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Cultura  |  13 abril de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: Los recuerdos del gordo

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Un texto de Jorge Orrego Gaviria.

-¡Eso no es nada!, repuso Gordo, mirándose las uñas con cierto desdén:

Hace muchos años vivían tres hermanas solteronas en el marco de la plaza de Circasia. Como ya estaban viejas-que habían sido muy bellas-, nada ni nadie las perturbaba. Tenían una tienda donde los campesinos mercaban el día domingo. Cierto sábado, una de ellas amaneció muerta.

-¡Caramba, no podemos perder las ventas de mañana!, exclamaron al unísono las otras dos.

Y así fue. Cubrieron el cuerpo con una sábana y prosiguieron los oficios como si nada.

El domingo abrieron la tienda temprano y atendieron normal. Y daba gusto ver sus clientes cargando el mercado sobre las mulas que se apretujaban en la calle empedrada.

Y así fue. El lunes, muy temprano se difundió en el vecindario la noticia de que una de las tres hermanas amaneció muerta. Y velaron el cadáver en la sala.

Después hubo misa en la iglesia, de cuerpo presente. El padre roció agua bendita sobre el ataúd. Luego lo llevaron a hombros de familiares hacia el cementerio católico. Por el camino, más y más voluntarios se unían al cortejo. Bastaba con quitarse el sombrero y seguir caminando entre los últimos. En silencio y con mucho respeto.

Gordo terminó su relato reclinándose aún más en el viejo sofá y tosió. Llevaba varios días con una tosecita seca.

-Me toca comprar más vino, dijo con su risita socarrona.

Cuentan las lenguas maledicentes que poco a poco las dos hermanas fueron perdiendo la memoria, hasta el punto que una de ellas le preguntaba a la otra:

-¿Oíste, cuál de nosotras fue la que se murió?

Cuando los recuerdos de Gordo se disipaban, este se acercaba a la ventana y miraba por el postigo hacia la plaza. Sorbía un trago de vino tinto y con la otra mano se acariciaba la reluciente testa, pensativo.

A media mañana la gente aprovechaba el solecito para calentarse, bien fuera sentados en alguna banca o dando vueltas a la plaza. Los rayos del sol eran muy apreciados en Circasia.

Una señora de negro va caminando por el andén. Lleva de la mano varios niños de distintas edades. Después de pasar frente a un gran portón donde varias viejas conversan, una de ellas murmura:

-¡Qué pesar de esa señora que llegó de Montenegro. Tan joven, tan bonita, con esos niños y tiene tuberculosis!

Aunque la casa del gordo quedaba en el costado opuesto de la plaza, hasta allí llegaban los sermones del cura, cuando pulpitiaba. Advertía que estaban llegando de Salamina familias de masones, para quedarse a vivir en Circasia.

Gordo sonreía, con la risita socarrona y volvía a sus recuerdos. Le echó mano a una fotografía vieja y amarillenta que tenía sobre la mesa y la contempló ensimismado.

Aparecía allí, Jorge Eliecer Gaitán cuando era ministro de Educación. Lo acompañaban algunos prohombres liberales. La foto fue tomada en la puerta del Cementerio Libre de Circasia que estaba recién fundado.

El gordo sirvió de nuevo una copa de vino y evocó la comitiva de limusinas oficiales que llegó hasta la entrada del cementerio, en medio de una polvareda. Y sobre todo recordó muy bien el vibrante discurso del ministro, exaltando la libertad de cultos. Aunque él era un niño de pantalones cortos.

Su infancia, por cierto, fue complicada. Aunque en casa disfrutaba el amor y la protección de sus padres, en el colegio fue víctima de burlas y desprecio, a causa de su obesidad. Era pésimo para todos los deportes y al caminar, parecía que se balanceara. Las chicas lo evitaban, aunque su aspecto era sano y su carácter amable. Era inteligente y simpático. A eso, sumémosle que desde la adolescencia mostró su preferencia por los jóvenes de su propio sexo.

Pero bueno, con todo y eso, el gordo se las arreglaba. Tenía varias fortalezas. Manejaba un humor caustico y sutil que en una época le valió ser llamado el gordo aguja.

A menudo le llegaban de los Estados Unidos, donde tenía algunos familiares, herramientas, revistas, suéteres, jeans y discos. Gracias al gordo, teníamos un atisbo sobre la cultura y los gustos de los jóvenes en este país del norte, algo remoto para nosotros en ese entonces. Así conocimos el Rock.

Ya lo habíamos visto varias veces llevando bajo el brazo algunos discos de esos. Amanuense recuerda uno que tenía en la carátula algo como una escuadra de dibujo y un pie calzado con mocasines negros relucientes y medias blancas que eran furor.

Pero el día del reinado, el gordo nos dejó atónitos. Subió al escenario y poniendo su propia música (Rock aronund the clock), se nos reveló como un bailarín magnifico.

Esos gordos, esas carnes flácidas que habían sido motivo de burlas y desprecio, ahora se veían gráciles y musicales. Sus movimientos eran armoniosos, alegres, bellos. Su rostro resplandecía. El público estaba anonadado. Lo aplaudían sin pausa. Y nos puso a tararear las notas febriles del movimiento musical más importante de nuestra época. Al final, Gordo sacó del bolsillo un fino pañuelo blanco y se limpió el sudor de su rostro. Estaba pleno.

-¡Que tiempos!, murmuraba el gordo. Nadie me competía. nadie me competía. Gordo servía más vino y contemplaba por el postigo como caía una lluvia menuda.

Revisó el celular que tenía en la mesita de centro. Tenía una llamada del amanuense. Ya mismo lo llamaría.

-¿Alo?, hola Amanuense. ¡Te veo bien!

-Si le gustó, mi doc?, repuso el amanuense. Para eso estamos, remató.

Así que Amanuense escribía los relatos de audio que el gordo dejaba grabados por las noches. A la mañana siguiente Gordo leía los textos en su whatsap.

Ambos se habían conocido en un bar Gay. El amanuense no sabía cómo tratar con el gordo la ambigüedad que había entre el Twist y el Rock. Parece ser que cuando de bailar se trataba, se conocía como Twist. En cambio si era solo la pasión por escucharlo, entonces era Rock. El amanuense se abstuvo de tratar este tema con el gordo. Igual con la cardiopatía que lo aquejaba y con el problema de la presión, no tenía tiempo que perder en pequeñeces.

Otro apodo que le tenían al gordo era Polare. Al menos eso era lo que el pichón de amanuense entendía. Si Polare era un adolescente, Pichón era un niño, en esos años sesenta.

Y el apodo se refería a una canción que continuamente el gordo tarareaba;

-¡Polare, cantare!…. Y así.

Al parecer era una canción italiana. El amanuense buscó por internet. Y claro, allí estaba. La palabra correcta era volare.

El amanuense se conectó con Spotify y la escuchó varias veces. ¡Esa era! Timbró el teléfono de Pichón. Era Volare.

-Que haces, Pichón?

-Nada.

-Es que me acordé de algo muy chistoso, dijo Gordo.

Bueno, grábalo y me lo envías en un mensaje de audio. Y colgó.

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