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Cultura  |  19 abril de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Buzón de Quejas

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Este texto fue escrito por Jorge Humberto Jiménez Bernal.

La primera carta, tomada al azar, tenía claras señales de haberse originado en el despacho de un ejecutivo o gerente promedio. Venía escrita con caracteres de computador y en papel “bond special” de 120 gramos. El texto era el siguiente:

“Distinguido señor:

Debo manifestarle con franqueza e indignación que no acepto sus pretensiones de psiquiatra ni sus abusivos intentos de incursionar en mi mundo emocional.

Son sus propias frustraciones, traumas y aberraciones las que usted proyecta en sus pseudo eruditas explicaciones sobre mi conducta. Los juicios que usted hace sobre mi proceder, y sus especulaciones gratuitas sobre mis intenciones y propósitos, carecen de objetividad y no son otra cosa que una intromisión irresponsable en mi vida privada.

Con toda energía le solicito que en lo sucesivo...”

La carta siguiente era de las pocas que todavía se ven escritas a mano y mostraba una pulida caligrafía en letra palmer; aquella que tan exitosamente enseñaban en los colegios de religiosas, y que ya está prácticamente desaparecida desde hace varias décadas. Decía así:

“Señor García:

Le escribo esta carta ofendida y desconcertada. Usted no ha hecho otra cosa que presentarme como una vulgar prostituta. Sus interpretaciones son malévolas, tendenciosas y machistas. Qué poco conoce usted el corazón de una mujer y qué mal tan grande ha hecho a mi honor de esposa y madre.

Por lo tanto, le exijo que la próxima vez...”

La tercera misiva era carente de singularidad. Ni el sobre, ni el papel, ni la escritura daban indicios de su remitente. Simplemente decía:

“Respetado Don Rubén:

Quiero expresarle mis agradecimientos por reivindicar la tarea que, humilde pero consagradamente, he venido realizando todos estos años. En mi condición de empleado sin jerarquía ni poder, es extraño que alguien se acuerde de uno. Sin embargo, me pareció injusto que usted me llamara pusilánime, tal vez porque el señor no sabe lo que los pobres tenemos que aguantar para sobrevivir.

No tengo su e-mail y me gustaría escribirle más ampliamente....”

La cuarta carta venía en un sobre con marco de rombos azules y rojos. Era un sobre ya inusual, sobreviviente de esa especie en extinción, que alguna vez fue forma casi obligada para el correo aéreo. Su escritura en máquina de escribir, con las evidentes torpezas de un inexperto, le daban un claro carácter de anónimo, que decía así:

“Oiga don Hijueputa:

Usted anda miando fuera el tiesto. Lo que le falta es salir de su escritorio y saber cómo son las vainas puaquí. Los que hacemos política nos jodemos arto, pa que luego vengan comunistas como usted a confundir a la gente.

Olvídese pues señorito y si va a decir algo conozca primero...”

Rubén García pudo suponer, con facilidad, quiénes eran los restantes remitentes y cuál era el contenido de las cartas que faltaban. Decidió no leerlas y quedó inmerso en un mar de dudas y cavilaciones. Aunque sólo le faltaban los capítulos finales de su novela, tal vez era mejor empezar de nuevo y reescribirla con diferente trama y con otros personajes.

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