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Cultura  |  29 marzo de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Vida, algoritmos, Coronavirus

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Un texto de Nancy Ayala Tamayo.

Para Enero 2020, según el DANE, el 57% de la fuerza laboral de Armenia correspondía a empleos informales. Lo cierto es que un simple recorrido por la ciudad indicaba los amplios volúmenes, no de informales sino de buscadores de vida –llamarlos rebuscadores me parece denigrante-, que cubrían nuestro paisaje urbano. Escribo en pasado, pienso en futuro.

A propósito del coronavirus, uno de éstos, habitante de Bogotá, en una entrevista sentenció: “preferimos morirnos de eso y no de hambre con nuestras familias, amigos y animales”, queriendo decir que no los podían obligar a guardar cuarentena porque los pocos pesos que ganan a diario son la única fuente que sustenta sus vidas. Sus palabras me avivaron el recuerdo de lo que vi el año pasado en una de las calles del centro de Armenia.

Ella movió su cuerpo con soltura al ritmo de una tonalidad que se movía en su pensamiento. Sus manos agarraron la carreta de frutas y verduras y se desplazó impulsada por las notas que imprimían el chirrido de las llantas y el traqueteo sobre el duro pavimento. Al instante, mientras se le unía otra joven, de sus bocas salieron las palabras “espacio público” repetidas con desazón. Brotó una organización instantánea. Emprendían la huida del piquete de policías dispuestos para desplazarlos del espacio que también es de ellos, de su propia ciudad. El movimiento de personas, empujando carretillas llenas de colores y formas, se desencadenó con la misma soltura a lo largo de la calle. Y recordé las palabras de la profesora de coreografía: “no se detengan, conéctense con el movimiento de sus compañeros; el resultado colectivo aparecerá cuando cada cuerpo se haga uno solo con el otro”. Entonces ese espacio de la ciudad se llenó de luz, colores y sonidos, incorporados en la plasticidad de los cuerpos de quienes los generaban.

Entiendo mejor ahora por qué aquella escena me pareció una hermosa danza: era el espíritu sagrado presente en los alimentos y los seres que los constituyen: microorganismos, tierra, aire, luz, colores, sabores, campesinxs y la cadena de personas que hacen posible que estén ahora en nuestras casas, en la incertidumbre del presente que nos habita, para brindarnos la posibilidad de continuar con vida. Pienso en aquellos danzantes ahora que les exigimos que no salgan a la calle. ¿Tendrán techo donde evitar contactos cercanos? ¿Tendrán techo siquiera? ¿Tendrán agua y jabón? ¿Tendrán comida?

Hago otras conexiones. ¿Continuarán los administradores de la ciudad intentando poner control, con lógica de algoritmos, a la vida que emerge desde estas personas? ¿Seguirán pensando, con una mediatizada lógica de descarte, que estos brotes de vida son marcas de desorden y fealdad del paisaje urbano? No como un acto de caridad que indigna, sino como un acto de fraternidad surgido de reconocer la justicia y la igualdad, estas personas requieren asegurar, también para ellos, lo que nos han brindado. Ahora y en adelante: ¿aparecerán tantas gentes de bien que habitan esta región?

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