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Columnistas  |  11 abril de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Jaime Lopera

MOMENTOS DE UN DESPLIEGUE

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Jaime Lopera

Hace unos días John Isaza, quien fuera el prologuista de mi libro El Jardin de tus Oídos, me acompañó en una conversación literaria en La Cabra Loca de Armenia y estas fueron mis reacciones posteriores como testimonio de un happy hour abstemio pero muy enriquecedor. Marzo 2020.

Hubo un escritor que medía los espacios utilizando como regla la talla 40 de sus zapatillas de tal manera que la distancia entre su escritorio y la ventana de su estudio se contabilizaba como diez “Nikes” y la entrada hasta la cocina como unos veinte “Fila”. Estaba divagando en ese tipo de mediciones cuando me di cuenta que la distancia entre mi presentador, y el sitio cercano donde yo estaba, apenas equivalía al breve espacio de un guayo[1].

El resto del sitio estaba ocupado por un grupo de amigos inmortales que habían sacrificado su bienestar y las condiciones del tráfico para acompañarme a ver el paisaje de El Jardín de tus Oídos, una serie de ensayos líticos y cuentos minúsculos y trozos de pensamientos y disquisiciones autobiográficas (desertoras de la censura del editor) con los cuales me estaba lanzando hacia la voracidad de los críticos y la confabulación de los amigos como si me fuera dado el permiso de invadir a los unos y a los otros con los destilados –poco embriagantes— de mis escritos.

Pero lo más importante era que la distancia del pensamiento del presentador con respecto al mío podía ser calificado de insignificante, dada la entera comprensión que él tenía con respecto al libro. Lo había leído con subrayados impúdicos (porque deslucían los márgenes blancos con marcas de bolígrafo azul, en una letra solo entendible por el propio transgresor) pero eran las señales de su percepción inmediata contra la cual no habría argumento posible para sugerir, ni siquiera una pizca de respeto. Es decir, el momento estaba previsto para saber si las preguntas que llegarían me llevarían a un precipicio de contradicciones, o me daban pie para elucubrar sobre las condiciones bajo las cuales se habían creado unos u otros párrafos del texto.

Felizmente ocurrió esto último y, no obstante la sensación de incompletez que me acompaña en casi todo lo que hago, pudimos navegar por cerca de dos horas entre el estrépito de los autos en la calle, el insoportable sonido irregular en los micrófonos, un celular travieso, el choque de unos vasos en la cafetería y por supuesto mi propia incapacidad de comunicar debidamente todo lo que más de dos docenas de personas estaban esperando, cada una con su propia ilusión y la sublime paciencia de aprender algo a partir de una amistad y no de una obligación impuesta por aquella. Una lucha invisible se me presentó durante todo el rato entre la discapacidad de mis trompas de Eustaquio (no confundirlas con las de su pariente Falopio ubicadas muy abajo en el otro sexo) para captar los susurros de las hormigas que deambulaban por el piso, y la necesaria atención que me obligaba a ser estricto en las respuestas para no defraudar a los participantes: solo su confianza y su bondad podrían cancelar estos incidentes de tal modo que quedara en pie la integridad de mi esfuerzo.

Al final hubo aplausos –no vítores porque el pan no estaba para cucharas— los suficientes para que un largo suspiro de alivio corriera por mi espina dorsal y le diera refugio a mis ganas de seguir confabulando con las palabras y las metáforas, vale decir ese anhelo infinito de expresarme literariamente en medio de un convulso mundo donde la egoadicción solo queda satisfecha cuando el asentimiento de Marta Inés y las sonrisas de mis amigos componen un cuadro donde se puede dibujar un recordatorio como el que usted acabar de leer. Esta última confesión me permite anunciar que mi próximo texto de ensayos líricos y cuentos cortos será difundido bajo el titulo (provisional, como debe ser) de Dicciones y Contradicciones.

Febrero 2020

[1] Foster Wallace, David. Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Debolsillo, Penguin Random House Grupo Editorial, Bogotá, 2017. Dada mi afición por el futbol el guayo es la representación que más me cuadra.

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