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Cultura  |  24 febrero de 2020  |  12:02 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

La viuda negra en el Cusco

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Este texto fue escrito por Luis Carlos Vélez Barrios.

Mi compadre se sentó en la banqueta de cuero apoyada contra la pared. Encendió un cigarrillo, colocó el sombrero en la pala recostada a la barandilla del corredor, y apoyadas sus alpargatas en los travesaños de los lados, dijo que tenía la sensación de que lo sucedido con la pala fue un sueño.

Me senté en el alacrán de guadua, que servía de silla en el corredor, a escucharlo.

Mi compadre vivió en la finca de sus padres en Boquía, abajo, al borde del río Quindío, y que abandonaron para escapar a las amenazas partidistas, al boleteo. Como pudieron viajaron a trabajar en una finca en Calle Larga, una vereda de Montenegro, a cambio de comida y techo.

“Hola Jorge”, le dijo el jipero que cruzaba el camino. “Aquí echando barriga y ahorrando”, contestó.

El hombre rio a carcajadas y aceleró el jeep.

Mi compadre nunca pudo explicarse por qué sus padres resolvieron comprar un terreno en un sitio tan peligroso.

Miró la pala, y continuó:

“Era la época de la violencia. La Gata, Jorge Eliécer Sepúlveda, como jefe de cuadrilla; Joselito y Robertico Gonzales, sus lugartenientes, fueron vecinos míos. Ellos dominaban un extenso territorio entre las veredas que desde el puesto de policía de Baraya llegaba hasta la orilla del río La Vieja, cubría las veredas de El Castillo, El Gigante, Monte Loro, Cachonal, Samaria, La Paloma, Calle Larga, La Isla, Nápoles, La Granja, La Castañuela y Cusco. El padre de Joselito había tenido una tienda en la vereda La Isla. Una hermana de Robertico, era su vecina. A golpe de grito podía comunicarse con ella. Bastaba llegar al ariete, pasar por debajo del cerco y ya estaba en la finca donde vivían sus hermanas, Marina y Nubia. Más abajo, pasando la vaga, había vivido con cuatro hijos, la rica heredera de un anciano millonario, que al morir dejó una finca que más tarde fue conocida en la región como Cementerio. Corría el rumor de que la viuda era mujer de armas tomar y tenía por costumbre enamorarse de los trabajadores. Hombre que no le diera fuego en el tajo, era hombre muerto”.

Por respeto no me atreví a sugerirle que fuera más explícito, a qué clase de tajo se refería.

“Algún día llegó una pareja joven con su hijo de brazos a trabajar a la finca. La viuda se enamoró del joven, y este nuevo capricho fue su perdición. Empezaron los asedios de la dama y las negativas del joven. Decidida y despreciada, la viuda dio la orden al casero, su esbirro, de matar al indiferente. Sonaron los disparos en el cafetal cercano, y la nueva viuda, sorprendió al asesino enterrando a su joven marido. Corrió hasta la casa de la finca para salvar su vida y la de su hijo. Creyendo que la torre donde funcionaba el sacadero para el café era un sitio seguro, empezó a subir a ella, pero fue alcanzada por los disparos de la viuda. Se decía que había cavado una fosa común, de al menos dos metros de profundidad, en un paraje solitario, junto al guadual, y en la cual ya no podía enterrar a nadie más”.

Mi compadre se quedó un rato mirando en silencio la pala. Parecía que trataba de ordenar sus recuerdos.

“Ante esto, ordenó a su secuaz que los enterrara en otro lugar, pero el hombre cavó un hoyo de poca profundidad, que apenas alcanzó para dejar sepultada a la joven pareja. Los días pasaron y las gallinas escarbaron la tierra. El olor de los cadáveres preocupaba al casero que empezó a sufrir de arrepentimientos, y no tuvo otro remedio que cavar otro hoyo para ellos, y pensar en cómo escapar”.

El casero pasó noches en vela hasta que tuvo la idea de aprovechar la orfandad del hijo de la pareja. Planteó a la viuda asesina, que lo mejor era deshacerse del niño.

“En Medellín, tengo un cura amigo, encargado de un albergue infantil. Creo que si hablo con él, puede recibirlo”, dijo.

Después de evaluar la propuesta la viuda aceptó. Se hicieron los preparativos y el casero tomó las de Villadiego con el niño.

“Pasaban los días y su compinche no regresaba. Asustada, mandó llamarlo, pero el hombre nada que aparecía. Un día, a las tres de la tarde lo vio llegar muy tranquilo con su maleta y bolsas de pan”.

El casero había contado todo a un sacerdote de Medellín. Este puso el denunció a la policía y antes de ocho días la viuda asesina fue descubierta en el cafetal, momentos después de cometer un nuevo crimen en la persona del cómplice y soplón. No opuso resistencia, con tranquilidad echó la pala al hombro y llevó los policías a la fosa común y al hoyo”.

-“¿Usted mató a todos estos hombres?-, preguntó el encargado de las pesquisas a la viuda”.

Su respuesta cínica y tranquila, fue:

-“Sí. Eran unos inútiles. Como no servían para lo uno ni para lo otro… con esta Collins los enterré”.

Y, ¿qué pasó con el niño?, pregunté a mi compadre.

-Adiviné y le digo. Muchos años después regresé, y compré esta finca con pala y todo a los herederos de la viuda.

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