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Cultura  |  31 marzo de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Oda a los discos de vinilo en tiempos de la peste

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Por Libaniel Marulanda

Las pestes o los virus o el confinamiento, en efecto consiguen que la gente vuelva los ojos hacia objetos, prácticas culturales y episodios que yacían en el zarzo, apiñados con los recuerdos de otros años. En el ritual de las nostalgias siempre salta del sombrero el conejo de los juegos cuya edad bordea el siglo.

Como el trompo, por ejemplo, o las emociones que montábamos en las bicicletas de nuestros primeros escarabajos de las vueltas a Colombia. Y un poco más tarde, dentro del calendario de ese niño que ingresa al kínder de su insurrección hormonal, el acto memorable de tomar un disco de vinilo, insertarlo en el tocadiscos y abrirle la puerta al ensueño y las agridulces delicias del amor adolescente.

Precediendo esta nueva peste, que muchos percibimos como la antesala de la tercera guerra mundial, y nosotros los setenteros como los últimos acordes de la coda, millones de habitantes del planeta, han sido reinducidos a mirar aquello que tres décadas atrás repudiaron y sobre lo que pusieron esa mirada prepotente que saben instalar tan bien los medios, la publicidad y el consumo en la sociedad: los vinilos, esos objetos planos, redondos, negros, sobre cuya superficie una aguja debe vibrar miles de veces en el surco. Sí, los discos, que cuando llegó la era del disco compacto comenzaron a estorbar y que un santiamén histórico mutaron de joyas a la categoría de indeseable y contaminante material plástico.

Sí. Los discos se redescubrieron. Y los expertos que cuarenta años atrás nos pintaron el paraíso de otros objetos similares, los discos compactos, que dizque eran indestructibles, ausentes del nostálgico chicharroneo de la aguja sobre el surco, diez veces más pequeños que los long plays, recibieron el conjuro de los expertos de ahora, el “Lázaro levántate y anda”.

Y ahora los expertos dicen y convencen a la clientela planetaria de las bondades de los discos de vinilo: que la tecnología digital no consiguió que muchos armónicos y frecuencias, presentes en la fonografía análoga, la de las cintas magnetofónicas, pudieran ser registrados en el cidí ; que los discos permiten ser enfundados en hermosas carátulas de cartón donde es posible (igual que entonces) mostrar las fotos, textos de presentación (Como un álbum de Los Beatles, por ejemplo).

Pero y por sobretodo: que los discos de vinilo cuestan diez veces más que antes, que sacar un disco de su carátula, insertarlo en el pin del tocadiscos, tomar con delicadeza la aguja y frotarla contra el surco, tiene la sutil connotación del acto de desvestir a quien se desea a pleno voltaje pasional.

En el mundo que nos tocó vivir, donde la clase que tiene sartén y mango determina que “menos es más”, sólo lo que está fuera del acceso económico del pueblo (aquello que un líder conservador llamó el inepto y maloliente vulgo) alcanza la categoría de importante, como el brandy Remy Martin, los cucos Victoria Secret o la comida de autor. ¿Quiere el lector comprar un buen tocadiscos? : bájese de dos millones y medio de pesos.

Y empresas gigantes del sonido, como la Sony, justo las que convocaron con éxito al repudio de la música análoga en aras de lo digital, ahora tiene sus máquinas reinventadas trabajando a reventar para intentar cumplir con la demanda.

Algunos fono-gerontes, acumuladores vergonzantes como el suscrito, nunca le retiramos la confianza al sonido análogo y desde mucho antes de que volviera al mundo sonoro como un gusto burgués, hemos oficiado el ritual invaluable de empinar el codo mientras el plato gira que te gira, canta que te canta.

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Calarcá, marzo 30 de 2020

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