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Columnistas  |  25 febrero de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Gloria Chávez Vásquez

ELEGÍA POR MI HERMANO, EL ARTISTA

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Gloria Chávez Vásquez

“La verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mística. Separada de él, adquiere vida propia, se convierte en una personalidad, un objeto independiente que respira individualmente y que tiene una vida material real.”

V.V. Kandinsky en De lo espiritual en el arte.

Este 17 de febrero se cumplieron dos años de la muerte repentina de Carlos Alberto Chávez Vásquez, quien falleciera de un ataque cardiaco masivo en la ciudad de Las Vegas, Estados Unidos. Carlos A. había establecido su taller de arte y residencia en el oeste americano, después de una época en el este, donde completó sus estudios y aprendizaje de arte en Fort Lauderdale, Florida y luego en el estado de New Jersey donde comenzó su labor artística a plenitud. Es decir, cubrió el ancho e inmenso país de costa a costa. Durante tres décadas realizó proyectos y exhibiciones, mayormente por comisión y su obra fue evaluada y altamente cotizada por los expertos. Los críticos la calificaron de creativa, original y ecléctica. Entre sus trabajos, ahora en propiedad de coleccionistas, se encuentran esculturas, de metal y madera, murales, collages y pinturas. Desafortunadamente, durante todos los años de trabajo arduo, Carlos no se ocupó de promocionar su obra y mucho menos confió a nadie esa tarea. Era su secreto bien guardado.

De pronto, a principios de 2017, convencido de que su etapa en los Estados Unidos ya había terminado, planeó durante meses su regreso a Colombia; compró un apartamento en una de las nuevas torres en Armenia y establecería su taller en la ciudad de Cali. Estaba decidido a trabajar de manera independiente. Entre sus planes estaba la producción de varios murales y esculturas para donar a escuelas e instituciones educativas.

Pero en esas llegó la inoportuna muerte que no cree en nada ni en nadie. Era uno de nuestros temas de conversación y sosteníamos diálogos al respecto. No le asustaban los finales. Estaba listo para cuando terminara su ciclo y prefería que fuera antes de que llegara la vejez. Y así se realizó su deseo, recién cumplido el medio siglo, aunque nunca perdió su aire y actitud juveniles. Disciplinado en su trabajo y relajado en su rutina. Su piel, curtida por el sol del desierto era suave sin embargo, ni una arruga. De estatura imponente, mirada profunda y hermosa sonrisa, luchó siempre por mantenerse en forma física. Expresivo en sus afectos y excelente escucha. Tenía sus baches, sus pausas depresivas de largos silencios, pero como buen artista se alzaba como el ave fénix, para producir sus mejores obras.

Las portadas de mis libros, iluminadas con su talento, son reflejo auténtico de sus inspiraciones. La de Opus Americanus es su interpretación libre del ave, complicada, laberíntica, pero hermosa, transformada en una especie de dragón que rumiaba en su mente y se alimentaba de sus emociones. Que salía de su cueva para asombrar las expectaciones de su audiencia. En este caso sus familiares y amigos. Que tenía muchos, pero los disciplinaba y racionaba su tiempo, porque la amistad y el amor más apasionados los tenía con su arte.

Así, convertido en un místico, se aislaba por días y a veces semanas para realizar sus meticulosas y misteriosas esculturas, pinturas o collages, los que emergían como un homenaje a la abstracción de las ideas. En su inspiración, parecía ver en cada pieza, recogida en sus viajes, paseos y caminatas y coleccionadas en lo que Lynn, su amiga y confidente de muchos años, definía como un barn o granero. Ella lo había apodado jocosamente Charlie Barnes. Para mí, era Charlie Brown, dada su neurosis cíclica, que me recordaba la ansiedad filosófica de Carlitos, el personaje de Charles Schultz.

Las esculturas de metal creadas por CACHV como firmaba sus obras, entre fuentes, figuras y murales tridimensionales, destacan El ángel exterminador, La fuente musical, y muchas otras que adornan las mansiones de los propietarios que comisionaron sus piezas. Una de sus esculturas de madera encargada por un coleccionista en Estados Unidos fue precisamente la puerta inspirada en La Porte de l’Enfer del artista francés August Rodin; otras fueron La Ballena, un homenaje a Moby Dick y El aeroplano, una oda al origen de la aviación.

Su colección de Mandalas es un magnífico concierto de colores y formas, su gozo en las simetrías del universo las cuales encontraba fascinantes especialmente en el momento del diseño que según él era como buscar pistas para el detective. Sus pinturas evocan la pequeñez del hombre frente al infinito, o la lucha constante ante los instintos. El Autorretrato de un joven que ilustra la portada de Caliwood, mi libro más reciente, y que pintara en su juventud, es un símbolo de la búsqueda de la afirmación del individuo. Una de sus últimas sin embargo, El Hombre Azul, enorme retrato de la madurez idealizada en su propio yo, el Omega del Alfa que es el del joven, quedó plasmada como una reafirmación de su existencia humana y artística.

De todos los países donde había viajado Carlos Alberto, Irlanda lo fascinó por el exquisito verdor de su Naturaleza. Florencia lo sedujo con su arte renacentista. Pero en Paris respiró el aire a través de las obras de los artistas que dejaron profunda huella en su paso por la vida. La huella de Carlos Alberto Chávez Vásquez fue profunda como artista y ser humano, pero silente. Más que una huella es una luz que brilla y permanece en el éter, que es donde en realidad es eterna.

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