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Columnistas  |  29 marzo de 2020  |  12:59 AM |  Escrito por: DANIEL FERNÁNDEZ

EN EL QUINDÍO TODAVÍA NO HA TEMBLADO

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DANIEL FERNÁNDEZ

Hace pocos años me encontraba en el centro de Armenia con Juan*, amigo hoy desentrañado, en un kiosco ubicado sobre una de las terrazas del agradable, pingorotudo y escalonado pasaje peatonal adornado en su cima por el imponente edificio de la gobernación del departamento, tomándonos a muy buen costo un exquisito expreso extraído del café que los cafeteros de la región, desesperados ante los bajos precios del grano en la bolsa de valores, se especializaron en tostar para vendérselo a cuanto tinteadero o cafetín pudieran. Con Juan, hablábamos del Quindío, de sus bondades y desencantos.

Recordé que dieciocho años antes, subía yo por esa misma falda, que entonces era una calle ordinaria, en dirección al edificio de la Gobernación que la encabezaba. A media cuadra de mi destino entré a un establecimiento, atraído por el buen aspecto de las arepas de maíz exhibidas desde el interior. Como preso de una fijación inconsciente, construida pacientemente en mi genética y en la de mis paisanos por la cultura precolombina, ordené una. Pensé, voy a comerme dos. Mientras constataba con mi paladar, en medio de la gruesa masa de maíz, la textura sintética de un queso insulso, barato y con vetas frías que me aconsejaba no pedir ninguna más, afuera veía a través de los cristales, a los conductores aferrados a las riendas de sus automóviles mansos, controlando el descenso por la calle falduda. Los transeúntes circulaban en subida y en bajada sobre el andén contiguo a la vidriera del establecimiento y con un acento paisa suavizado por la distancia que los separaba de Antioquia, interrumpían con palabras soeces, burlas y regaños, amplificadas por la puerta abierta a un público que nunca vi entrar, el rumor pesado e ininteligible de la calle. En esa suerte de restaurante donde me hallaba, un espíritu de desolación era irradiado por cada elemento del tinglado. El mostrador, una estructura de hierro pintada de blanco translucía del interior por los vidrios que lo cerraban, los insumos y condimentos y una cajita de madera con compartimentos para los billetes y las monedas. Conformando un ángulo de noventa grados con el mostrador, había un enfriador de puertas horizontales que el dueño alzó con brusquedad, como cuadradas tapas de calle, para sacar la masa redonda de maíz congelada que yo había ordenado y que mal calentó en la hornilla doméstica de un estante instalado sobre el muro, atrás del mostrador. Me senté a consumir mi pedido en cualquiera de las mesas de pino barnizado, idéntica a los otros diez juegos amarillos con bancas que me acompañaban sin un alma sentada en ninguno de estos. Inesperadamente el dueño del negocio, el mismo que mal calentó mi platillo, el mismo que me lo sirvió y me iría a cobrar por la imprudencia de atreverme a visitar su negocio, se me acercó a ofrecerme en venta su exitoso punto donde según él, se vendían las mejores arepas de maíz de la región. Cuatro o cinco millones de pesos de los de entonces me pidió. Le habré dicho que lo iba a pensar, creo. Con los años, supuse que en el remezón que marcó el renacimiento de la ciudad, él había muerto aplastado debajo del mostrador de su negocio, con todo la edificación encima.

Pero no. Algún otro que compró su próspero punto debió haber muerto en su lugar. Cuando volví a tener noticias suyas, sin saber qué pasó en medio, él había saltado al negocio de la construcción. Como le pasaba con su anterior empresa, las obras le quedaban mal preparadas y por culpa de una de las vetas frías sin presupuestar entre los pisos de cualquiera de sus edificios, tuvo que salir del país sin una sola maleta y dejando su impecable campero Volvo de último año en el estacionamiento del aeropuerto, para no regresar jamás. Son actos de corrupción que escalan en el departamento subiendo por la falda que yo subía, entre ventas de comida, construcciones fallidas y obras sencillas cobradas a precios descomunales; hasta tomarse el edificio de la Gobernación del Quindío con los cimientos incluidos. Contrario al constructor que se voló sin su Volvo, la corrupción quindiana, con todo y que pise por unos días la cárcel, se ve recorriendo las calles de Armenia, inmunes a sus conciencias, y, aupados por la masa informe de ciudadanos, son promovidos en cuerpo presente o en cuerpo ajeno, en otros cargos o en los mismos en que se enriquecieron sin proporción. Por su parte, el Quindío sigue su rumbo inercial, luchando a muerte por permanecer como una de las regiones del país con menos empleo, con más asesinatos, con mayor corrupción y menos industrializadas; refugio de traquetos; un departamento de quinientos mil habitantes que necesita dos edificios para reclusión mental y un manicomio; tierra de buen café, de excelentes índices de turismo, casi toda haciendo parte del Paisaje Cultural Cafetero; Quindío macabro, alienado y pujante, cualidades casi indistinguibles, como si estuvieran en el mismo nivel, sin que nada parezca desviar el curso de esa inercia anómala y característica.

El día en que asistimos al lanzamiento del libro Los clanes políticos que mandan en Colombia, escrito por León Valencia, pensé en el Quindío. Iba en compañía de la mujer que amo. Todo aquel que ha vivido en el departamento tiene escrito en la memoria cómo funciona el capítulo Quindío de cualquier libro que hable de corrupción. En tiempos de elecciones sus pobladores recrean en parques, cafés y bares, y con la seguridad del que lo ha visto con sus propios ojos, las peripecias de quienes escalaron a los trancazos los edificios de gobierno, el modo en que satisficieron sus caprichos con lo malversado, y las triquiñuelas que usaron para dar el ambicioso salto mortal al Capitolio, donde por fin pueden tener acceso a la gran alcancía nacional. El lanzamiento del libro estaba fijado hacerse en el exclusivo recinto de educación formal, donde parte de la clase dirigente colombiana establece sus vínculos infectos desde la adolescencia. Solo hasta que franqueamos la portería, pude creer que conocería por dentro aquel inexpugnable claustro académico.

Cuando todo terminó, con la idea de complementar esta columna, me acerqué en diferentes momentos a tres personajes que asistieron o hicieron parte de la presentación del libro, para preguntarles sobre la corrupción quindiana. En su orden, al senador Iván Cepeda, al periodista Ariel Ávila y al autor del libro. Iván Cepeda, con la mejor disposición me respondió que no tiene mayor idea de lo que pasa en el Quindío, excepto por una remota tragedia, distinta a la diaria, que lo azotó. Se ofreció a despejarme cualquier otra duda, pero que mejor fuera de un tema nacional. Ariel Ávila, de quien supe que en una charla predijo que Colombia está destinada a estrellarse contra un barranco, me evadió hasta que me desanimé por completo de buscar su opinión; y finalmente León Valencia, quiso contarme que tiene una afinidad por la región, pero luego se abstuvo de seguir su relato al verme manivacío: no le había comprado el libro. Creí innecesaria su lectura. Después de la presentación que hicieron León Valencia, Daniela Gómez e Iván Cepeda, se me revolvieron sus conclusiones con mi lectura del periódico de la mañana y con los tuits del día, y en mi espíritu hubo claridad. Sin embargo, de la exposición de León Valencia me llamó la atención una sola cosa. Contrario a Ariel Ávila, León Valencia se mostró optimista al manifestar que debíamos esperar muy pronto una nueva Colombia sin corrupción, o digo yo, como el Estadista, por lo menos reducida a sus justas proporciones. León Valencia también dijo que es muy simple lograrlo si no se vota por los corruptos. La clave está en su libro. Y pensé. Como si en cada región nadie supiera quiénes son. Como si los corruptos no tuvieran además de la compra de votos, la capacidad para adulterar los resultados electorales anunciados con misteriosa velocidad una hora después del cierre de las mesas de votación, y como si no tuvieran el poder para, en última instancia, imponerse porque sí.

Cuando Juan y yo habíamos pedido el quinto café, después de decir y desdecir de las instituciones quindianas, caí en la cuenta de que estábamos sentados en el lugar cuyas coordenadas coincidían con las del sitio donde me ofrecieron en venta un negocio de arepas dieciocho años atrás, pocos días antes de que Armenia tuviera que ser reconstruida con la esperanza de que volvería a nacer, como ahora, cuando muchos ilusos creerán que después de la pandemia del COVID-19 el mundo va a cambiar; en ese momento le dije a Juan, quien quiso anotar mi frase para plagiarme: En el Quindío aún no ha temblado.

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