reclamo de humildad frente a los hechos. Salento, escenario de sencillas formas de vida, de las que tenemos mucho que aprende.

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