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Cultura  |  08 marzo de 2020  |  12:29 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: Apolonio

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Cuento: Apolonio

Este texto fue escrito por Enrique Álvaro Gonzalez.

El doctor Goncálvez llegó a trabajar más temprano que de costumbre porque el paciente del segundo piso le interesaba. Era joven, parecía noble, le sorprendían los poemas que declamaba a las enfermeras, pero sobre todo, le sorprendía la forma en que hablaba de su familia.

“¿Cómo un muchacho de estos resulta implicado en un asunto tan turbio?”, se preguntaba el galeno en su despacho del cuarto piso, y salía de vez en cuando al pasillo a mirar hacia el segundo, donde el uniformado que custodiaba al paciente, se veía como un enano por el hecho de ser observado desde arriba. Veía también a la enfermera jefe del piso, procuraba llamar su atención, le preguntaba con señas cómo seguía el muchacho, y de acuerdo a la respuesta el doctor regresaba a su oficina o bajaba de inmediato a auscultarlo.

Miró la hora; faltaban cinco minutos para las nueve. Dentro de poco bajaría a dar su ronda mañanera.

El hospital tenía cuatro plantas distribuidas en torno a un cuadrado por donde la luz del día se desparramaba con largueza y en cuyo derredor estaban la escalera, cuya entrada solo se abría en horas de visita, y los pasillos generalmente atestados de usuarios. Algunos, en los pisos superiores, durante sus esperas, se recostaban en el pasamanos y miraban hacia el primero, donde un emporio multicolor de personas, uniformadas de blanco algunas, de civil otras, esperaban los ascensores, hacían filas frente a ventanillas, frente a los teléfonos monederos, o simplemente esperaban que la maquinaria de la salud estatal se dignara atenderlos.

El reloj adherido a una de las paredes y donado por la gaseosa regional, marcaba las 08:55 de aquel agosto de principios de los noventa.

–Faltan cinco minutos–. Se dijo el Dragoneante Ariza al bajar del furgón que lo llevó a recibir su servicio de vigilancia en el hospital y mirar su reloj pulsera. Luego empezó a caminar despacio por el primer piso y a pensar:

“Ese Olarte que entrega el servicio es muy mal relevo y mal compañero. No paga adelantarle cinco minutos su salida. Mejor leo algunos de estos avisos informativos que están en las paredes y tomo nota de las medidas de prevención en albercas y reservorios de agua para evitar el dengue. Luego servirán para usar los mensajes en los patios de la cárcel. Qué cantidad de gente. Por todo lado hay pueblo enfermo, qué vaina. Hasta en el ascensor hacen fila. Pero... ¿Ese que va subir al ascensor no es el Mocho Ariel? ¡Hey!– Gritó– ¡Oiga! ¡Mocho! ¡Huy ya se cerró! Bueno. Si ese no es, se parece mucho. Hasta mejor que no me vio porque eso de saludar a un sicario que dos años antes uno ha custodiado en la cárcel de otra ciudad, no es que sea muy recomendable. Bien. ¿Qué hora es? ¡Eh! Ya faltan dos minutos. Subamos, pues a recibir el servicio”. Y se dispuso a esperar que el elevador regresara.

“El Negro Olarte” no es muy querido por sus compañeros, ni por los internos, pero eso a él no le preocupa. Es irresponsable, mal amigo, de muy malas pulgas y dormilón como el que más durante el servicio. “No me siento seguro con él de guardia”, piensa el interno que está bajo su custodia. “Ojalá se vaya pronto, porque con este man prestándome seguridad, es como estar solo. Y pa´ más piedra yo aquí, amarrado a este maldito aparato que solo me permite mirar pa´l suelo y ver a las personas de cintura pa´bajo. Hoy, sin embargo, el negro está rabioso por la llegada de su reemplazo. A lo mejor es que por ser día de pago tiene un programa especial, porque lleva como media hora brillando sus zapatos, que es lo único que puedo ver”.

“¿Pero qué mierda se está creyendo el güevón ese del Ariza?”, pregunta el funcionario cada cinco minutos, mira el reloj digital del televisor y sale al pasillo a mirar si su relevo ya llega. Faltan tres minutos para las nueve.

“Qué rabia siento de estar boca abajo en esta mierda que me mantiene cara al piso. ¿Cuántos días me irán a tener así?”, Insiste al pensar Apolonio.

El hombre que subió al ascensor en el primer piso, se bajó en el segundo, se puso en la cabeza un gorro de lana y comenzó a escudriñar pieza por pieza. Su mirada es experta, escrutadora. El brazo izquierdo cuelga como sin vida a lo largo de su tronco dejando ver una mano pálida sin tres de sus dedos. Entre tanto, la derecha se encubre en el bolsillo de una chaqueta negra. Su paso no es lento, pero tampoco rápido, porque él aprendió desde muy niño que el negocio de la muerte requiere aplomo.

“Ahora que yo me vaya, dígale a ese man de Ariza que mañana le llego tardecito, ¿oyó?”, me dijo este malparido. En la puerta veo un pantalón blanco, son buenas piernas de mujer que arrastran el carrito de la droga, más allá alcanzo a ver otras piernas blancas de hombre y las reconozco, son las del enfermero de la mañana, otra vez los zapatos brillantes de Olarte, y… ¡mierda! ¿Qué es eso?... ¡Esos tenis y ese caminado!... ¡Los conozco!... ¡Dios mío!... ¡No!... ¡Olarte!... ¡Olaarte!

Dos pisos más arriba, Goncálvez, recibe en su despacho a la enfermera jefe, quien le informa que el resto del personal clínico le espera. Es hora de la revista mañanera. Como de costumbre, sale de la oficina y antes de bajar se apoya en la baranda para mirar hacia abajo donde ve al uniformado que en el primer piso espera la llegada del ascensor.

-Empecemos en el segundo piso, Jefe-. Le dice a ella.

-¿Y eso, doctor? Usted siempre inicia por el tercero.

-Quiero empezar por Apolonio Vélez. Su caso es muy especial, no solo porque el tiro le afectó la columna, sino porque la posición cara al piso en que debe permanecer, me causa lástima. Es un hombre joven, se nota que quiere a su familia y quiero hacer lo posible para que no quede parapléjico.

Provenientes de otra parte del primer piso, dos hombres en overol de trabajo llegan, con una escalera al hombro un muchacho y cajas llenas de bombillos el más veterano. El joven de mirada coqueta e ímpetus propios de su edad, obedece y sonríe a quien lo mire, mientras el mayor piensa:

“Mantener al día las cuestiones eléctricas. Hoy cambiamos todos los bombillos fundidos, que son bastantes, por eso cargamos esta escalera para todos lados y permanecemos mirando hacia arriba. No es, como creen algunas mujeres que se alejan de las barandas en los pisos altos, para mirarlas por debajo. Si así fuera, no nos quedaría tiempo para hacer todo.

Como ya van siendo las nueve, vamos a terminar de reemplazar estos focos y nos sentaremos a desayunar con mi ayudante, que pa´qué, este güevón sí aprovecha de vez en cuando para echar sus miraditas a uno que otro calzón.

¡Q´hubo pues muérgano!, exclama alzando un poco la voz. Échese la escalera al hombro y arrímela allá cerca del filo de la segunda planta que yo llevo el material. ¡Hágale haber! ¡Y deje de estar mirando lo que no debe!

Desde su cuarto piso, Goncálvez mira hacia abajo. Intenta identificar a sus subalternos, procura ver qué tan eficaz es su trabajo y descubre a veces personas no autorizadas deambulando por los pasillos, como ese hombre de gorro de lana que parece buscar algo en las habitaciones.

– ¿Y ese quién es?– Pregunta a la jefe señalándolo.

–A lo mejor es un familiar buscando a su paciente, doctor.

– ¿Pero a esta hora? No sé, no me gusta–. Y continuó mirándolo hasta ver que la mano semi-inválida sube hasta el gorro, lo desenvuelve hasta cubrir la cara y la otra mano sale del bolsillo con algo en ella. Es un revólver.

Mientras tanto, los dos obreros hacen su trabajo entre bromas:

“Ponga la escalera ahí, en esa esquina m´hijo. Yo me subo y usted me pasa los bombillos apenas le tire los dañados, pero no los deje caer que se revientan y ¿se imagina el ruido y el susto de la gente?”.

El hombre del gorro parece haber encontrado lo que busca, por eso termina de cubrir el rostro con el pasamontañas y con la felinidad propia de su profesión, se dispone a liquidar a su objetivo. Apolonio Vélez.

-¡Eh! ¡Óiga!... ¡Usted!- Grita a voz en cuello el doctor Goncálvez con el rostro transfigurado al ver el arma.

–Huy, qué pasa. ¿A qué se debe esa gritería?” Piensa para sí Ariza, quien con la cancha adquirida por sus años de servicio, mira hacia arriba, ve al doctor increpando desde el cuarto piso a alguien del segundo y comprende en un santiamén la situación.

– ¡Mierda! El interno… ¡Pilas Olarte!... ¡Olarte!- Grita, pero como sabe que en estas situaciones hay que actuar de inmediato y que el ascensor no es la mejor opción, corre hacia los obreros locativos, empuja al que intenta subir y con el arma de dotación en la mano, sube a zancadas por la escalera manual de estos, se agarra de la baranda y llega al segundo piso en el momento en que suena el tiro.

– ¡Olarte! ¡Olarte! ¡En la jugada!- Es el alarido desesperado de la víctima.

– ¡Qué pasa, no joda!- Responde rabioso Olarte pensando en su relevo mientras revisa el lustre de su zapatos.

– ¡Me van a matar! ¡Me van a matar!– Grita y llora Apolonio, al tiempo que trata de quitarse el aparato que lo imposibilita.

Cuando el Mocho Ariel aparece en la puerta de la habitación con su mensaje de muerte, es el corazón de Olarte, quien tardío intenta reaccionar echando mano de su arma, el que recibe el impacto.

A renglón seguido, Ariza, quien llega presto, descarga dos veces su arma oficial y el hombre a quien quiso saludar dos minutos antes cae sin vida ante los gritos desesperados de Apolonio, quien pese a estar vivo continúa gritando e intenta voltearse, hasta que los enfermeros le aplican un sedante para evitar que perjudique la reciente operación con sus movimientos.

los dos cadáveres los conducen a otra sección del hospital y riza con el rostro lívido, después de santiguarse, se sienta en la silla que no hace mucho ocupaba su compañero como apoyo para su lustrada, y empieza a pensar en el tremendo problema judicial que se le viene encima.

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